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Revista Estudios del Desarrollo Social: Cuba y América Latina

versión On-line ISSN 2308-0132

Estudios del Desarrollo Social vol.8 no.1 La Habana ene.-abr. 2020  Epub 14-Abr-2020

 

Artículo Original

Educación y prácticas ético-normativas en la cultura auténtica. Referentes para una comprensión de la infancia como sujeto de derecho

Education and Ethical and Normative Practices in Genuine Culture - Referents for Considering Children to Be Legal Subjects

Marybexy Calcerrada Gutiérrez1  * 
http://orcid.org/0000-0003-2044-9983

Vladimir Pita Simón1 
http://orcid.org/0000-0002-7161-2998

1Universidad de Holguín, Cuba.

RESUMEN

El artículo aborda aspectos sustantivos de la concepción de la cultura auténtica en alternancia con la cultura de dominación, desde categorías y criterios como la autonomía, la libertad y el bien común en la dirección de la infancia como sujeto de derecho. Conceptualmente, adopta referentes en el orden histórico-teórico respecto a la perspectiva de la cultura humanística y la filosofía de la educación y el derecho, fundamentos que metodológicamente se articulan con valoraciones críticas derivadas de resultados empíricos en relación con las prácticas ético-normativas en la educación infantil. El objetivo de esta propuesta es ofrecer pautas encaminadas a la armonización, en un marco de relaciones de autoridad correspondiente a la edad infantil, entre las exigencias de heteronomía y autonomía. Como valor añadido se integra la dimensión política, poco sistematizada, de la concepción del niño como sujeto de derecho.

Palabras clave: cultura; derecho; educación; infancia; política

ABSTRACT

This paper deals with such fundamental aspects of the conception of genuine culture as opposed to domination culture as autonomy, freedom and the common good, when raising children considering them to be legal subjects. Historical and theoretical concepts from cultural humanism and philosophy of education and law are used. Ethical and normative practices in childhood education are critically analyzed. This paper is aimed at suggesting a way of balancing heteronomy and autonomy when raising children. Considering children to be legal subjects is novel.

Keywords: culture; law; education; childhood; politics

A MODO DE INTRODUCCIÓN

El valor de las prácticas discursivas y la sistematización de experiencias fueron ejes cardinales de pensadores ilustrados tan distantes como el empirista inglés del siglo xvii John Locke, y constituyeron un soporte central de los fundamentos de la educación que se desarrolló particularmente a partir de esta etapa.

Es muy común que los niños admitan en su mente ciertas proposiciones de sus padres, de sus nodrizas o de las personas que los rodean, proposiciones que, una vez inculcadas en sus desprevenidos e inocentes entendimientos, y allí, poco a poco, fuertemente impresas, acaban por fijarse (con independencia de que sean verdaderas o falsas) de una manera tan firme, gracias al hábito y la educación, que no es ya posible desarraigarlas. […] Las consideran como modelos o árbitros soberanos e infalibles de la verdad y de la falsedad, y como jueces supremos ante quienes se debe apelar en toda clase de controversias. (Locke, 1980, s/p)

En esos ejes se basan ideas referenciales para el análisis de cómo se instituyen saberes, cómo se legitima la autoridad, cómo se categorizan a las personas a partir de las nociones de verdad. Hay una normalización establecida sobre la base de la socialización cultural a través de principios y contextos de expresión entre los que figuran la justicia y la propia educación; con sus instituciones correspondientes. Forman un marco de comprensión de la propuesta que aquí se expone, en correlación con la comprensión de la auténtica cultura y soportan la valoración en la pedagogía infantil de prácticas en tanto auténtica cultura o su reverso: culturas de dominación que representan seudoculturas.

La formación de un sujeto autónomo, habilitado para la elección de decisiones responsables respecto a sí mismo y los otros, incluido en este último caso la vida incorpórea a lo humano, es consustancial a la educación. Este es un proceso creacional que ha de conducir de modo gradual al emplazamiento y moderación de las formas instintivas, expresiones desinhibidas y pulsiones egocéntricas, por conductas orientadas a la articulación coherente entre las necesidades propias y la de otros, favorecedoras de una adaptación social armónica. Sin despreciar las iniciativas personales que expresan la singularidad de los individuos desde su más temprana infancia, esa transformación de lo natural a lo social en la construcción del sujeto recibe la mediación de la cultura.

Entre los otros y el propio sujeto intervienen patrones que sintetizan reglas de funcionamiento arquetípicas, no cuestionadas por su recurrencia, aunque reproduzcan relaciones arbitrarias. Tal es el caso de formas sutiles de violencia (como las psicológicas) sustentadas en la legitimidad que ofrecen estructuras de autoridad sobre la base de, por ejemplo, las diferencias generacionales. Tales expresiones de violencia muchas veces no se interpelan ni se identifican como tales. Forman parte de un acuerdo tácito, cuya legitimidad informal tiende a privatizar la experiencia y el daño queda impune. Estas manifestaciones constituyen la concreción de la expropiación de derechos fundamentales durante la infancia. De ahí que se haga necesario una reflexión respecto a mecanismos que han contribuido a la invisibilidad de ciertos tipos de violencia, como génesis del deslinde de algunos ámbitos de la educación infantil de la regulación jurídica y política. La consigna emblemática de las feministas de los años setenta del siglo pasado, «lo personal es político», constituye un referente por extensión para el análisis respecto a los niños.

En términos generales, el marco referencial de esta propuesta adopta de manera crítica contribuciones del liberalismo democrático, no sin desconocer sus limitaciones y riesgos. Asimismo, adopta la concepción de auténtica cultura que presupone el sentido comunitario del bien sobre la base de la articulación de libertad, igualdad de oportunidades, justicia. Además se tienen en cuenta aportes de teorías críticas como las de los integrantes de la Escuela de Frankfurt y el pensamiento feminista.

Entre los ejes centrales de este análisis se concederá interés a la génesis histórica de la construcción de ciudadanía, parte de los propósitos de la educación que ponderó al hombre adulto (hombre como género masculino). Este sesgo patriarcal constituye el principio de la exclusión ‒en ámbitos sustantivos como la política y la ley, contextos instituyentes de la cultura‒ de procesos humanos como experiencias infantiles, familiares, vivencias, entre otras expresiones de la esfera emocional, destinadas a lo privado.

Igualmente, respecto a la educación, se fundamenta la estimulación de la autonomía, reconocida como importante línea de trabajo cultural en el contexto cubano (Acanda et al., 1997, p. 85). Esta tradición proviene, en lo fundamental, de finales del siglo xviii por el pensamiento electivo, representada por figuras como José Agustín Caballero, cuyo magisterio iluminista encuentra eco en figuras como Félix Varela, José de la Luz y Caballero y José Martí.

El sentido fundamental de la reflexión que aquí se expone es propiciar un análisis crítico, desde lo auténticamente cultural, respecto a prácticas genealógicas en contextos de socialización correspondiente a las primeras etapas del desarrollo humano en relación con la condición de los niños como sujetos de derecho.

1. CULTURA AUTÉNTICA FRENTE A CULTURA DE DOMINACIÓN (SEUDOCULTURA)

Por las limitaciones en extensión que exige un trabajo de este tipo no es posible abarcar el amplio recorrido histórico-teórico que ha fundamentado la teoría de la cultura. En la consecución del objetivo que nos ocupa seleccionamos contribuciones sustanciales que, respecto a la cultura en el orden humanístico, constituyen producciones icónicas, como la paideia griega, la bildung alemana y la Escuela de Frankfurt.

La paideia representó una importante contribución de la Grecia antigua a la concepción de cultura. El sólido estudio realizado por el alemán Werner Jaeger (2011) revela que la idea ascendente de la paideia griega, cristalizada en el siglo iv a. d. C., consiste en la base educativa para el desarrollo en todos los hombres de un carácter verdaderamente humano. La educación como dimensión central de la cultura se reconocía directamente ligada a otra: la normativa. El connotado investigador alemán sintetiza respecto a esta relación que «toda educación es el producto de la conciencia viva de una norma que rige una comunidad humana» (Jaeger, 2011, p. 4). De aquí derivan dos expresiones claves de la cultura: la educación y la dimensión normativa respecto al sentido comunitario de las relaciones humanas.

La impronta de la paideia griega trasciende la concepción moderna de cultura asociada al concepto alemán de bildung y al de civilización, este último utilizado en Francia como equivalente de cultura en los siglos xviii y xix. Respecto al primero, el francés Víctor Hell destaca como aporte:

La bildung constituye uno de los elementos esenciales en la evolución de la idea de cultura; la formación intelectual, estética y moral del hombre expresada en la idea de totalidad humana condicionada por la transformación de los Estados y de las relaciones de soberanía, en función de la exigencia de libertad, y sobre todo de un proceso de educación en el sentido amplio del término, que acompaña la evolución del hombre para formarlo, no como ser aislado sino como sujeto consciente, enlazado al mundo mediante una triple relación fundamental que lo une, respectivamente a la naturaleza, al otro -a la sociedad, a la humanidad entera- y a los dioses o a lo divino. (Hell, 1986, pp. 86-87)

En contrapartida, la cultura de dominación o seudocultura ha sido explicada de modo sistemático por la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, aunque no se desconoce que la teoría de la cultura de dominación se fue construyendo a lo largo de la historia. Vale destacar que expresiones de dominación cultural se identifican desde la antigüedad a través de diferentes contextos, principalmente el normativo, que a su vez supone el ámbito familiar y escolar. Platón expresaba en La república «lo justo es siempre lo mismo, lo que conviene al más fuerte» (Platón, 2010, p. 14).

La dimensión normativa, que ya ha sido fundamentada como contexto cultural, resultaba del arbitrio de los que promulgaban el poder. Precisamente aquellas tareas de la cultura que explicitan la dominación y la hegemonía son filosofías de la pseudocultura o cultura de dominación.

En suma, la cultura auténtica implica contextos como la educación y la dimensión normativa sobre la base de principios como la libertad en conjunción con la integración a otros. Es decir, supone relaciones responsables en la dirección de la promoción del bienestar propio y de la colectividad. Tradiciones que anulen el reconocimiento de las exigencias de libertad acorde con el desarrollo individual no constituyen auténtica cultura desde el sentido humanístico.

1.1. Tradición normativa como presupuesto de la educación. ¿Cultura auténtica o seudocultura?

Presupuestos de la educación como orientación del comportamiento al bien y normativas para su garantía han existido desde la antigüedad. Desde las sociedades clásicas la comprensión del buen comportamiento y su regulación ha sido variable a partir de las doctrinas de quienes han regentado la autoridad. Por otro lado, las preocupaciones respecto a la justicia, centradas en el reconocimiento de la alteridad y desarrolladas en la pasada centuria, destacaron por explicar las bases estructurales de constitución del sujeto subalterno desde una larga historia.

La concepción panóptica del siglo xviii fue originada por el inglés Jeremy Bentham, quien dejara fundamentos importantes en el estudio de las normas morales. Luego Michael Foucault (1976) catalogó esa teoría como tecnología de poder. Esta expone la arquitectura física y simbólica que constituye relaciones jerárquicas donde ciertos entes resultan preteridos, como los alumnos. La vigilancia como mecanismo de control, heredero de las prácticas del siglo xviii, constituyó el insumo de las sociedades disciplinares que disocian el poder individual, concentrado en la dominación de clases a través de sus jerarquías, sus cuadros, sus inspecciones, sus ejercicios, sus condicionamientos y domesticaciones (Foucault, 1976). Como sintetiza el filósofo del poder del siglo xx, hay una configuración de la verdad y de nuevas formas de subjetividad a partir de prácticas sociales de control y vigilancia en las que se incluyen los sistemas pedagógicos (Foucault, 1991). Esa política de la verdad (Foucault, 2013) subsidia una especie de epistemología jurídica que categoriza a los sujetos a partir de intereses contextuales.

Los mecanismos de funcionamiento de las sociedades disciplinares descritas por Foucault siguen contribuyendo a la comprensión de dinámicas sociales actuales. La causalidad circular entre poder, saber y verdad (Foucault, 1992) entraña dispositivos de dominación que en las instituciones culturales se oficializan. Estos dispositivos de dominación solapados en los discursos formales se legitiman y tienden a perpetuarse acríticamente. De las múltiples contribuciones que el filósofo francés hiciera al pensamiento y a la comprensión social, ilustramos mecanismos normalizadores en el escenario escolar. En este sentido, sus argumentos respecto al examen lo sintetizan como una forma de vigilancia que califica, clasifica y castiga sobre la ceremonia del poder y el establecimiento de la verdad (Foucault, 1986).

Es cierto que la fuerza del vicio escolástico por el dogma y la autoridad irracional se ha ido desplazando de los escenarios escolares. Pero no se puede desconocer el efecto con el que todavía repercuten de manera restrictiva los currículos, formales y ocultos. En este sentido, vale referir que todavía el estado de conocimiento de los estudiantes se clasifica a partir del registro de saberes del maestro. El estilo de este último, muchas veces socializado en la idea de que el máximo conocimiento es una distinción del profesor, escinde la libertad de sus discípulos y puede llegar a sancionar las reflexiones de aquellos que desafíen el confortable campo de conocimientos que posee la autoridad instituida formalmente, que no solo incluye la instrucción formal, sino otras formas de expresar el comportamiento. Foucault desarrolló amplios fundamentos respecto a la producción de verdad a partir de la definición de ciertas reglas que originan formas de subjetividad, dominios, tipos de saber (Foucault, 2013).

En convergencia parcial con Foucault, su coterráneo Pierre Bourdieu, desde su plataforma socio-antropológica, realiza, en correspondencia con la tesis marxista, una economía política de la dominación, especialmente en sus expresiones simbólicas. Dimensión influida por el neokantiano Ernst Cassirer, que el pensador francés desarrolla en su arqueología de la relación entre cultura y poder para explicar las formas subyacentes de las relaciones hegemónicas.

Uno de los contextos más sensibles en el establecimiento de relaciones jerárquicas arbitrarias a partir de una distribución desigualada de capitales culturales (sustento categorial aportado por Bourdieu) es la escuela. La tesis de Los herederos: los estudiantes y la cultura desarrollada por Bourdieu en su obra homónima convoca a la crítica respecto a la falacia de la igualdad formal y a su superación por una democratización de la educación originada en el diagnóstico de las diferencias culturales de los escolares. Los registros culturales más pobres respecto a la codificación académica actúan, en las escuelas donde no se tienen en cuenta tales diferencias, como condiciones de exclusión. Tal desnivelación dará lugar a elogios en unos casos; en otros, como explica Foucault (1991) respecto a la clasificación en la escuela, se castiga, método que será contundentemente contestado por la ética del cuidado. Los mecanismos de administración escolar como expresiones de dominación, desarrollados también por el filósofo de la educación John Dewey (1989) como la necesidad del ejercicio del poder en su sentido más amplio, resultan ambivalentes. Por un lado se precisan, por otro contraen el riesgo de cercenar la individualidad donde muchas veces habita el talento excepcional u otras necesidades especiales que una concepción global del aprendizaje no prevé. Es decir, formas que originadas en la tradición escolástica escinden la creatividad ante la que contrastan experiencias como la educación popular, alternativa contrahegemónica frente a dogmas esencializados.

La educación problematizadora fundamentada por el brasileño Paulo Freire (sin desconocer el sexismo de su obra) en Pedagogía del oprimido, donde se derriba la estructura binaria y contrapuesta entre educador y educando (Freire, 1998) -prácticas divisorias, como diría Foucault-, constituye expresión de cultura auténtica. Reaparece aquí, como aspecto esencial de la cultura, la libertad y el reconocimiento del otro, tradicionalmente entendido como subalterno. Como parte de lo otro subalterno ha estado la dimensión afectiva. Dimensión soslayada en la larga tradición racionalista, deductiva, universalista, que orienta referencias esencializadas. Pues si bien desde Descartes se abre un reconocimiento a la subjetividad en la Modernidad, la crítica filosófica conoce el desplazamiento del racionalista francés a la parte emotiva del sujeto, ausencia reivindicada por otras tradiciones de pensamiento. La dimensión afectiva de cada sujeto le imprime a la individualidad peculiaridades que no siempre encuentran aprobación o comprensión desde patrones que esencializan rasgos tomados como universales. La legendaria dominancia de la razón por encima de la emoción hace que en los currículos se privilegie la dimensión académica respecto a valores como la cultura de diálogo. Tal normativa tipo cartesiana actúa en instituciones educativas como marco de clasificación respecto a lo que es más estimado, de ahí que comportamientos sensibles en varones puedan ser catalogados de afeminados. La clasificación que a partir de referentes hegemónicos devalúa a los escolares constituye manifestación de cultura de dominación.

1.2. Estructuración de la legitimidad cultural respecto a la impunidad de la violencia psicológica: ¿lo personal es político?

Justamente una expresión recurrente en el controvertido contexto del poder, sobre todo en sus formas simbólicas, es la violencia, fenómeno cuya admisión habría de parecer indisputable. Sin embargo, en el ámbito del derecho, que según han sistematizado teóricos críticos como Walter Benjamín (1996), constituye junto a la justicia los márgenes de su entendimiento, la violencia se ha justificado ante determinados fines. No obstante, la mediación cultural ha hecho intentos por obliterar la conquista por medio de la fuerza. Freud argumenta esta idea en El malestar en la cultura, ensayo en el que el padre del psicoanálisis significa el paso decisivo hacia la cultura como la sustitución del poderío individual por la comunidad convertida a tal por la restricción de sus posibilidades de satisfacción individual. Freud imprime en la justicia la condición primera de la cultura:

El resultado final ha de ser el establecimiento de un derecho al que todos -o por lo menos todos los individuos aptos para la vida en comunidad- hayan contribuido con el sacrificio de sus instintos, y que no deje a ninguno -una vez más, con la mencionada limitación- a merced de la fuerza bruta. (Freud, 1980, pp. 38-39)

La cultura occidental encuentra en la violencia una condición estructural y estructurante de relaciones de dominación donde se recrea una y otra vez el mito de la centralidad de la voluntad, trascendente o no, en la configuración de la realidad. Es la extrapolación magnificada de las condiciones de inseguridad proveniente desde el caos primigenio, a los momentos de estructuración del cosmos o el mundo, mediante la lógica de la dominación explicitada del conjunto de los elementos naturales o de las relaciones humanas, acicate del proceso de civilización y esencia misma del culto perpetuo al control. Desde el discurso mitológico hasta la racionalidad instrumental, la normativa subyacente a la realidad social encuentra su fundamento en la justificación de una violencia legítima siempre en manos del sujeto depositario del poder, desde la figura del patriarca hasta los máximos representantes del Estado y la fe institucionalizada.

Cada época encuentra nuevas formas de ritualización de la violencia en conductas que, a pesar de lo aparentemente novedosas, poseen un sustrato cavernario, irracional y a la vez codificado, que permite la autosatisfacción predatoria y expansiva. Las formas represivas funcionan como instancias de entificación, el ser se individualiza en oposición y disminución del otro, lo que justifica la exclusión y la aniquilación de aquello que no es parte de lo propio, de lo que se nos muestra como diferente y extraño.

Correlativo a lo anterior aparece la centralidad del conflicto dentro de nuestras concepciones de lo social, desde lo subjetivo hasta lo civilizatorio. Orden y violencia aparecen como un par categorial imposible de separar en el ámbito jurídico-político, el límite solo es alcanzable a través de la disminución de aquello que se sale de la norma convencional, o de aquella legada por la tradición.

Por su parte, el largo proceso de expansión del derecho, la paulatina e inexorable juridificación de la sociedad, es la expresión más acabada de la tecnificación de la vida humana mediante el intento de controlar la violencia mediante el uso legítimo de la misma por parte del Estado. El castigo, como forma cultivada de la venganza, ha sido siempre un elemento de la justicia de retribución compensatoria. De ahí su extrapolación a las diferentes maneras de educar en la familia y en las instituciones llamadas a desempeñar esta función, facilitado por la larga presencia del patriarcado como sustrato organizativo. La represión ha sido naturalizada como elemento consustancial de la norma jurídica y social.

En la reproducción de la violencia (muchas veces en su expresión simbólica, por ende desfigurada o transfigurada como mecanismo educativo) interviene la disociación entre el espacio público y privado, cuya afirmación el propio Bourdieu asienta en la esfera del poder (Bourdieu, 2005, p. 58). Constituye un desafío legislativo la regulación ética de los aconteceres asignados al ámbito de lo privado, espacio al que las feministas le han concedido interés y de sus teorizaciones se pueden extraer explicaciones a su devaluación histórica. Es el espacio de carencia de parámetros objetivos (Amorós, 1994) en contraste con el público, concebido en su génesis en la Grecia clásica como espacio de los iguales (pares) (Arendt, 1974), lo que equivalía a conjuntos de personas (hombres) signados por el poder, por la posibilidad de ejercer poder y el reconocimiento. Por ende, es un espacio de configuración de los sujetos (masculinos adultos) y contratos entre ellos, es el espacio de la ley, lo cual hace de este tema no solo un asunto ontológico, sino también político (Amorós, 1994).

De ahí que la mirada pública haya deslindado de la regulación protectora el lugar de la intimidad y la haya dejado al arbitrio de los instintos y el sentido común, a veces naturalizado en la autocracia, o sea, ajeno a la cultura, que según Freud presupone la justicia.

La feminista Chantal Mouffe (1999) fundamenta en la democracia moderna la coimplicación entre lo privado y lo público. Por un lado se da el reconocimiento a la libertad individual y al mismo tiempo se precisa de pactos de igualdad en el acceso individual a los derechos, lo cual presupone niveles de consenso ético.

El liberalismo construyó la ciudadanía formal como ámbito de lo público desde referentes masculinos (Mouffe 1999, p. 113), lo que significó el flujo entre los valores insignes de la consigna ilustrada, particularmente libertad e igualdad (la fraternidad, como valor simbólicamente femenino menos representado) y la ley. La homogeneidad exigida al ámbito público para sus intereses en principio políticos (Shmith, 1985) requiere de la excedencia de las experiencias maleables que destina al mundo privado. En este, signado por lo femenino en equivalencia al mundo de los afectos, de la domesticidad y el cuidado, la ley ha estado omitida políticamente. Ante la configuración marginada de espacios identitarios las feministas han defendido el valor político de la maternidad y de lo personal en sentido general:

La separación entre lo privado y lo público es la separación del mundo de la sujeción natural, es decir, de las mujeres, del mundo de las relaciones convencionales e individuales, es decir, de los hombres. El mundo femenino, privado, de la naturaleza, particularidad, diferenciación, desigualdad, emoción, amor y lazos de sangre está puesto aparte del ámbito público, universal -y masculino- de la convención, igualdad civil y libertad, razón, acuerdo y contrato. (Patteman, citada por Mouffe, 1999, p. 116)

Apunta Mouffe que el nacimiento de los niños y la maternidad han sido presentados como la antítesis de la ciudadanía, deslindado de lo público (Mouffe, 1999). A pesar de estas teorizaciones, la indagación vinculada a la relación entre lo público y lo privado que ha adoptado ribetes políticos, y ha sido un mérito fundamental del pensamiento feminista, ha dedicado pocos argumentos al reclamo del sentido político en lo privado respecto a la significación para la infancia. La feminista marxista Iris Young, en sus análisis al respecto, abre la brecha para iniciar la disertación ante tal omisión. Young (1987) advierte que la exclusión que deriva de la separación entre lo público y lo privado afecta no solo a las mujeres, sino a muchos otros grupos con base en diferencias étnicas, raciales, de edad, incapacidades y otras. En lugar de un ámbito público determinado por supuestos homogéneos propone, en conjunción con la concepción habermasiana a la que recurriremos más adelante, un público heterogéneo que provea mecanismos para la representación y el reconocimiento de la diferencia oprimida sobre la base de una concepción de razón normativa, no universal, ni cartesiana; es decir, que integre razón y afecto (Young, 1987).

En adscripción a la democratización de las relaciones humanas el pragmatista liberal del siglo xix Norberto Bobbio, que mucho influyera en la progresión de los derechos civiles, fundamenta la expansión de esta tesis a escenarios como la familia, lugar de trabajo, vecindario o escuela (Bobbio, 1987) con la exhortación a la meta-reflexión de la ética de la política.

Por su parte, la Constitución Cubana aprobada en 2019 destaca entre los principios de sus fundamentos políticos la dignidad, el humanismo y la ética de sus ciudadanos para el disfrute de la libertad, la equidad, la igualdad, la solidaridad y el bienestar. Su artículo 86 precisa el reconocimiento de los niños, las niñas y los adolescentes como sujetos de derecho para el pleno disfrute de esos principios y un trato no violento en cualquiera de sus manifestaciones. Esos derechos se concretan en el artículo 46, entre otros, como derecho a la integridad física y moral, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz, la salud y la recreación, correlacionado, como se explicita en el artículo 75 del referido documento, con el derecho a disfrutar de un medio ambiente sano y equilibrado (Constitución de la República de Cuba, 2019). La educación se entiende como una responsabilidad social y familiar.

1.3. Autonomía y cultura de diálogo como principio de retorno a una ética relacional justa

Un presupuesto de la constitución del sujeto como ente con capacidad electiva es la libertad, condición que en su sentido responsable implica relaciones de cuidado respecto a otros y a sí mismo. La idea presupone un sistema ético que en la tradición de la moral kantiana implica una armonía entre autonomía y heteronomía (Kant, 1996). Libertad y responsabilidad conforman un binomio que habita en el seno de la cultura auténtica. La primera, como fundamentara Hegel, es consustancial al sistema de derecho (Hegel, 1988, p. 65) que a su vez emerge como contexto cultural. Como apuntara Freud en El malestar en la cultura, esta le impone restricciones a la libertad individual. Al mismo tiempo, el desarrollo moral conducente a una ética auténtica precisa de márgenes de autonomía (Foucault, 1988). Desde el nacimiento el niño pasa por una serie de condicionamientos que van coartando su inclinación original, proceso que, como ya se ha dicho, es necesario en el tránsito del estado natural a la condición cultural, pero que debe guardarse de imposiciones violentas. Los mecanismos de socialización, y particularmente los de normativización, a veces contingente a la arbitrariedad de personas específicas, cercenan la voluntad y consiguientemente la consistencia de un auténtico desarrollo moral.

No se fundamenta aquí la libertad del dejar hacer popularizada por el liberalismo a partir del siglo xviii, sino la advertencia a una autoridad irracional, como diría Erick From, «cuando impone al niño las normas heterónomas que sirven a los fines de la autoridad, pero no a las finalidades de la estructura específica del niño» (From, 2007, p. 47). Es oportuno aclarar que la libertad promovida en la modernidad ilustrada no tuvo la misma resonancia respecto a todas las personas. Compendios filosóficos, como los del bien prestigiado Rousseau en la formación de ciudadanía, reprodujeron modelos autoritarios en la educación de los hijos, incluso diferenciada entre sexos (Rousseau, 1976). El pensamiento respecto a la relación entre libertad y autoridad discurre en toda la historia de la educación y la formación cívica con aproximaciones zigzagueantes a la estimulación de la autonomía, de acuerdo con la tendencia hegemónica o democrática que predomine en los estilos. No obstante a la inconformidad que tienden a generar los modelos autocráticos, en la concesión confiable de la autonomía, sobre todo en las primeras etapas del desarrollo, surgen dudas. Antecedentes en el pensamiento respecto a la tensión entre autoridad externa y libertad individual (heteronomía y autonomía) encuentran argumentos en la concepción humanista de varios siglos de tradición. Una fuente legendaria como el pensamiento tomista respecto a la autonomía de la ética valora la desobediencia por su acometido en el bienestar humano y no por el desacato a la autoridad irracional (Aquino, 1953).

La regla de la justicia, en términos de autonomía, cuyo reconocimiento le es constitutiva, como sostiene Paul Ricoeur (1996), ha de sustentarse en una autonomía solidaria, no autosuficiente. El autor de Sí mismo como otro, cuyo título sintetiza el imperativo categórico del bien que se sirve de la moral kantiana, prioriza la intencionalidad respecto a la norma (p. 176). Intencionalidad que, desde la referencia aristotélica de la que Ricoeur también parte, en términos éticos se define como vida buena con y para otros en instituciones justas, entendidas estas últimas como estructuras comunitarias caracterizadas por lo que une a sus actores y no por reglas coaccionantes (p. 203). Tal tendencia corresponde a la concepción de cultura auténtica en su sentido humanístico, cuya estructura y función instituciones como la familia deberían reproducir. Los lazos de afectividad son uno de los criterios primordiales que definen esta institución y su encargo de asegurar la integridad y el desarrollo de sus miembros, que supone un pacto de lealtad. La ambivalencia que muchas veces se aprecia en los estilos de comunicación, particularmente entre los progenitores y su descendencia infantil, da lugar a una inestabilidad en la función afectiva ‒sobreprotección unas veces, sobrexigencia maltratante en otras. Tal inestabilidad atenta contra el compromiso que implica responsabilidad. Esta última, de vuelta a Ricoeur, adopta un significado de confianza, como la esperanza a la que recurrir en momentos de necesidad, crisis, desasosiego, expectativa vital, mayormente si se trata de un niño:

El mantenimiento de sí es para la persona la manera de comportarse de modo que otro puede contar con ella. Porque alguien cuenta conmigo, soy responsable de mis acciones ante otro. El término de responsabilidad reúne las dos significaciones: contar con y ser responsable de. Las reúne, añadiéndoles la idea de una respuesta a la pregunta «¿Dónde estás?» Planteada por el otro que me solicita. Esta respuesta es el «Heme aquí». (Ricoeur, 1996, p. 174)

La tensión entre la autonomía personal y la autoridad racional se resuelve en relaciones dialógicas, cuya regla, como diría Ricoeur sintetizando la moral kantiana, es el respeto. Las posiciones desplegadas por la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, a algunos de cuyos exponentes se ha recurrido en líneas anteriores, aportan fundamentos que enriquecen la antropología filosófica de corte humanista. En este sentido, la concepción de la comunicación desarrollada por Jürgen Habermas, coimplicada con una epistemología de la verdad de tipo constructivista, se centra en el reconocimiento del interlocutor. La comprensión habermasiana concibe la acción comunicativa como un proceso cooperativo de entendimiento. La razón, que desde otras perspectivas se significan externas a los sujetos y pueden llegar a concretarse en normas, desde este pensamiento crítico se propone como razón dialógica y la norma como imagen dinámica de la comunicación (Habermas, 1985). La cultura democrática, la ética y el derecho constituyen el sustrato ideológico de esta perspectiva, soportes coextensivos, como se ha demostrado, a otras propuestas ético-normativas.

La ética del cuidado, promovida por el pensamiento feminista en la rehabilitación de la conducta, difiere de las propuestas punitivas. En su lugar propone la atención a las necesidades de las personas, tesis asociada a la teoría crítica de la Escuela de Frankfort, centrada igualmente en los intereses más próximos a la condición humana. El filósofo de la educación John Dewey destaca la cultura de los sentimientos como soportes subjetivos de acuerdos no violentos, concretada objetivamente en el diálogo como técnica de entendimiento civil (Dewey, 1989).

En términos generales, pensadores influidos por la filosofía analítica, como alguno de los anteriores, enriquecen la tesis del diálogo en la auténtica comunicación. Es el caso del argelino-francés Jacques Derrida, que fundamenta la justicia como una relación que respeta la alteridad del otro (citado en Kearney, 1984). El mismo autor, en Política de la amistad, retoma una de las tesis de la perspectiva analítica desarrollada por Heidegger, uno de sus predecesores, que sintetiza que se oye lo que se comprende (Derrida, 1998), idea correspondiente al mundo de la vida fundamentada por otro exponente de esta perspectiva, Edmun Husserl, que Habermas retoma críticamente en su teoría de la comunicación humana.

La síntesis de todas estas producciones enfatizan en la comprensión de la perspectiva del otro subalterno (niñez) como marco de encuentro, transformación, evolución de lo humano. La ética relacional justa incluye empatía, reconocimiento de su situación concreta (edad, necesidades, significación de hechos vitales), experiencia relacional de la que está exceptuada cualquier actitud pretendidamente superior que no dignifique la condición humana. En lo concreto, respecto a la condición de la infancia, supone comprender el mundo de significados de los infantes, para entrar en un diálogo de sentidos que estimule los cambios necesarios. Se promueve la reflexión desde la vivencia, experiencia capaz de estimular la formación de valores en las instancias psicológicas, garantes de estabilidad en los auténticos logros del desarrollo humano. Cualquier otro intento de persuación al cambio a través de prácticas depredadoras de los niveles de autonomía o libertad, correspondiente a las exigencias del desarrollo personal en cada etapa, resulta una victoria si se tiene, parcial y a corto plazo y malogra la formación del carácter. El malestar que no resulta de la conciencia del error, en su lugar es provocado para saciar el ego de quien lo inflige. Puede contingentemente resolver la situación a favor del más fuerte (fuerte por edad, por el respaldo de una institución) pero el desencuentro que produce la autoridad irracional destina al confinado a su interior hollado, espacio de soledad, matriz de la tristeza o de la rebeldía, de la que con la suerte que otorga la ductibilidad de la niñez, pasado un breve tiempo se suele salir reconciliado. Pero la reconstitución que se requiere luego de un equívoco amerita la compañía solidaria, no con el error, sino con la persona, sobre todo si se trata de edades precarias. La auténtica formación requiere de prácticas culturales que lleven al bien desde la experiencia comunitaria (no al aislamiento) y el respeto a la integridad del ser, un derecho de cada ser humano y un bien público que es necesario garantizar desde instituciones justas. Es necesario promover contextos de auténtica cultura, opuesta a ciertas prácticas genealógicas que por históricas se adoptan como naturales y hasta necesarias en la dirección de lo educativo; a pesar de la utilización de métodos que intervienen el derecho a crecer en un ambiente saludable y armónico, es decir, la utilización de normas y preceptos que resultan seudoculturales por atentar de manera sutil o explícitamente la dignificación de las personas desde su más temprana infancia.

CONCLUSIONES

La educación y la justicia concretada en Derecho constituyen contextos de la auténtica cultura, en tanto se definen por salvaguardar la autonomía en conjunción con la orientación a un bien colectivo. En contrapartida, las prácticas genealógicas respecto a la infancia difieren en la capacidad electiva correspondiente a cada etapa de desarrollo sobre la base de la imposición de la autoridad irracional. Son manifestaciones seudoculturales que reproducen formas de dominación y conspiran contra la dignidad humana. No toda tradición, en el sentido humanista, es auténtica cultura.

Los patrones normativos que por estar referenciados en modelos universales abstractos no contemplan las potencialidades de la individualidad que difiere de la norma (como es el caso de niños con necesidades especiales, determinados diagnósticos, contextos culturales no dominantes) son expresiones del modelo cartesiano de la razón masculinizada por encima de la afectividad feminizada, que no solo incide en los ámbitos escolares, también en los familiares y la sociedad en general. Estos constituyen manifestación de seudocultura que anulan o subestiman el reconocimiento de las distinciones individuales.

Las relaciones de poder, necesarias e inevitables en estructuras jerárquicas como las existentes en la relación entre los progenitores y su descendencia infantil, han de armonizar la libertad individual correspondiente a cada etapa y la propiciación de un bien colectivo. Las condiciones garantes de la satisfacción de estas necesidades, aunque se inscriban en el ámbito doméstico, tienen implicaciones políticas. Presupone la regulación de los vínculos interpersonales a través del reconocimiento de cada sujeto como ente digno y principios de equidad en sus relaciones. Es decir, el ordenamiento de relaciones justas es el principio de la auténtica cultura.

El diálogo estructurado en el reconocimiento del otro, expresión esencial de justicia, habilita una resolución armónica entre heteronomía y autonomía aun en edades donde esta última no ha fraguado, como es el caso de la niñez. Esta resolución entre las exigencias de libertad y la justificada dependencia dignifica al sujeto subalterno, comprendido en un marco de derecho.

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Recibido: 22 de Julio de 2019; Aprobado: 03 de Octubre de 2019

*Autor para la correspondencia. mcalcerrada@uho.edu.cu

Los autores declaran que no existen conflictos de intereses

Marybexy Calcerrada Gutiérrez: originó la propuesta a partir de la integración crítica de referentes relativos a la violencia en la infancia y las concepciones respecto a la cultura sistematizadas en su práctica investigativa.

Vladimir Pita Simón: aportó fundamentos filosóficos que sustentaran las reflexiones respecto a la infancia como sujeto de derecho. Igualmente integró la dimensión política a la concepción de la niñez en el orden de los derechos.

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