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Revista Universidad y Sociedad

versión On-line ISSN 2218-3620

Universidad y Sociedad vol.13 no.2 Cienfuegos mar.-abr. 2021  Epub 02-Abr-2021

 

Artículo Original

Conocimiento y habilidad: ¿evaluar lo inmensurable?

Knowledge and skill: evaluating the immensurable?

0000-0003-3293-9242Rogelio Bermúdez Sarguera1  *  , 0000-0003-3268-4593Marisela Rodríguez Rebustillo2 

1 Universidad de Guayaquil. Ecuador

2 Universidad de Houston. Texas. USA

RESUMEN

El concepto de evaluación es tratado aquí analíticamente en la persona que enseña y en la que aprende, bajo las ópticas metodológica y psicológica, negando dialécticamente la didáctica como ciencia. Aun cuando estos hechos han sido tratados en la literatura especializada, las posiciones que ahora se sostienen resultan del análisis que de ellos se hace bajo el enfoque personalista, defendiendo así la idea de focalizar a la persona como epicentro de la gestión profesional docente o la del discente, preponderantemente en el sentido metodológico. En la consecución de este objetivo, se han empleado métodos teóricos como el analítico-sintético y el enfoque sistémico-estructural, en tanto a los métodos empíricos subyacen las escalas analítico-sintéticas, a modo de rúbricas para la evaluación de la gestión de enseñanza y la de aprendizaje. Los resultados se reflejan en determinadas ideas con arreglo a las cuales la persona es quien evalúa su propia gestión y la del otro, negando la efectividad del método en sí mismo, que no se halla en él, sino en quien lo usa y como lo usa. La separación radical de los contextos de enseñanza y de aprendizaje sitúan a los mal denominados componentes didácticos en la persona, quien le adjudica existencia y dinamismo.

Palabras-clave: Conocimiento; escala analítico-sintética; evaluación; habilidad; psíquico (lo)

ABSTRACT

The concept of evaluation is treated here analytically in the person who teaches and in which he learns, under methodological and psychological optics, dialectically denying didactics as science. Although these facts have been dealt with in specialized literature, the positions that are now held result from their analysis under the personalistic approach, thus defending the idea of focusing the person as an epicenter of teaching professional management or that of the discent, predominantly in the methodological sense. In achieving this objective, theoretical methods such as analytical-synthetic and systemic-structural approach have been used, as long as empirical methods underlie analytical-synthetic scales, as headings for the evaluation of teaching and learning management. The results are reflected in certain ideas according to which the person evaluates his own management and that of the other, denying the effectiveness of the method itself, which is not found in it, but in the wearer and how he uses it. The radical separation of the teaching and learning contexts place the so-called teaching components in the person, who gives him existence and dynamism.

Key words: Knowledge; evaluation; skill; psychic (lo); analitic-synthetic scale

Introducción

En trabajos anteriores (Bermúdez & Rodríguez, 2009, 2018a, 2018b, 2019a, 2019b), habíamos sostenido algunas ideas conclusivas acerca de la estructura y dinámica de los procesos de enseñanza y de aprendizaje, con arreglo a las cuales defendíamos, en primer lugar, la necesidad de diferenciar explícita y radicalmente estos dos procesos y, en segundo lugar, caracterizarlos de la manera más fidedigna posible. Así, hicimos énfasis en algunas ideas que nos parece oportuno tomarlas como pivote del presente artículo, de modo que logren nutrir el análisis que del concepto de evaluación nos vemos abocados a abordar. En este sentido, denotan por su actualidad y vigencia las hipótesis siguientes:

  • Primero. Que los campos del saber teórico, al menos para las ciencias sociales, pueden ser sometidos a análisis bajo un enfoque personalista. Ello se debe a la necesidad teórica de abordar cualquier objeto de estudio de estas ciencias desde su categoría principal: la persona.

  • Segundo. Que si para la didáctica, el objetivo deviene categoría rectora y “Santo Grial” de cualquier análisis que tenga lugar en dicho campo, en clara oposición con esta ciencia, sostenemos y defendemos al método como categoría rectora que sintetiza la dinámica de la actividad y la comunicación interpersonal en la que transcurren los procesos de enseñanza y de aprendizaje, focalizando así la metodología como ciencia.

  • Tercero. Que si, para la didáctica, la evaluación se defiende como una de sus categorías, entonces, creemos contradictorio suponer que simultáneamente funcione como tal ora en el plano teórico de la didáctica ora en el plano teórico de la axiología.

  • Cuarto. Que si una de las relaciones que se defiende a ultranza por la didáctica es el principio de relación objetivo-contenido-método, resulta asimismo defendible la relación método-objetivo-contenido, con independencia de que, bajo nuestra óptica, la categoría contenido debe estar vetada en el análisis didáctico.

  • Quinto. Que, si lo susceptible de ser evaluado es de naturaleza psíquica, sería poco probable adjudicar a ello un puntaje o una calificación cuantitativa.

Estas ideas pudieran traducirse, en consecuencia, a algunos cuestionamientos que no deben quedar en el tintero durante la exposición, a saber:

¿Qué es susceptible de ser evaluado en los procesos de enseñanza y de aprendizaje?

¿Qué razón suficiente les asiste a los docentes para someter al estudiante a un acto tan estresante como lo es el proceso evaluativo por la subjetividad de los primeros, al evaluar?

¿Cómo adjudicar puntajes al conocimiento, si es un hecho de naturaleza psicológica y, por ende, no tiene representación material concreta que facilite su calificación, al menos, cuantitativa?

¿Cómo es posible que la habilidad, siendo también un proceso de naturaleza psíquica, sí es susceptible de hallarse sujeta a un proceso riguroso de evaluación en la persona que aprende?

Si el proceso de evaluación permite el diagnóstico del comportamiento de un hecho o fenómeno, en la persona, de modo que se constituye en la retroalimentación imprescindible para corregir la actuación personal concreta o para considerar el momento evaluado como pivote de las actuaciones subsiguientes, entonces, ¿no serían también los docentes susceptibles de someterse a ese mismo proceso?

  • ¿Qué criterios -unidad de medida-- podrían adoptarse como indicadores de evaluación del conocimiento o de la habilidad?

  • ¿De qué depende la calidad del proceso evaluativo, de la persona que evalúa, del evaluado o de alguna otra tercera condición a identificar?

  • ¿Podría ser considerada la evaluación una categoría metodológica, psicológica, axiológica y filosófica al mismo tiempo, o es privativa solo de una de estas ciencias?

  • ¿Qué trascendencia podrían tener estos hechos en el contexto académico-investigativo?

No es de dudar que, de acuerdo con las respuestas que se emitan en la aproximación a la investigación de estos fenómenos, los profesionales de un contexto dado tomarán partido ora en una brecha de análisis ora en otra, con la firme convicción de que la gestión emprendida se haya en función incuestionable de los objetivos a ser alcanzados en dicho contexto, entendiendo por objetivo, no la meta, no el fin, como resultado ostensible, sino la representación anticipada que la persona configura de ese resultado y que, en los contextos de enseñanza y de aprendizaje, lo constituyen el conocimiento y las instrumentaciones psíquicas --hábitos y habilidades (Bermúdez & Rodríguez, 2018b).

Desarrollo

Desde que Juan Amus Comenius, considerado el Maestro de las Naciones, en 1632, lanzara al mundo su Didáctica Magna, poco han cambiado las ideas concernientes al denominado arte de enseñar. La didáctica, tratando de hallar un estatus único para sostener su exigida independencia en el campo de las ciencias, se yergue en diáfana contraposición a la metodología, defendiendo un objeto de estudio, así como categorías y conceptos imprecisos y cuestionables, creando una confusión epistémica de la que no es razonable escapar. Y lo razonable no está en la lógica de las relaciones categoriales, conceptuales o de los denominados principios didácticos, sino en que dichos saberes didácticos resultan imprescindibles en la efectividad de la gestión del maestro. Qué enseñar y cómo hacerlo, devienen problemáticas aún no resueltas en la palestra científica pedagógica, por mucho que abjuremos de ello, pues a ciencia cierta, aún no estamos convencidos a qué campo científico pertenecen las respuestas a estos hechos, si a la didáctica o la metodología.

Los argumentos decisivos que exponemos para corroborar estos puntos de vista debemos hallarlos, en primer lugar, en la definición absoluta de las líneas nodales de relación de medida de las fronteras de la didáctica y la metodología y, consecuentemente, en el cuerpo epistemológico que sostiene su estructura y funcionamiento.

Uno de los hechos más lamentables, en este sentido, reside en la atribución de carácter de ciencia independiente a lo que no lo tiene. En efecto, se habla, por ejemplo, de las categorías didácticas y de los principios didácticos, pero sin tomar en cuenta que la gestión de enseñanza y la gestión de aprendizaje suceden en una persona y que, por lo tanto, es la persona el alfa y el omega de cualquier posición teórica, metodológica o de otra índole que se pretenda sostener o defender. No podemos olvidar, bajo concepto alguno, que la construcción de los campos del saber, sean científicos o no, constituyen el resultado -y no el origen- de la actuación de la persona, es decir, ocupan un segundo lugar con relación a su práctica concreta. Justo de ella, se infieren y construyen esas generalizaciones que sintetizan, a nivel de abstracciones, el quehacer de aquella, independientemente de los contextos en los que estudie o labore.

Dicho de otro modo, es la actividad y la comunicación investigativas de las personas las que han dado lugar a los conceptos y categorías de las ciencias, y no al revés. Las categorías y los conceptos científicos, aun cuando son hechos subjetivos, no dependen de la subjetividad de los investigadores, sino de su objetividad. Sea quien fuere el investigador, profese la religión o moral que profese, lo cierto es que no puede escapar de los dictados absolutos de la ciencia que, a la postre, aboca sus resultados a una práctica social generalizada. Aquí la “cosa para sí”, el aprendizaje del investigador, deviene “cosa en sí”, producto de la objetividad de sus resultados, esta vez traducidos en conceptos. Esto nos impele inexorablemente a formular la pregunta de rigor: “¿es nuestro pensamiento capaz de conocer el mundo real; ¿podemos nosotros, en nuestras ideas y conceptos acerca del mundo, formarnos una imagen refleja exacta de la realidad?” (Marx & Engels, 1971, p. 368)

Si la respuesta es afirmativa, entonces no cabe duda alguna de que la yuxtaposición de los sistemas categoriales y legales de la didáctica y la metodología han devastado cualquier vestigio de objetividad y existencia propia en la concepción basal de estos campos del saber. Si cada uno de ellos ha de deslumbrar por su autonomía, entonces no es posible que uno y otro padezcan de una semejanza lógicamente injusta. La refutación más contundente a estas extravagancias epistémicas aflora tras la argumentación típicamente sofista y penosamente sutil de la que se valen los autores para defender lo que no es sostenible.

En resumen, la didáctica y la metodología están obligadas a ser campos del saber bien distintos, de acuerdo con los indicadores que ya hemos mencionado. De tal suerte que ellas no son, ni por asomo, una y la misma cosa. Mientras la didáctica se dedica, según la literatura especializada, al estudio de la gestión de enseñanza, --objeto de relación irremediablemente polarizado a uno de los contrarios dialécticos--, la metodología cobra sentido al dedicarse al estudio de los métodos. Así de simple, supuestamente. De aceptar esa idea, entonces cuando de métodos se trata, nos vemos en la necesidad de aludir a los métodos que el profesor esgrime para enseñar y a los métodos que el estudiante blande para aprender. Y si lo estrictamente absoluto es la cumbre de la virtud científica, entonces hay que ceder espacio a una metodología de la enseñanza y a otra de aprendizaje, aun cuando la primera no tenga razón de ser sin la segunda.

Es muy probable que muchos investigadores abjuren de nuestras posiciones por el hecho de no tomar en cuenta la metodología de la investigación. Sin embargo, desde el punto de vista dialéctico, dos y solo dos son los contrarios, lo que nos hace pensar que la metodología de la investigación está lógica e indiscutiblemente superpuesta a la del aprendizaje. Si consideramos, además, que la enseñanza es la dirección del aprendizaje (Bermúdez & Rodríguez, 2009), entonces la gestión del profesional de la educación no será otra que la de proporcionar los métodos de aprendizaje a emplear por el estudiante y que no son otros que los propios métodos de investigación, sean estos empíricos o teóricos o métodos de recopilación de información y métodos de procesamiento de la información recopilada, según Bermúdez & Rodríguez (2016). La existencia de una metodología de la investigación y otra distinta, la de aprendizaje, podría ser admitida únicamente bajo la óptica del denominado método de exposición frontal, por el que se define la gestión de enseñanza enciclopédica, en la que el profesor deviene protagonista único de lo que en el espacio áulico sucede. Y así ha sido desde siempre: el método de enseñanza no es otra cosa que el Sancta Sanctorum del dogma didáctico, prescribiendo la vida de las nuevas generaciones e imponiendo el yugo de fuerza a la gestión profesional del maestro.

  1. Método y evaluación: reflejo de la concatenación universal

En este epígrafe del artículo, no es ocioso partir de la idea con arreglo a la cual la ejecución de uno u otro método halla su amparo en sus procedimientos y medios correspondientes. Dicho de otra manera, de la misma forma que en el organismo el sistema respiratorio no puede prescindir del sistema cardiovascular, así el método no puede tener existencia sin sus acciones pertinentes, únicamente a él privativas. Eso impone que, al abordar el cuerpo categorial de la metodología como ciencia, no solo tengamos que hacer alusión al método, sino también a los procedimientos y medios que lo conforman, estructurándose así el sistema conceptual metodológico.

Método, procedimientos y medios constituyen la conditio sine qua non de la existencia de la ciencia metodológica. Es esa -y no otra- la relación basal que dicta la operatividad de la persona, en el plano específicamente metodológico. No es ocioso considerar que dichos procedimientos y medios metodológicos, al dominarse, se convierten en habilidades y hábitos metodológicos en la persona que los emplea.

A nuestro juicio, los aprendizajes susceptibles de sucederse en la persona pueden ser de naturaleza cognitiva y/o instrumental (Bermúdez & Rodríguez, 2009), o lo que es lo mismo, aprendizajes de conocimientos y/o de instrumentaciones (acciones y operaciones). Cuando del aprendizaje de las instrumentaciones se trata, entonces debemos focalizar el aprendizaje de las acciones y de operaciones, considerando la naturaleza psíquica del fenómeno que se aborda. Con ello deseamos advertir que, si tomamos como criterio de clasificación de las instrumentaciones la naturaleza psíquica de ellas, entonces bien pueden ser aquellas dividas en instrumentaciones conscientes e inconscientes. Las instrumentaciones inconscientes se ejecutan con un grado mínimo de regulación psíquica, en tanto las conscientes lo hacen en virtud de la autorregulación personal. No debe pasar inadvertido el énfasis que ponemos en que los fenómenos psíquicos inconscientes también están regulados psíquicamente. De esta manera, debe tomarse como premisa de nuestros razonamientos ulteriores que, como todo lo psíquico, las ejecuciones -instrumentaciones, operaciones, acciones, hábitos, habilidades- deben ser estudiadas bajo la égida de la relación de lo consciente y lo inconsciente. Así, hemos denominado operación a aquella instrumentación que se ejecuta en el plano inconsciente de lo psíquico, en tanto la acción, siendo en sí misma una instrumentación, lo hace en el plano consciente de lo psíquico. Lo conspicuo de estas ideas es que, en primer lugar, aun cuando las operaciones y acciones son de naturaleza psíquica instrumental, las primeras poseen un carácter inconsciente, en tanto las segundas son de naturaleza consciente. En segundo lugar, las operaciones no tienen relación con el conocimiento, debido a su carácter instrumental, mientras que las acciones, sí. En tercer lugar, cuando una operación resulta dominada, le denominamos hábito, mientras que la habilidad es la acción dominada. De esta manera, operación, acción, hábito y habilidad son una y la misma cosa, pues todas son instrumentaciones. La diferencia estriba en que el hábito, como operación dominada y la acción, como acción dominada, son, por su naturaleza psíquica, dialécticamente contrarias, a saber, de naturaleza inconsciente y consciente, respectivamente. Por último, de considerar lícito que el método pueda ser definido como acción, entonces el dominio de un método puede ser denominado habilidad metodológica (Bermúdez & Rodríguez, 2009) (Tabla 1).

Tabla 1 - Estructura y funcionamiento de las instrumentaciones psíquicas. 

I Instrumentación psíquica Plano de ejecución Nivel de dominio
Acción Consciente Habilidad
Operación Inconsciente Hábito

Ahora bien, ¿cómo es posible identificar el nivel de dominio de un método en función de los procedimientos y medios empleados?, ¿cómo podemos valorar cuán flexible es una persona en el uso de un método para el aprendizaje de un conocimiento o de una habilidad?

A nuestro modo de ver, la metodología como ciencia, tanto de la enseñanza como del aprendizaje, puede -y debe- ser estudiada bajo el enfoque personalista, entendiendo por ello que las personas que participan en el proceso pedagógico, a saber, el maestro y el alumno, son dos personas diferentes, cuya actuación se lleva a cabo en contextos distintos, con finalidades diferentes y con recursos psicológicos desiguales. Eso ha de promover la idea de que la evaluación debe tener lugar en dos direcciones: una de ellas debe focalizarse en la evaluación que ejerce el docente y, la otra, en la evaluación que ejerce el alumno (discente).

Basta señalar que el hecho de que ambos posean finalidades diferentes hará que sus evaluaciones estén pulsadas por objetivos bien distintos. En efecto, para nadie es un secreto que el estudiante configura su objetivo en virtud del aprendizaje de conocimientos e instrumentaciones, en tanto el docente lo hace a tenor de la dirección de aquel aprendizaje. De este modo, la evaluación del profesor no toma otro derrotero que no sea el de evaluar el aprendizaje que ha tenido lugar en su alumno, en tanto la evaluación del alumno pudiera focalizar, entre otras, la gestión de enseñanza del maestro, traducida en términos de dirección de ese aprendizaje. El aprendizaje -de conocimientos e instrumentaciones- es una cosa y, otra bien distinta, lo es la dirección que el maestro ejerce sobre aquel. Ello delimita con extrema precisión qué hace uno y qué hace otro, dentro del mismo contexto pedagógico, considerando lo pedagógico como contexto en el que tiene lugar la relación entre una persona que enseña y otra que aprende.

Para todo profesor, es indudable que una de sus funciones sea la de evaluar el proceso de aprendizaje del alumno, aun cuando prevalezcan diferentes criterios con relación a la dirección de la evaluación, al modo que se elige para evaluar y al momento preciso para hacerlo.

Así, cuando se aborda el concepto de evaluación, tendemos a constreñirlo a la valoración que realiza el profesor acerca de la gestión de aprendizaje del estudiante. Este hecho pedagógico aparentemente inocuo es el resultado del enfoque que ha prevalecido en la enseñanza tradicional, con arreglo al cual se preconiza la figura del profesor, subvalorándose las posibilidades valorativas del estudiante. Cuando nos referimos a este tipo de evaluación, pensamos que esta valoración va encaminada en una sola dimensión, es decir, a la valoración que realiza el profesor del aprendizaje que ha tenido lugar en el alumno. Sin embargo, la aplicación consecuente del enfoque personalista dicta que la evaluación que hace el profesor debe también recaer sobre sí mismo, hecho que se conoce como autoevaluación.

El profesor, aunque no se lo proponga conscientemente, siempre realiza una autoevaluación de su propia gestión de enseñanza, lo cual estará en dependencia de sus posibilidades metacognitivas. Ello denota que mientras el docente se conoce más a sí mismo, menos distorsionada será la imagen que de sí tenga con respecto a su gestión de enseñanza. No nos dejemos engañar; el docente siempre construirá -como persona-- un juicio (valorativo) acerca de sí, en este caso, acerca de la calidad de su ejecución profesional en clase, que ha de incluir aquellos aspectos que debe superar o perfeccionar, bajo condiciones ulteriores de enseñanza.

La autoevaluación ha de trascender el desempeño en un momento específico de su gestión de enseñanza. Esta autovaloración puede brindar, desde el punto de vista metacognitivo, determinadas posibilidades de superación para el profesor. Digamos, el docente puede reflexionar acerca de sus potencialidades con respecto a la tarea que va a enfrentar como profesional en el contexto dado, acerca de los recursos con los que ha de contar para poderla ejecutar y cuáles de ellos debería no perder de vista en función de su perfeccionamiento.

Desde este punto de vista, la autovaloración del desempeño profesional docente puede ser abordada en su doble función, tanto valorativa como reguladora, por lo que están comprometidos objetivos a más largo alcance y expectativas sucesivas del profesor con respecto a su actuación profesional, configurados en sus propósitos, planes y proyectos que van a orientar su actuación concreta como docente, en dependencia de las posibilidades personales con las que cuenta para instrumentar dichos propósitos, planes y proyectos. Por todo ello, hacemos énfasis en el hecho de que el profesor, como persona, debe tratar de elevar el conocimiento de sí mismo, pues solo así podría formar y transformar la personalidad de sus estudiantes, transformándose simultáneamente a sí mismo. El filósofo griego Sócrates no estaba al margen de ello, al decir que “no existe actividad más fructífera que el conocimiento de sí mismo”.

Querámoslo o no, cualquier proceso de transformación personal, ora en el plano docente ora en el plano discente, descansa en el aspecto metacognitivo de la persona, tanto en el sentido cognitivo propiamente dicho como en el sentido instrumental-metodológico. En otras palabras, el tener conocimiento de sus conocimientos y de sus instrumentaciones para resolver las múltiples tareas que cada vez enfrenta, permite al docente ser una persona cuyo ejercicio profesional descuella por su elevado grado de concientización. O sea, el saber qué hacemos, cómo lo hacemos, qué falta aún para mejorar los procedimientos metodológicos necesarios en la dirección del aprendizaje del estudiante, qué métodos dominamos en la consecución de nuestros objetivos de enseñanza, qué procedimientos y medios nos hacen más competentes en el ejercicio profesional y con qué condiciones personales en general contamos para llevar a cabo nuestra gestión, son algunos de los aspectos indiscutibles que establecen los pivotes alrededor de los que gira toda esta actividad y comunicación profesional. Quién soy ahora mismo como profesional y cuál es la brecha por seguir, son preguntas de rigor que no pueden quedar sosegadas en el tintero de una carrera.

Por otra parte, ¿hacia dónde va dirigida la evaluación que realiza el discente? Si nos amparamos en la misma lógica que en el análisis realizado con relación a la evaluación del profesor, podemos deducir que el alumno también realiza una evaluación de la gestión de su profesor. En la medida en que un alumno es capaz de distinguir cuáles son los aspectos positivos, negativos o relevantes que han caracterizado una clase determinada, intencional o espontáneamente está evaluando, a través de estos aspectos, la gestión del profesor. De esta evaluación, muchas veces depende el modelo o ideal que el alumno configura para imitar a un determinado profesor o para rechazar a otro, cuya ejecución se contrapone a la del primero.

No cabe duda de que el discente también se autoevalúa. Lo que ocurre, generalmente, es que el profesor muy pocas veces tiene en cuenta el criterio valorativo de sus alumnos acerca de su propia gestión de aprendizaje.

Esto tiene sus orígenes en la subvaloración de la figura del alumno y en la sobrevaloración de la actuación del maestro, como hemos referido anteriormente. El alumno puede ser capaz de valorar metacognitivamente aquello que aprendió y cómo lo aprendió. El profesor muchas veces obvia esta información que brinda el alumno, tildándola de poco objetiva o sobrevalorada. Lo que realmente sucede es que para que la autoevaluación de su propia gestión de aprendizaje sea lo más objetiva posible, es necesario que el alumno reciba cierto entrenamiento, en el que el profesor le propicie determinados instrumentos y criterios (como unidades de medida valorativas) que se correspondan con la instrumentación de la tarea previamente concebida por el profesor.

Cuando el profesor le pregunta a un alumno: ¿cómo realizaste la tarea?, ¿con qué medios contaste para realizarla?, ¿qué pasos seguiste?, el alumno generalmente no es capaz de concientizar su propia ejecución porque este entrenamiento metacognitivo requiere de un código o criterios en función de indicadores que sean comunes, tanto para el profesor como para el alumno. Frecuentemente, esto no se tiene en cuenta por el profesor, el cual formula objetivos instrumentales a cumplir por el alumno, que, para este, dicho objetivo representa una instrumentación totalmente diferente a la concebida por el profesor, es decir, el profesor exige un tipo de ejecución mientras que el alumno entiende otra. Esto tiene lugar porque el estudiante no domina cuáles son aquellas invariantes estructurales que él debe ejecutar bajo un orden cardinalmente estricto y que conforman la instrumentación que ha considerado el profesor. ¿Dónde está la relevancia de lo dicho?

No es difícil advertir que en los Planes y Programas de estudios universitarios se hayan registrados objetivos instructivos y educativos, a conseguir por el estudiante. Sin embargo, esto promueve una problemática notable, con arreglo a la cual la implementación metodológica de ellos resulta peliaguda. Por un lado, el callejón sin salida a pocos pasos se advierte cuando se trata de la educación constreñida en un objetivo y, por otro, se impone desafiante la estructura misma de las instrumentaciones que deben ser aprendidas y que, generalmente, no están previstas en los diseños curriculares. Sin detenernos demás en el problema educativo y su relación con los objetivos y asumiendo como premisa del razonamiento que todo objetivo ha de ser susceptible de ser medido, entonces que el investigador más avezado indique cómo podría ser mensurado lo educativo promovido por un objetivo de igual naturaleza a conseguir.

Eso condujo lógicamente a que negáramos la probabilidad de formular objetivos educativos y propusiéramos la identificación de objetivos instrumentales, entendiendo por ello la representación anticipada que el alumno debe tener del resultado que debe ser alcanzado, en términos de instrumentaciones, hechos psíquicos que sí son susceptibles de medir. En otras palabras, debe considerarse no tanto el conocimiento a aprender como las instrumentaciones que permiten la construcción de ese conocimiento. Querámoslo o no, esto se vuelve el punto más álgido del análisis en el que la estructura de cada instrumentación se erige en la conditio sine qua non del aprendizaje instrumental. De llamarnos a engaño, las frases aprender a aprender o aprender a pensar se vuelven vacuas y vacías y el estudiante solo aprende lo que en otras ocasiones hemos denominado, partiendo de la psicología instrumental, cadenas verbales.

Dicho esto, no podemos más que identificar las instrumentaciones -acciones- que se contienen en otras instrumentaciones -acciones-- de mayor grado de generalidad (tabla 2). Lo relevante está, de acuerdo con el objetivo de este artículo, en que debe ser sometida a evaluación cada una de las instrumentaciones que se halla registrada en la formulación de los objetivos.

Es plausible la idea que apunta a la autoevaluación que hace el alumno de sus propias habilidades, en función de sus objetivos mediatos, producto de la reflexión consciente de la cual no está exento. Es por ello por lo que valora lo que aprende en función de la utilidad que ello le reporta, desde su parcialidad psíquica o desde los recursos personales con los que cuenta para construir lo aprendido. Esta valoración que de sí mismo hace lo impele a encontrar una cierta correspondencia entre lo aprendido ahora y aquello que ya poseía desde el punto de vista cognitivo-instrumental y lo que aún necesita construir y hacer verdaderamente suyo.

Dentro de todas las dimensiones que se pueden derivar en la evaluación que realizan, tanto el profesor como el alumno, debe existir una cierta congruencia, la cual propiciará el incremento de la efectividad del proceso evaluativo. Así, por ejemplo, tenderá a la objetividad aquella evaluación que de la gestión del alumno realiza el profesor, si esta se corresponde en mayor medida con la autoevaluación que de su propia gestión de aprendizaje realiza el alumno. Lo mismo sucede con la autoevaluación que, de su gestión de enseñanza, realiza el profesor. De la correspondencia en que se halle la evaluación que de su desempeño profesional hacen sus alumnos, dependerá la mayor o menor objetividad de aquella. Lo expuesto hasta aquí lo hemos estructurado en forma de esquema para auxiliar la mejor comprensión del texto (Fig. 1).

Hasta el momento, hemos hecho referencia a la doble direccionalidad que tiene siempre la evaluación, pero es preciso esclarecer su contenido. Esto nos aboca necesariamente a otros cuestionamientos que aún reposan en el tintero, a saber, ¿qué se debe evaluar de la gestión de aprendizaje? y ¿cuál es el momento oportuno para hacerlo?

Según las posiciones teóricas advertidas en la literatura especializada, se perfilan tres tendencias acerca del contenido y el momento de la evaluación.

La primera se sostiene por aquellos que son partidarios de la evaluación terminal, es decir, de la evaluación del resultado o del producto acabado; la segunda defiende la evaluación procesal o el seguimiento del proceso de obtención del resultado esperado, mientras la tercera variante considera legítimas las dos formas de evaluación anteriormente señaladas. Nosotros nos adscribimos al tercer criterio, pues, a nuestro modo de ver, tanto el primer tipo de evaluación como el segundo deben efectuarse a través de determinados indicadores -ítems-- que reflejen lo más fielmente posible lo manifiesto del proceso o del resultado a evaluar.

Lo relevante aquí estriba en que todo el transcurso del aprendizaje instrumental debe ser igualmente evaluado y, en consecuencia, retroalimentado, tal cual dicta la psicología behaviorista bajo el principio de retroalimentación inmediata, formulado por el psicólogo norteamericano B.F.Skinner. De no retroalimentar el grado de dominio de una instrumentación dada, es poco probable que el estudiante corrija sus errores en el aprendizaje de aquella y logre ejercitarla bajo la frecuencia y periodicidad pertinentes, de acuerdo con el grado de concientización exigido para alcanzar su mayor grado dominio: la habilidad (Tabla 3).

A propósito, este principio de la inmediatez de la retroalimentación es también una de las razones por la que las calificaciones deben emitirse al estudiante lo más inmediato posible, pues el proceso de aprendizaje así lo exige. Todo ello implica que las calificaciones no han de entregarse aisladas de los señalamientos a los errores cometidos. Solo así, pueden ser corregidos y aprendidos correctamente, en ese corto espacio de tiempo.

Prestamos atención, una vez más, a que no solo se trata de la retroalimentación que el alumno recibe en forma de calificación, sino también de su inmediatez. Alargar el tiempo que media entre lo que se aprende y la retroalimentación de la calidad del proceso de aprendizaje, es razón suficiente para que en el estudiante se produzcan nuevas conexiones y el objeto de aprendizaje sometido a evaluación quede atenuado o eliminado por ellas.

El seleccionar un indicador, debe hacerse con la mayor precisión posible, de manera que oriente de la forma más acabada tanto al profesor como al alumno. ¿Cómo lograrlo? La identificación de los indicadores con los que se habrá de operar no debe obviar, bajo ningún concepto, que estos deban responder a la misma naturaleza del fenómeno que se estudia. Estos indicadores constituyen en sí los criterios valorativos que nos permitirán realizar la evaluación pertinente.

La instrumentación para hallar estos indicadores nos obliga a remitirnos a la identificación de aquellos aspectos necesarios e imprescindibles, es decir, esenciales, que deben ser ejecutados por el alumno, en este caso, en el proceso de aprendizaje de un determinado conocimiento o instrumentación. ¿Cómo es posible determinar estas invariantes estructurales y sus correspondientes indicadores?

Para ejecutar cualquier actuación, se hace necesario hacerlo mediante determinadas acciones y operaciones. La no realización de tales instrumentaciones implicaría que no tendría lugar dicha actuación. La identificación de estas invariantes podría ocurrir a partir de la aplicación del criterio de expertos, como método de investigación pertinente en estos casos. Se infiere que el profesor se constituya en un experto de las instrumentaciones que enseña, por lo que podrá determinar las invariantes estructurales que correspondan a cada instrumentación que se persigue sistematizar y convertir en habilidad o hábito, en el alumno.

Pongamos por caso que queremos lograr como habilidad -acción plenamente dominada, según Bermúdez & Rodríguez (2019a)--, en nuestros alumnos, la instrumentación resumir (un texto), asumida ahora convenientemente como acción. Dicha acción consta de tres invariantes estructurales que el alumno deberá ejecutar bajo el siguiente orden irrestricto:

  1. Analizar el texto, mediante su lectura.

  2. Identificar las ideas esenciales del texto.

  3. Jerarquizar las ideas esenciales identificadas.

Una vez que el profesor ha identificado las invariantes estructurales de la instrumentación que desea evaluar, procederá a caracterizar los niveles de dominio de las invariantes estructurales que la conforman.

Para el análisis de los resultados, se precisa de una escala valorativa, en forma de Tabla de Contingencias o de Doble Entrada, donde las columnas de la izquierda registren todas las invariantes estructurales que componen la instrumentación a evaluar y, las filas, registren los diferentes niveles de dominio de la instrumentación dada, que pueden oscilar desde un nivel Muy Bajo hasta un nivel Muy Alto .

Fig. 1 - Evaluación de la gestión de enseñanza y de aprendizaje. 

Es provechoso a estas alturas considerar el instrumento de evaluación de la gestión docente (Tabla 2), elaborado por la Vicerrectoría de Formación Académica de la Universidad de Guayaquil, aun cuando los ítems referidos son susceptibles de una mayor concreción y de organizarse bajo el orden pertinente a la actividad profesional que se desempeña.

Tómese, a modo de ejemplo de lo esbozado, el hecho de que el ítem 05 ocupa un lugar prematuro, dentro del conjunto de criterios que se expone. Ud. no debe solicitar información sobre las referencias bibliográficas de una clase, antes de haber abordado las problemáticas de su estructura. Aun cuando no nos hayamos dado cuenta de que el orden es la primera ley del cielo, como lo promulga el filósofo chino Lao Tsé, nada en el sentido científico absoluto puede ser colocado festinadamente. Eso es propio de la empiria, mas no del registro estricto de los hechos.

¿Acaso el ítem 03 no aborda el mismo contenido que el 08?, ¿cómo podría hacerse evidente la existencia y seguimiento del syllabus y el Plan o programa analítico, si no es a través de la definición y cumplimiento de los temas y contenidos presentados en los sílabos y el plan o programa analítico? ¿Cómo hacer susceptible a la evaluación la promoción de las relaciones de cordialidad y respeto con y entre los estudiantes?, ¿no son por acaso las relaciones de cordialidad y respeto (ítem 15) una dimensión que requiere del desglose indicativo? En efecto, ¡para medir un indicador, es necesario que el ítem traduzca la conducta comportamentalmente expresada! Solo puede medirse la conducta observable; de ahí el método de investigación cimero del conductismo: la observación externa, cosa en la que, por cierto, no resultaron rigurosamente consecuentes los investigadores norteamericanos Mayer y Bloom, al apuntar a los denominados objetivos de aprendizaje.

Al hablar de relaciones de cordialidad y respeto, resulta imprescindible que dichos valores se traduzcan en conductas susceptibles de ser mensuradas, pues estas relaciones, por mucho que lo intentemos, solo sugieren comportamientos, no lo indican.

Las preguntas de rigor no se hacen esperar: ¿cuándo estamos frente a una relación cordial y de respeto?, ¿podría darse el caso de que, por diferencia cultural, lo que para uno es una relación de cordialidad y respeto para otro no lo sea?, ¿se expresan igualmente las relaciones de cordialidad y respeto entre los japoneses que entre los latinos? Una escala valorativa, como cualquier otro instrumento de investigación, no puede quedar al margen de todas estas problemáticas sociológicas, psicológicas, metodológicas o de otra índole, al tiempo que todo lo que ha de estar sujeto a medición tiene que ser objetivamente indicado, de modo que dependa, lo menos posible, de la subjetividad del investigador, de la cual es poco probable escapar.

Y, por último, para no detenernos más en estos detalles, por falta de espacio. Observemos el ítem 07. ¿Será que las dudas se absuelven, como los pecados, o se aclaran, como resulta a bien con los estudiantes? El mal uso del idioma puede jugarnos una mala pasada, sobre todo, en lo que a ciencias sociales concierne.

Tabla 2 - Criterios de evaluación de la gestión docente. 

Criterios de evaluación 5 4 3 2 1
1 Evidencia conocimiento actualizado de los temas tratados durante la impartición de clases.
2 Vincula los conocimientos de la asignatura con otras asignaturas afines.
3 Evidencia existencia y seguimiento del sílabo y el plan o programa analítico.
4 Concibe en el plan o programa analítico el trabajo autónomo y colaborativo.
5 La bibliografía sugerida corresponde a los contenidos definidos en el programa.
6 Hace uso de los recursos didácticos y/o tecnológicos para el desarrollo de las actividades de enseñanza-aprendizaje.
7 Absuelve las dudas y responde las interrogantes de los estudiantes durante las clases.
8 Define y cumple con los temas y contenidos presentados en los sílabos y el plan o programa analítico al inicio del curso.
9 Parte de las experiencias y conocimiento previos de los estudiantes al desarrollar la clase, relaciona los contenidos tratados y los nuevos.
10 Incorpora acciones y argumentos que conducen al estudiante, al análisis y la reflexión del conocimiento para la consolidación del aprendizaje.
11 Realiza un resumen de los principales contenidos impartidos durante la jornada de clase.
12 Las actividades de evaluación guardan relación con los resultados de aprendizaje de la asignatura y tienen características diversas, idóneas e integradoras.
13 Propicia la realización de actividades de control y valoración individual, por parejas o colectivas de los estudiantes. (autoevaluación y coevaluación).
14 Explica con claridad la realización de actividades de control y valoración individual, por parejas o colectivas de los estudiantes (autoevaluación y coevaluación) y las mismas guardan correspondencia con las establecidas en el sílabo.
15 Promueve relaciones de cordialidad y respeto con y entre los estudiantes.
16 Actúa bajo los valores y principios institucionales basados en la ética (como, por ejemplo: puntualidad, pulcritud, integridad, responsabilidad, iniciativa, identidad institucional, valores humanos).

Al determinar los indicadores que nos permitan definir los niveles de dominio que caracterizan la ejecución del estudiante, estos han de corresponderse con el tipo de instrumentación seleccionada. Digamos, los indicadores pueden expresarse en función del grado de independencia mostrado en la ejecución, de la rapidez con que la ejecuta, de la cantidad de errores que el estudiante comete durante la ejecución y/o del número de repeticiones que realiza antes de obtener el resultado que se espera, entre otros.

Para ejemplificar el modo de proceder con dicha escala, recurriremos a la instrumentación resumir un texto (Tabla 3).

Como se puede apreciar, con esta escala se puede lograr un diagnóstico diferenciado de cada invariante estructural, precisando el nivel de dominio por el cual atraviesa, implicando un alto grado de objetividad y rigurosidad científica en la evaluación. Toda vez que queda conformada esta tabla para cada instrumentación a aprender, podemos evaluar una cantidad considerablemente ostensible de alumnos por su fácil aplicabilidad (contrastar la ejecución que realiza el alumno con los indicadores reflejados en la tabla) para lo cual debe marcarse con una cruz, en una hoja personal asignada a cada alumno, el estado en que se encuentra su instrumentación, como lo muestra la hoja de registro que presentamos en la tabla 4. Esta tabla ofrece la posibilidad de que el alumno pueda compartir estos indicadores con el profesor, por lo que el criterio o código de evaluación de la ejecución debe ser común para ambos.

Dos alumnos podrán realizar la misma ejecución y, por lo tanto, cumplir con el objetivo discente planteado para la clase; sin embargo, uno ejecuta la instrumentación con mucha dificultad, manifestándose un nivel de dominio bajo de su ejecución y el otro puede ejecutarla con mucha mayor eficiencia, con un nivel de dominio alto. El nivel de dominio no será un criterio existencial del fenómeno, en este caso, de una instrumentación concreta, sino un criterio funcional, con respecto a la calidad del funcionamiento instrumental. Si en lugar de plantearnos discriminar niveles de dominio en una ejecución, nos contentásemos con la presencia de la instrumentación en el alumno, es decir, logra realizar la ejecución o no la logra, partiríamos sólo de un criterio existencial y, por ende, perderíamos la riqueza y objetividad que al proceso de evaluación concierne.

Tabla 3 - Descripción de los niveles de dominio de la instrumentación Resumir. 

Escala analítico-sintética
Instrumentación: Resumir
Niveles de dominio de la instrumentación
Invariantes estructurales Muy bajo Bajo Medio Alto Muy alto
Analizar el texto, mediante su lectura Leer más de dos veces el texto y de 50 a 100 palabras por minuto Leer más de dos veces el texto y de 125 a 150 palabras por minuto Realiza una segunda lectura y de 200 palabras por minuto Realiza una única lectura y de 150 a 300 palabras por minuto Realiza una sola lectura y de 200 a 300 palabras en un minuto
Identificar las ideas esenciales Cuando todos los elementos que aparecen son superfluos Cuando hay algún elemento necesario y el resto son elementos superfluos Cuando hay proporción entre los elementos necesarios y superfluos Cuando todos los elementos que aparecen son necesarios, pero faltan otros Cuando la idea formulada sintetiza todos los elementos para la comprensión del texto
Jerarquizar las ideas identificadas Los elementos que aparecen no tienen relación entre sí Al menos dos elementos se hayan en relación de subordinación Hay proporción entre los elementos que se subordinan y los que no Al menos un elemento no ocupa su lugar en el nivel de subordinación Subordinación estrictamente lógica entre todos los elementos

Tabla 4 Valoración de los niveles de dominio de la instrumentación Resumir. 

Alumno: __________________________________________ Fecha: _____________
Escala analítico-sintética
Instrumentación: Resumir
Niveles de dominio de la instrumentación
Invariantes estructurales Muy bajo Bajo Medio Alto Muy alto
Analizar el texto, mediante su lectura X
Identificar las ideas esenciales X
Jerarquizar las ideas identificadas X

Como profesores, no debemos conformarnos con que el alumno aprenda a realizar una determinada ejecución, sino que dicha ejecución tenga la calidad requerida. Tampoco es deseado que el alumno aprenda a realizar, con cierto nivel de dominio, determinadas operaciones -o acciones-- aisladas de una ejecución, pues la instrumentación general no sería jamás dominada.

Desde el punto de vista metacognitivo, es conveniente que el alumno posea una tabla que le ayude a concientizar cómo transcurre en él el proceso de ejecución de una instrumentación, en aras de construir un conocimiento dado. Esto lo iniciará en el entrenamiento de lograr el conocimiento de sí mismo, de su autovaloración, así como en la planificación -organización-- de su ejecución, en función de una autoevaluación adecuada, en la que haya correspondencia entre su nivel de aspiración y las posibilidades con las que realmente cuenta.

Ahora bien, una vez que tengamos los indicadores que nos ayudarán a evaluar con mayor objetividad al estudiante y, al mismo tiempo, a que este se autoevalúe, se hace necesario traducir esos indicadores en un código de calificación, tal cual lo habíamos esbozado más arriba.

¿Qué entender por código de calificación? Cuando se trata de calificar u otorgar un valor a una determinada manifestación de un fenómeno, esto nos hace remitirnos al concepto de medición, pues para otorgar un valor es necesario comparar dicha manifestación con una unidad de medida. Así, podrían servirnos como ejemplo los tests que miden el coeficiente de inteligencia (IQ) en valores numéricos.

Reflexionemos por un momento en la posibilidad de identificar, con exactitud numérica, cuánto conocimiento o habilidad posee una persona en comparación con otra. En otras palabras, ¿cuál es la unidad de medida de un conocimiento o de una habilidad?

El conocimiento o la habilidad son fenómenos de naturaleza psíquica, relativos al subsistema de autorregulación cognitivo-instrumental de la personalidad y, como todo fenómeno psíquico, en sí mismos no son mensurables. Sin embargo, a la hora de evaluar al alumno le otorgamos calificaciones que llegan, incluso, al orden de las décimas y las centésimas. ¿Cuál será entonces el criterio por seguir para otorgar este tipo de calificación?

A la hora de realizar evaluaciones en torno a la calidad de una determinada ejecución o conocimiento logrado por el alumno, nos debemos apoyar en términos estrictamente valorativos acerca del grado de funcionalidad o aplicabilidad de ese conocimiento, la posibilidad que tiene el alumno de generalizar una instrumentación dada a diferentes conocimientos de distintos grados de complejidad.

El profesor tendrá la oportunidad de comparar cuán adecuada es la ejecución de un estudiante con respecto al modelo ofrecido y la evaluación estará en dependencia del grado de adecuación de la ejecución con respecto al modelo o patrón.

La tabla propuesta por nosotros, con los correspondientes niveles de dominio, pudiera traducirse a un código de calificación aproximado, siempre con la salvedad de que, como toda valoración, tendrá un carácter subjetivo.

  1. Sobre el carácter subjetivo de la evaluación

La idea principal que se destaca en este epígrafe del artículo sostiene la idea de que un código de calificación siempre será más imperfecto que la evaluación que lo sustenta. En efecto, el código es un producto subjetivo del investigador, quien trata vehementemente de hallar la mayor correspondencia entre la descripción de los ítems y la calificación que se le otorga a cada uno de ellos. Lamentablemente, es este un riesgo metodológico-investigativo que ineluctablemente aparece en toda investigación de sesgo social. Debido a que el objeto de estudio es la persona y quien investiga es también una persona, la parcialidad de lo psíquico no puede ser obviada. Esto hace pensar que, siempre que se produzca un proceso de evaluación, la subjetividad del evaluador estará sutil o abiertamente fisgoneando la realidad que se evalúa. Que nadie se llame a engaño; por mucho que el investigador pretenda restar la implicación de su subjetividad en el hecho evaluativo, lo cierto es que su presencia estará irremediablemente convocada, sesgando la más de las veces los resultados valorativos que se obtienen.

Esta es la razón fundamental de la construcción de las rúbricas de evaluación, de la elaboración de los códigos de calificación que no necesariamente se toman como pivote estricto en el análisis de lo que se evalúa ni en los resultados que se adjudican.

En consecuencia, solo nos resta, en calidad de docentes, valorar la gestión de aprendizaje en virtud de determinados indicadores o ítems, de la correspondencia con la naturaleza misma de la ejecución, su grado de adecuación a un determinado modelo, sin obviar que la ejecución “en sí” no podrá ser ni medida ni mucho menos cuantificada.

Conclusiones

Lejos de adjudicar efectividad en sí misma a lo que no lo tiene, como al método y sus correspondientes procedimientos y medios metodológicos, tal cual lo hace la didáctica, por epicentro de cualquier análisis metodológico debe asumirse a la persona que lo usa, en la obtención de un resultado.

La evaluación -y autoevaluación-- de cualquier gestión -profesional o estudiantil- debe su efectividad predominantemente al conocimiento más fidedigno que la persona tenga sobre sí misma.

La gestión de aprendizaje -o de enseñanza- debe ser evaluado en función de un sistema de indicadores, configurado a modo de código de calificación. Eso atenuará el rol de la subjetividad o de la parcialidad en el proceso evaluativo.

Ni el conocimiento ni la habilidad, por el hecho de ser fenómenos de naturaleza psíquica, podrán ser medidos objetivamente ni mucho menos cuantificados.

Referencias bibliográficas

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Recibido: 08 de Noviembre de 2020; Aprobado: 27 de Enero de 2021

*Autor para correspondencia. E-mail: rbsarguera@gmail.com

Los autores declaran no tener conflictos de intereses.

Los autores han participado en la redacción del trabajo y análisis de los documentos.

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