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Revista Universidad y Sociedad

versión On-line ISSN 2218-3620

Universidad y Sociedad vol.12 no.5 Cienfuegos sept.-oct. 2020  Epub 02-Oct-2020

 

Artículo Original

Ética e investigación científica. Hacia una recuperación de los valores en la vida académica

Ethics and scientific research. Towards a recovery of values in academic life

0000-0062-0995-165XJorge Guillermo Portela1  * 

1 Pontificia Universidad Católica Argentina “Santa María de los Buenos Aires”. Argentina

RESUMEN

Una de las características centrales del pensamiento tradicional es el haber unido fuertemente los conceptos de justicia, verdad y bien. En este estudio se expone hasta qué punto este nexo tiene que ver con la consideración y el estudio de la realidad extramental. La investigación científica supone precisamente el saber encontrar un camino que nos conduzca al desvelamiento de la realidad, porque es un proceso, como el mismo proceso del conocimiento. La investigación, por otra parte, supone un respeto por los valores, que así vistos, pueden ser considerados como el “perfume” de la educación. Se utiliza un estudio descriptivo, empleando métodos teóricos como el histórico lógico y el analítico sintético y del nivel empírico el análisis de documentos. Estos métodos se acompañaron de las correspondientes técnicas de revisión bibliográficas.

Palabras-clave: Ética; justicia; investigación científica; valores; razón

ABSTRACT

One of the central characteristics of traditional thought is having strongly united the concepts of justice, truth and good. This study sets out the extent to which this nexus has to do with the consideration and study of extramental reality. Scientific research involves precisely knowing how to find a path that leads us to the sighting of reality, because it is a process, like the same process of knowledge. Research, on the other hand, implies a respect for values, which are thus seen, can be considered as the "perfume" of education. A descriptive study is used, using theoretical methods such as logical history and synthetic analytical and empirical level document analysis. These methods were accompanied by the corresponding bibliographic review techniques.

Key words: Ethics; justice; scientific research; values; reason

Introducción

Kelsen (1966), pronunció una conferencia sumamente importante por su toma de posición gnoseológica y ética frente al problema de los valores, pero que ha sido curiosamente inadvertida, no sólo por sus más entusiastas seguidores, sino también por los estudiosos y especialistas en historia de la filosofía del derecho.

En ese trabajo, titulado: ¿Qué es la Justicia?, el iusfilósofo checoslovaco Kelsen (1966), afirma que la justicia es, ante todo, una característica posible pero no necesaria de un orden social. Por otra parte, no resulta posible llegar a un acuerdo respecto de lo que entendemos por justicia, porque cualquiera sea el concepto del que partamos, el mismo estará constituido por elementos emocionales de la conciencia y, de ese modo, “la definición …que se logra son fórmulas vacías mediante las cuales es posible justificar cualquier orden social”.

En fin, Kelsen (1966), ubica la cuestión acerca de la justicia al nivel de los intereses y los valores, aunque -por ésta última razón-, el problema de los valores es, ante todo, un problema de conflicto de valores. Es aquí entonces cuando concluye que el “no puede ser resuelto por medio del conocimiento racional. La respuesta al problema aquí planteado es siempre un juicio que, a última hora, está determinado por factores emocionales y, por consiguiente, tiene un carácter eminentemente subjetivo. Esto significa que es válido únicamente para el sujeto que formula el juicio y, en este sentido, es relativo”. (p. 19)

El punto de vista de Kelsen (1966), un autor que ha sido admirado por centenares de seguidores, cuyas teorías han sido reproducidas y enseñadas una y otra vez en el ámbito académico, es un buen ejemplo de hasta dónde puede llegar el emotivismo y el escepticismo ético: ¿para qué ponerse a pensar en los valores, y mucho menos estudiarlos, si nunca nos vamos a poner de acuerdo acerca de su existencia real y su contenido?

Una posición completamente distinta, la encontramos -por ejemplo-, en Platón (Bigio, 2010). Hay cosas respecto de las cuales no hay discusión posible, v.gr., cuánto pesa un objeto, cual es la longitud de un cuerpo cualquiera. En efecto, una vez que procedemos a pesar o a medir, la misma realidad se impone inexorablemente ante nosotros.

Pero, ¿qué pasa con las conductas justas, nobles o viles? Nótese que aquí ya hemos ingresado en el ámbito de los valores. Y en efecto, al realizar este tipo de ponderaciones tan genéricas, hasta los dioses entran en discordia entre ellos: al disputar sobre ellas, toman partido y combaten unos contra otros (Bigio, 2010). Hasta aquí, Platón parece coincidir con Kelsen.

Sin embargo, poco más delante de ese precioso diálogo que es el Eutifrón, (Bigio, 2010), Platón toma otro camino y señala que ninguna persona discute que el que mata injustamente o hace otra cosa injusta deba ser castigado.

De hecho, puede existir una discusión acerca de haber cometido con ese hecho una injusticia, pero no discuten que el que haya cometido una injusticia deba ser castigado. Eso no puede ser sometido a duda, porque ningún hombre se atreve a negar que, efectivamente, quien comete una injusticia debe ser castigado (Bigio, 2010). Como puede advertirse, Platón realiza aquí un sencillo, pero a su vez formidable alegato a favor de la objetividad de uno de los valores que, según Kelsen (1966), parece estar teñido de subjetividad: la justicia. El dar a cada uno lo suyo, sería una fórmula vacía, pues nadie puede responder racionalmente a la pregunta fundamental: ¿qué es lo que cada uno puede considerar realmente como “lo suyo”? La justicia es un ideal irracional: cuando hay un conflicto de intereses, no es posible demostrar que ésta y no aquélla es la solución justa.

Llegados a este punto, podríamos preguntarnos a qué nos conduce una u otra posición y -lo que es más importante-, qué efectos tiene entre nosotros y nuestros alumnos este discurso acerca de la subjetividad de los valores. Quizás aquí nos encontremos frente a una pregunta fundamental que abordaremos en nuestro trabajo, siendo estas: ¿para qué sirve la investigación? ¿Cuál es la misión de la universidad?

Desarrollo

La relación entre la utilidad de la investigación y la misión de la universidad, es un aspecto central, que tenemos que tratar sin demoras. Ante todo, debe tenerse presente aquí que el concepto de lo académico, es netamente occidental, y ha sido uno de los grandes aportes de los griegos al desarrollo de las ideas y a la formación del pensamiento. Ahora bien, para Pieper, 1974), la academia platónica de Atenas fue una escuela filosófica, una comunidad de filósofos cuya característica íntima es, por tanto, la filosofía, el modo y estilo filosóficos de considerar el mundo.

Por ende, una formación no fundamentada en la filosofía, ni conformada filosóficamente, no puede ser correctamente llamada académica; el estudio no determinado por un filosofar no es académico. Pero, como advierte agudamente Pieper (1974), en cualquier caso, significa ser movido por la verdad y no por otra cosa. Predominio de la theoria sin descuidar la importancia de la praxis: sumergirse desinteresadamente en el mundo del ser, desentrañar el sentido de la complejidad del mundo para saber cómo hacer. Predominio de la verdad, en suma. Independencia total del poder político y de lo puramente utilitario.

Ello se refleja, ni más ni menos, en la descripción que hace de la universidad Alfonso el Sabio (De Castilla, 2019), en las Siete Partidas: “ayuntamiento de maestros, e de Escolares, que es fecho en algún lugar, con voluntad e entendimiento de aprender los saberes” (Segunda Partida, Título XXXI, Ley I), obra escrita a fines del siglo XIII, en plena baja Edad Media.

No nos encontramos, entonces, en cualquier lugar, sino que estamos en un sitio privilegiado. Según Casaubón, citado por Montejano (1979), esta Universidad tiene cuatro caracteres fundamentales:

  1. Debe tener por fin primero la verdad;

  2. Basarse en una recta filosofía.

  3. Integrarse en una tradición cultural auténtica y viva;

  4. Trasunto de la convicción social y del patrimonio científico de una época y no una mera dependencia estatal.

En consecuencia, la investigación, en una Universidad, no puede ser movida por algo que esté despojado de esta noción central: la verdad. De pronto, nos topamos con ella inevitablemente en todos los ámbitos en los que nos movemos: nuestras clases, el servicio de justicia y la vida cotidiana.

Ingresamos entonces al terreno de los valores, puesto que la verdad posee una carga axiológica inevitable. Según Mortimer (2017), quien llega al fondo de una cuestión que no debería ser menor en una Facultad de Derecho: el de las relaciones entre justicia y verdad. Así, refiriéndose a los abogados, precisa claramente: “Somos esclavos de nuestra propia palabrería. Nos ponemos la peluca y la toga y murmuramos las oraciones rituales de siempre: “Su señoría, me permito sugerir humildemente”, damas y caballeros del jurado, han escuchado con admirable paciencia”, abracadabra, bibidi babidi bu. Y justo cuando todo el mundo cree que voy a hacer aparecer un fantasma falso con una ridícula sábana blanca o que voy a sacarme un conejo de la chistera, ahí está…Clara como el agua. Inesperada. ¡La voz de la verdad!... todas las molestias que nos tomamos para tapar determinadas cuestiones y distraer la atención de otras. Y de repente, la tenemos en nuestras manos… ¡Ahí está! Desnuda y turbadora…¡La verdad!”. (p.52)

Y es que, efectivamente, la verdad no sólo es las más de las veces turbadora. Resulta máximamente perturbadora. Quizás tenga razón entonces el cantor popular, cuando afirma: “Nunca es triste la verdad/lo que no tiene es remedio”. Es que, como diría Carpintero (2000), hallar la verdad no es difícil; lo difícil es no huir de la verdad una vez que se la ha hallado.

En este orden Carpintero (2000), nos refería: “En la vida académica, en consecuencia, la verdad es la clave, el quicio alrededor del cual debe girar todo. Debe estar presente aquí, en consecuencia, la tan olvidada razón, esa facultad espiritual que está inexorablemente unida a los valores: una cosa es ser racional, y otra bien distinta es ser racionalista. Nos causa pena pensar, por ejemplo, que se pueda afirmar que no puede saberse lo que es la belleza, pero sin embargo saben distinguir entre un Goya y un cuadro barato de anticuario; tampoco saben qué es la justicia, pero cualquier profesor sabe que no puede verdad de lo que es, sino la verdad de lo que debe ser, pues todo deber ser suspender a un alumno porque esté enemistado con su familia. Como vemos, la razón supera al racionalismo”. (p.215)

Pero invocar a la razón es simplemente apelar a la inteligencia en cuanto actúa. Y ello supone abrirse a la realidad, al mundo del ser, a la objetividad. Entonces, el investigador debe respetar a la realidad, porque hacerlo supone respetar máximamente el concepto de verdad.

Resulta extremadamente importante tener en cuenta estas categorías, pues no cabe ninguna duda que la normalidad es expresada por nosotros mismos, usualmente, a través de juicios de valor. Volvemos a citar la lucidez de Carpintero (2000), al explicar este tópico: cuando decimos que “el tren ha llegado tarde”, estamos enunciando algo más que una proposición simplemente descriptiva, porque estamos emitiendo una valoración. Ciertamente, hemos añadido una valoración a un hecho (el tren ha llegado a tal hora), pero nadie en su sano juicio puede discutir la objetividad de esta apreciación: “está mal que los trenes lleguen tarde”. Y si la objetividad de la valoración es tan fuerte, tan adherida al hecho, esta misma adhesión a lo ocurrido nos indica que la valoración en cuestión tiene poco de personal o subjetiva.

Y esto nos muestra, añade con gran precisión Carpintero (2000), que no existen dos ordenamientos paralelos: el ser y el deber ser. Así, entonces: “El que expresa el ser diría “los trenes llegan tarde”, y el del deber ser se expresaría: “los trenes no deben llegar tarde”. Esta contraposición entre ser y deber ser, tan querida para los discípulos de Kelsen, como en general para los neokantianos, carece de sentido: porque desde el momento en que el tren tiene un horario no podemos disociar lo que ha ocurrido de una valoración. Solamente haciendo juegos lógico-linguisticos muy refinados -y por ello muy artificiales- podríamos separar lo que realmente ha ocurrido de lo que debería haber sucedido (…) Cuando decimos “médico” queremos decir en realidad un buen médico, porque si el médico no se comporta como debe por el simple hecho de serlo, incurre en responsabilidad civil o penal. Este paso desde el ser (ser médico, por ejemplo) al deber ser (la obligación de portarse como un médico competente) lo opera natural y necesariamente la inteligencia humana de una forma tan sencilla y espontánea que es inútil buscar explicaciones ulteriores”. (p.280)

Entonces, todo deber ser se funda en el ser. Para Pieper (1974), la realidad es el fundamento de lo ético. El bien es lo conforme con la realidad, es por ello que en consecuencia, al investigar nunca debemos efectuar esta disociación lamentable entre “ser” y “deber ser”, que ha conllevado las mayores confusiones en el ámbito académico.

Por otra parte, como ya dijimos, la formación de valores es el perfume de la educación, conduciéndonos a otro error frecuente que se presenta en el ámbito académico: la confusión existente entre el recto concepto de “ciencia” y lo que podemos denominar “cientificismo”. El cientificismo, en efecto, puede definirse como la creencia equivocada de que la ciencia moderna proporciona el único método confiable de conocimiento sobre el mundo.

El cientificismo así entendido fomenta cierta credulidad, que puede ilustrarse en el reduccionismo materialista de Freud y también por el evolucionismo de Darwin. Podríamos evocar aquí la justeza de la visión de Lewis (1987), y cómo el evolucionismo, por ejemplo, lleva a un proceso de autocontradicción en la mente humana: “La aceptación ciega de la eugenesia y otros puntos de vista “científicos” nos lleva a un pensamiento casi mágico, a la aceptación incuestionable de lo que se presenta como “ciencia”. Así, se produce fatalmente un reduccionismo: tan pronto como damos el paso final de reducir nuestra propia especie al nivel de la mera naturaleza, todo el proceso se paraliza…Al tratar a los seres humanos como productos de las fuerzas ciegas no racionales, el reduccionismo científico elimina al hombre como un agente moral racional. La conquista final del hombre ha resultado ser la abolición del hombre”. (p.28)

En consecuencia, el reduccionismo abre la puerta a la manipulación de los seres humanos, sin límite efectivo para dicha manipulación, porque el cientificismo socava la autoridad de los principios éticos necesarios para justificar esos límites, tal como fue demostrado ampliamente por Lewis (1987), en su extraordinaria “trilogía de Ramson”, en donde anticipatoriamente denuncia el activismo sin fin, propio del hombre moderno.

El resultado, es una oposición nefasta entre fe y razón. Es hora que aquí evoquemos, aunque sea muy sumariamente, la exquisita encíclica de Juan Pablo II (1998): Fides et Ratio, totalmente en línea con el pensamiento de Lewis antes citado. En efecto, en el ámbito de la investigación científica se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que no sólo ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y moral.

En este mundo líquido, sin nada estable a lo que asirse; sin embargo, hay una esperanza. En efecto, según Juan Pablo II (1998), “es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthos logos, recta ratio”. (p.4)

Pero si prestamos atención, como ya hemos dicho, lo anteriormente expuesto tiene que ver con algo más elemental y sencillo, que puede expresarse en una palabra concreta: objetividad. Una palabra, un concepto lamentablemente olvidado en el mundo moderno. Sin embargo, la objetividad supone una actitud cognoscitiva y una actitud ética, respectivamente.

Aludamos rápidamente al aspecto que presenta nuestro concepto, desde el punto de vista de una teoría del conocimiento. Así, conocer es la relación -determinada en su “que” por el sujeto y en su “tal cosa” por el objeto -entre ese mismo sujeto y tal objeto. El contenido, el “que”, la concreción del conocimiento, está determinado únicamente por la cosa, por el objeto, por “lo que está ahí”. Por tanto, para Pieper (1974), se da en el conocimiento cualquier determinación de contenido que provenga de la voluntad del sujeto -en cuanto que éste quiere que aquello sea así y de ninguna manera otra cosa-, entonces, siempre que esta influencia subjetiva no-objetiva se logra, no nos encontramos en absoluto ante un conocimiento.

Eso se llama voluntarismo, una de las peores cosas que puede ocurrir en cualquier ámbito, pero que hiere de muerte a cualquier investigación seria, puesto que la aleja inexorablemente de la realidad.

Pero, como lo habíamos adelantado, la objetividad también posee implicancias éticas puesto que, si el libre obrar ético del hombre remite a la razón, de la que depende. Para Pieper (1974), el centro de gravedad no es el sujeto, sino la realidad objetiva: en otros términos: la medida del obrar es la realidad objetiva.

Sin embargo, este “centro de gravedad”, como lo hemos denominado, ha mutado ahora al sujeto. La consecuencia, no es buena al decir de Juan Pablo II (1998): la legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad, que es posible encontrar en el contexto actual. Pero si ello es así, la idea misma de verdad se anula completamente, ya que todo se reduce a mera opinión, a doxa. Allí entonces nos alejamos del recto concepto de lo que debe ser una Universidad, ya que ella debe formar a buenos dirigentes, pero no hacer de sus alumnos agentes de la duda.

Esto nos lleva a considerar la peculiar relación que existe entre los alumnos y sus profesores, un tipo de vínculo que, si bien ha de cimentarse en la verdad, parte de algo más profundo y en cierto sentido, misterioso: parte de las creencias, de la fe. De donde ha de concluirse que existe una íntima unión entre fe y razón. Esta ligazón ha sido explicada en términos magistrales por Juan Pablo II (1998): “cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se puede percibir una tensión significativa: por una parte, el conocimiento a través de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionase progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia, con frecuencia, resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas… la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva, de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad. Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda en la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta”. (p.32)

En otras palabras: los alumnos creen en sus profesores. Tienen fe en ellos. ¿Es necesario abundar en algo más para explicar el sentido trascendente que posee la noble profesión de enseñar, educar e investigar?

Esta es una prueba más que evidente de que los logros científicos y técnicos que se consiguen a través de nuestras investigaciones, deben estar acompañados siempre por valores filosóficos y éticos. En fin: orientarse siempre hacia la verdad y estar atentos al bien que ella contiene. Así como en el ámbito del cristianismo, por ejemplo, la Constitución Apostólica Sapientia christiana (Juan Pablo II, 1979), introducía la investigación como un “deber fundamental” en “contacto asiduo con la misma realidad” para comunicar la doctrina a los hombres contemporáneos empeñados en diversos campos culturales”, hay que contar para ello con profesores que deben distinguirse siempre por su honestidad de vida, su integridad doctrinal y su diligencia en el cumplimiento del deber.

¿Qué más podemos agregar a todo lo ya dicho?

Podríamos poner: Si hay un concepto transido de eticidad, y que siempre ha de tenerse presente a la hora de la investigación, es el de verdad. Eso ha sido descripto magistralmente en uno de los brocárdicos filosóficos más preciosos de la escolástica: la rectitud de la tendencia depende de la verdad del conocimiento. O en otros términos: la realidad es el fundamento de lo ético.

Como se dijo hace 19 años, en ocasión de celebrarse el Jubileo de los Universitarios, (Pontificio Consejo de la Cultura, 2000): “La Universidad es el lugar privilegiado para la inteligencia de la fe. En su ámbito -también lugar privilegiado para la investigación-, es necesario poseer una actitud cognoscitiva y ética correcta. Es decir, que no se elida -ni se eluda- la referencia originaria de la razón humana a la verdad. Debe existir, de suyo un sentido de la responsabilidad en la investigación científica, pues ello permitirá enriquecer nuestra cultura. En efecto, la forma más radical de pobreza es la cultural, a causa de la cual la vida, aunque garantizada económicamente, se reduce a niveles de mera supervivencia”. (p.19)

En consecuencia el Pontificio Consejo de la Cultura (2000), añadiría: “emerge la exigencia de hacer retornar la institución universitaria a su inspiración educativa originaria. La fragmentación del saber y, sobre todo, la tendencia cultural generalizada a interpretarlo instrumentalmente empobrece la universidad y disminuyen su trascendencia. En esta perspectiva es necesario juzgar críticamente las orientaciones de estudio, que con demasiada frecuencia se allanan a las demandas de mercado, minimalistas y pragmáticas”. (p.21)

En fin, el camino por recorrer es sin duda arduo, complejo, porque siempre la búsqueda de la verdad es difícil (Juan Pablo II hablaba de “la ardiente búsqueda de la verdad”). Hemos de ser conscientes de que, como lo afirmaba enfáticamente Ex Corde Ecclesiae, la Universidad es el lugar donde los estudiosos examinan a fondo la realidad. Por ello, la investigación abarca necesariamente una preocupación ética, puesto que el saber debe servir a la persona humana.

Por ende, las implicaciones morales, presentes en toda disciplina, deben ser consideradas como parte integrantes de la enseñanza de la misma disciplina; y esto para que todo el proyecto educativo esté orientado, en definitiva, al desarrollo integral de la persona.

Nuestro epílogo tiene que ver con una palabra que condensa todo lo que hemos dicho hasta aquí. Esa palabra es: sabiduría. O más bien, algo que complete ese concepto: la sabiduría debe ser buscada. Entonces, la búsqueda de la verdad, como la de la sabiduría, es también difícil. Entre otras cosas, como ha afirmado agudamente Puy (2012), estorba la conquista de la sabiduría, el hecho objetivo de que ella ama el ocultarse. Por eso la simboliza el búho, un ave rapaz que por volar solo de noche es difícil de ver, y por volar en silencio es difícil de oír.

Conclusiones

Existe una relación profunda entre investigación y verdad. La una, no puede subsistir sin la otra. Y esta comunicación implica reconocer la pertinencia de la unión entre ética e investigación.

Ello se consigue con la obtención de valores, con el reconocimiento de la importancia al respeto por la naturaleza en general y la naturaleza humana en particular, con la consideración cierta, que nunca debe faltar, de la idea que vivimos en un mundo pleno de sentido, que espera una actitud positiva de nuestra parte.

Si esos dos términos, ética y verdad, acompañan siempre nuestra tarea como investigadores, académicos y educadores, habremos cumplido en consecuencia un deber social ineludible. Quizás haya llegado la hora, en consecuencia, en que debamos hablar más de deberes, y no tanto de derechos. Existe el derecho a investigar. Pero, antes que nada, existe el deber de acompañar esa investigación con la verdad y no despreciarla una vez que la hemos encontrado. En suma: ética y verdad iluminan la tarea investigativa.

Referencias bibliográficas

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Recibido: 23 de Mayo de 2020; Aprobado: 02 de Julio de 2020

*Autor para correspondencia. E-mail: jgportela@hotmail.com

Los autores declaran no tener conflictos de intereses.

Los autores han participado en la redacción del trabajo y análisis de los documentos.

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