SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.7 número18Por un Periodismo crítico e inclusivo del sentir de la ciudadaníaCon cada persona. La comunicación para la equidad social desde el criterio de tres investigadoras cubanas índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Alcance

versión On-line ISSN 2411-9970

ARCIC vol.7 no.18 La Habana sept.-dic. 2018  Epub 27-Jun-2019

 

Reseña

Información, Comunicación y cambio de mentalidad nuevas agendas para un nuevo desarrollo

Information, Communication and change of mentality new agendas for a new development

Dr.C. Alfonso Gumucio Dagron* 

No podríamos entender completamente este libro, titulado Información, comunicación y cambio de mentalidad nuevas agendas para un nuevo desarrollo (2018) si no colocáramos sus capítulos en el contexto del trabajo que realiza la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, una de cuyas actividades internacionales es el congreso ICOM que se realiza cada dos años.

El libro, el congreso y el trabajo cotidiano de la facultad, que tuve el privilegio de conocer, son parte de un todo que está abriendo en Cuba los nuevos caminos de la comunicación, con el liderazgo novedoso de Raúl Garcés, Rayza Portal y Willy Pedroso, coautores de la obra, pero sin duda con el concurso de todos los profesores y estudiantes de la facultad.

Lo que yo vi y sentí en La Habana, no solamente durante los días del evento internacional sino en los diálogos con estudiantes y docentes, fue el despliegue de una energía nueva, crítica y creativa, que solo puede articularse en una sociedad que está cambiando desde la ciudadanía, y sobre todo desde los jóvenes.

El desarrollo en cuestión

Los textos críticos de este libro señalan la distancia entre el discurso del desarrollo como “proceso integral que incluye dimensiones culturales, éticas, políticas, sociales, económicas, medioambientales, con una interrelación inherente al propio fenómeno del desarrollo…” y las prácticas todavía verticales que toman en cuenta sobre todo las necesidades materiales, como en el paradigma de hace 60 años, con los resultados que hemos visto en muchos países: más cemento, más construcciones, más depredación del medio ambiente y menos espíritu de cambio social.

La visión integral del desarrollo que se despliega a lo largo de los capítulos de la obra demuestra de manera contundente que la única manera de abordarlo es desde un enfoque complejo e interdisciplinario (ni “multi”, ni “trans”). De ese modo, adiós a los ingenieros, a los doctores, a los administradores, a los economistas si es que no están dispuestos a dialogar entre sí adoptando como eje la comunicación como proceso de crecimiento colectivo.

Hacer desde Cuba esas reflexiones es un desafío muy grande y de gran valor, porque en términos de desarrollo la historia del país no ha sido muy diferente a la de otros países de la región latinoamericana que durante las décadas de 1960 y 1970 se dejaron llevar por un concepto desarrollista anclado en el aumento de la producción y en la apuesta por recursos naturales ya sea no renovables o proclives a crear dependencia de rubros singulares, evitando la diversificación que es en todos los casos indispensable. Cuba apostó a la producción de caña de azúcar como Venezuela al petróleo y Bolivia a la minería, con las consecuencias perversas para el medio ambiente y para la propia economía, que conocemos.

Es cierto que el contexto internacional favorecía esos enfoques unidimensionales, porque en el lenguaje de Naciones Unidas no existía todavía una mirada en escala humana. Los enfoques desarrollistas pretendían hacer crecer las cifras con la idea de que ello contribuiría al desarrollo del ser humano, y no fue así.

Por ello la ONU fue cambiando su manera de reflexionar sobre el desarrollo, pero no nos engañemos, lo hizo solamente porque desde diferentes campos surgieron voces críticas que se sustentaban en el análisis de muchos fracasos acumulados y la imposibilidad de responder a los problemas concretos de las comunidades en campos como la salud, la educación, los derechos humanos, las migraciones, la cultura y otros que se había pretendido reducir a cifras.

Mientras más se hipotecaban en un solo rubro productivo, menos resultados para la colectividad obtenían los países. Quedó claro a fines de la década de 1970 que no bastaba construir más escuelas, más hospitales o más carreteras si es que no mejoraba la calidad de la educación, de la salud o del transporte. Escuela dejó de ser sinónimo de educación y hospital se acercaba más a la idea de enfermedad que de salud.

Las nuevas generaciones que influyeron en el pensamiento de las Naciones Unidas lograron imponer la idea del “desarrollo humano” pero éste tardó mucho tiempo en ser entendido por los economistas, acostumbrados a medir el desarrollo en cifras. Costó por lo menos una generación crear nuevos parámetros de medición para comprender que la calidad de la educación estaba relacionada directamente con el progreso, como sucedió en cinco países asiáticos (los “tigres” del Asia) que invirtieron en calidad educativa y dieron un salto cualitativo en calidad de vida en apenas tres décadas.

Si en la décadas de 1970 veíamos todavía rasgos similares de mal desarrollo y dependencia en África, Asia y América Latina, muy pronto los países de Asia se despegaron del pelotón de la pobreza y se convirtieron en la vanguardia de la tecnología, algo que recién ahora comienza a suceder en América Latina y en África.

El argumento de culpar al colonialismo por los retrasos que sufría nuestro sur global quedó flotando cuando nos dimos cuenta de que una gran parte de la responsabilidad era nuestra. Quienes tuvimos la oportunidad de trabajar en programas de Naciones Unidas en países empobrecidos pero a la vez ricos en recursos naturales, se hizo cristalina la idea de que la responsabilidad radica en buena parte en las formas de planificación económica de los propios países, y también en el modelo de cooperación internacional.

Había cambiado el discurso de manera positiva, hacia la dimensión humana del desarrollo, pero no habían cambiado las prácticas de ese desarrollo. Los economistas y administradores del Estado de países de Asia, África o América Latina, generalmente formados en Europa o América del Norte, aplicaban recetas que eran las responsables de desdecir el discurso del desarrollo humano. Estos mismos profesionales que alternativamente ocupaban cargos de responsabilidad en Naciones Unidas o en gobiernos del sur, traían una carga de enfoques perversos que imponían con cierta soberbia y que resultaba en mayor dependencia económica y en mayor pobreza.

Las corrientes más renovadoras seguían precisando su pensamiento para hacerlo menos equívoco de cara a los planificadores tradicionales. De “desarrollo humano” pasamos al “desarrollo humano sostenible”, como una manera de indicar que no bastaba introducir la dimensión humana en los programas de desarrollo, sino que era fundamental la sostenibilidad de los cambios sociales en el mediano y largo plazo. Ese fue el énfasis de los “informes de desarrollo humano” que Naciones Unidas producía cada año en todos los países que contaban con un ciclo de programación acordado con el gobierno.

De los éxitos y de los fracasos que ponía en evidencia la investigación para esos informes, surgió la necesidad de establecer metas globales, en el entendido de que los países no podían resolver aisladamente sus problemas y que había que encararlos como problemas que afectaban a la población mundial en su conjunto. Las críticas muy pertinentes que afloraban desde la sociedad civil en eventos internacionales como el Foro Social Mundial de Porto Alegre, obligaban al sistema de naciones unidas, compuesto por gobiernos de todas las regiones, a ofrecer soluciones a problemas que no habían sido resueltos desde la Segunda Guerra Mundial. De ahí que a la vuelta del milenio los objetivos de progreso se hicieron globales con las Metas de Desarrollo del Milenio y cuando se supo que estas serían insuficientes y que no se alcanzarían por la falta de compromiso de los gobiernos y de los financiadores, se establecieron las Metas de Desarrollo Sostenible en las que nos hallamos actualmente inmersos, con la misma certeza de que no serán alcanzadas.

En principio no es malo que las metas no se alcancen. Si la comunidad internacional y los países individualmente se fijaran metas fácilmente alcanzables, no ejercerían el esfuerzo suplementario que es necesario para lograr algo que al principio se creía imposible de lograr. Las metas deben ser siempre ambiciosas para movilizar recursos financiaron y humanos, para que la maquinaria de la cooperación internacional y de los Estados se ponga en marcha con objetivos comunes y claros para todos.

Sin embargo, lo que queda claro de la experiencia de estos objetivos de desarrollo y de las múltiples reuniones internacionales que se han llevado a cabo para encaminar el pensamiento sobre el desarrollo y el cambio social, es que esos cambios no pueden ser sostenibles sin que las propias comunidades en cada país, es decir la ciudadanía en general, se apropie de los programas y proyectos para que sean sostenibles.

Por ello el concepto siguió evolucionando desde Naciones Unidas, con al intención de permear en los gobiernos y también en la organizaciones no gubernamentales de la sociedad civil: no basta el “desarrollo humano”, y tampoco es suficiente definirlo como “desarrollo humano sostenible”. Es indispensable la participación de todos los sectores de la sociedad, y por ello una perspectiva de “derechos humanos” se añadió a la de desarrollo humano sostenible. En otras palabras, para que la población participe y para que la sociedad en todos sus niveles haga suya la propuesta del cambio social, es indispensable que sienta que el cumplimiento de las metas es un derecho humano. La salud, la educación, la alimentación y las libertades en su conjunto, son derechos humanos que además de estar consagrados en la carta fundacional de Naciones Unidas, en los documentos básicos de los organismos regionales y en las constituciones políticas de los países, deben estar consagrados en la práctica cotidiana, en el diario vivir de los ciudadanos. Solo así la sociedad en su conjunto participaría en un esfuerzo común.

Y ahora es donde entra a jugar el factor determinante que faltaba: la comunicación. ¿Cómo hacer que la sociedad ponga en marcha su potencial transformador y se sume a esas grandes metas globales?

Se creyó y se cree todavía que a la manera de las empresas que posicionan un producto, bastaba con el uso de la publicidad. Le llamaron “información” o “difusión”, pero básicamente se ha tratado siempre de formas de propaganda institucional ya sea para posicionar el “producto” del desarrollo (una campaña de salud o de educación), o para fortalecer la imagen de la institución que lleva adelante la empresa.

En el mejor de los casos se utilizó la difusión de información con un sesgo educativo para despertar el interés de los mal llamados “beneficiarios” de los programas. Mal llamados así, porque en el desarrollo se beneficia la sociedad en su conjunto y no solamente los aparentes primeros beneficiarios. Por ejemplo, en un programa de producción agrícola de hortalizas si bien el primer beneficiario es el agricultor porque sus ingresos y su calidad de vida mejoran, es la sociedad en su conjunto y toda la cadena de producción y de consumo la que se beneficia: el país importa menos alimentos, las fábricas producen fertilizantes o tractores, la iniciativa privada se estimula, el Estado afina sus políticas, la nutrición de la población mejora, etc.

Sin embargo, el mero hecho de informar no transforma necesariamente la capacidad de la población de participar con sentido de responsabilidad y de “apropiación”. Para ello es necesaria la comunicación entendida como procesos de participación en la toma de decisiones. No es casual que en el Foro Social Mundial además de cuestionar el concepto de “desarrollo” y de exigir otros modelos de desarrollo, se haya abogado también por “otra comunicación para otro desarrollo”. En este tema, la vanguardia del pensamiento estuvo nuevamente en los participantes latinoamericanos.

Todo este trayecto conceptual que se registra en varios momentos del libro parece hoy reducirse a un dilema de difícil solución: ¿discurso o acción? Ha mejorado el discurso, no cabe duda. Todos los gobiernos y los organismos de cooperación han producido maravillosos documentos donde adaptan su filosofía del desarrollo e incluso sus leyes y procedimientos, a los nuevos enfoques participativos, pero la distancia entre la letra impresa (¿letra muerta?) y las formas de investigar, planificar e implementar los programas de desarrollo sigue siendo enorme. No nos sirve de mucho saber que tal ministerio o tal gobierno afirma en sus documentos que el desarrollo se concibe como la “elevación sostenida y equitativa de la calidad de vida de las personas, mediante el cual se procura el crecimiento económico y el mejoramiento social, en una combinación armónica con la protección del medio ambiente…” etcétera. ¿Cómo se verifica eso en la implementación de sus programas?

Esa distancia entre el discurso y la realidad es lo que ha alejado a amplios sectores de la población de las políticas de desarrollo de los Estados de la cooperación. Esto ha sucedido también en años recientes con los discursos andinos del “buen vivir” , que no han pasado del nivel de planteamientos filosóficos indigenistas sobre la vida digna y el amor por la madre tierra, mas por el contrario en países como Bolivia y Ecuador han sido socavados por políticas económicas extractivistas propias al capitalismo salvaje: concesiones petroleras y mineras en parques nacionales, agricultura intensiva y deforestación de bosques milenarios, grandes represas hidroeléctricas que inundan territorios indígenas, entre otros.

La información sobre el desarrollo corre entonces el riesgo de servir a proyectos vacíos de contenido y peligrosos para la población más vulnerable, pero llenos de bonitas palabras. O corre otro riesgo: convertirse en propaganda electoral, esquema de construcción de cultos de personalidad a través del avasallamiento de medios estatales o de medios privados a través del financiamiento de publicidad de organismos estatales.

Ambiciosos programas de Estado de corte paternalista han sido un fracaso por imponer de manera indiscriminada a toda la población el mismo tipo de proyectos de desarrollo, sin tomar en cuenta diferencias culturales o históricas. Incluso en gobiernos “bien intencionados”, progresistas, conscientes de las necesidades de las mayorías, esos errores en las políticas de Estado han dado resultados perversos.

En síntesis, a menos que la comunicación como proceso participativo penetre todo el tejido del desarrollo y permita que las comunidades involucradas tomen las decisiones, salir del paradigma verticalista será un desafío muy grande.

Nuevas tecnologías: ¿más información y menos comunicación?

Al menos un capítulo de este libro se refiere en profundidad a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, y a sus implicaciones positivas y negativas en los procesos de comunicación para el desarrollo.

Desde hace dos décadas por lo menos, a la vuelta del milenio, es imposible hablar de información y comunicación sin incluir en los enfoques a las nuevas tecnologías. La velocidad en la aparición de estas es tal, que para las nuevas generaciones parecería que siempre han estado allí cuando en realidad son procesos de transformación continua relativamente recientes. Si bien internet se abrió como sistema global a principios de la década de 1980, las mal llamadas “redes sociales” (plataformas virtuales administradas por empresas) tienen muy poca antigüedad. Google y Facebook nacieron comercialmente en 2004, Skype en 2003, Twitter en 2007, Instagram en 2010, Snapchat en 2011, WhatsApp en 2009… Esas fechas son aproximadas, ya que cada uno de estos productos ha pasado por innumerables fases de expansión y perfeccionamiento técnico.

Lo que puede suceder en 2020 o 2025 es totalmente imprevisible porque depende no solamente de descubrimientos que permiten mejorar las tecnologías, sino de posicionamientos comerciales que hacen que algunas empresas se hundan y otras surjan con fuerza en el mercado. Lo que parece ser una tendencia segura es que en menos de cinco años, antes de 2025, el planeta en su totalidad tendrá acceso libre y gratuito a internet de alta velocidad, y que el concepto de derechos de autor habrá cambiado radicalmente, mucho más allá de los actuales “copy left” o Creative Commons. Hay por lo menos tres proyectos (Facebook, Google y Tesla) que pretenden poner en órbita suficientes satélites como para que la señal de internet pueda ser accesible desde cualquier punto del planeta. El acceso gratuito garantiza un volumen de negocios mucho mayor que cobrar centavos por la conectividad o por derechos de autor.

Hoy es difícil concebir que un país quede al margen de estos avances tecnológicos, pero todavía recuerdo hacia 1990 cuando trabajaba en Nigeria, los primeros teléfonos celulares que descansaban sobre una pesada batería del tamaño de un ladrillo. Y pocos años después, en 2004, en Zambia, me viene a la memoria la imagen de un grupo de mujeres rurales, campesinas, cada una con un teléfono celular en la mano, cuando nunca antes habían tenido acceso a una línea fija de teléfono.

La emergencia de la telefonía celular “inteligente” pone en la mano de cualquier persona, sin distinción de clase social o nivel económico, un aparato con capacidades extraordinarias, de las que el usuario común apenas aprovecha un 10% a 12%. Cada mes se producen modelos más avanzados, con más velocidad, más capacidad de almacenamiento, mejor calidad de cámaras, pantallas, baterías, etc. No hay límite para esa evolución que sucede por incrementos diarios para poder desplazar poco a poco los modelos considerados “antiguos” y posicionar productos que ofrecen mayores ventajas técnicas o una marca que otorga mayor estatus social.

¿Qué aporta lo anterior a la comunicación para el desarrollo? Abundan los análisis sobre el impacto de las nuevas tecnologías sobre la velocidad de los intercambios de información, o sobre la dependencia sicológica que crean en los jóvenes usuarios las plataformas virtuales, o la democratización del acceso.

Dominique Wolton, entre otros, ha reflexionado sobre la necesidad de establecer, hoy más que nunca, la diferencia entre información y comunicación. Ha señalado con mucha pertinencia que la abundancia de información y la velocidad de los intercambios gracias a las nuevas tecnologías, no significa que exista más y mejor comunicación entre las personas. Por el contrario, se producen fenómenos de enclaustramiento, de mini-redes, de usos solitarios de las tecnologías, que contribuyen a aislar antes que a comunicar. ¿Qué significa esto en los procesos de desarrollo? Quisiera escribir que por el momento hay más preguntas que respuestas, pero ni siquiera me atrevo a formular la preocupación en esos términos, porque todo parece indicar que ni siquiera se han planteado todavía las preguntas más pertinentes para el campo del desarrollo.

Se da como un hecho adquirido que “las nuevas tecnologías facilitan el desarrollo”, pero no se reflexiona suficientemente el impacto que estas tienen en la cultura de las comunidades o, más aún, en la cultura comunicacional de las comunidades. ¿A mayor información mayor desarrollo? Parecería que una respuesta positiva a esa pregunta está siempre lista, lo cual no haría sino hacernos retroceder a principios de la décadas de 1970 cuando dominaba el paradigma de la “difusión de innovaciones” (Rogers 1972, 1976), que afirmaba precisamente que la difusión de información era el camino para la solución de la pobreza y la desigualdad social. Entonces, con los avances más recientes de internet que permiten a cualquier usuario generar información y contenidos, ¿podemos decir que esto beneficia y (si fuera el caso) de qué manera al desarrollo?

En el estado actual de la reflexión sobre el tema, se suele hablar del potencial de las nuevas tecnologías en el desarrollo y el papel del Estado que debe trascender la etapa de la informatización de los servicios públicos, lo que se conoce actualmente como “gobierno digital”, para ofrecer no solamente información y acceso sencillo y transparente a los trámites para hacer la gestión más eficiente, sino usar también las nuevas tecnologías para articular una ciudadanía participante, con capacidad de intervenir y tomar decisiones en asuntos del Estado que influyen en su vida cotidiana. De eso, estamos todavía muy lejos, en parte por el temor de los gobiernos de dar demasiado poder a los ciudadanos para debatir, decidir y planificar el desarrollo.

Para ello hay que pensar “fuera de la caja” con una visión de futuro de mediano y largo plazo. Una democratización del acceso a la información del Estado para mayor transparencia de la administración pública es un paso, pero no resuelve los problemas de desarrollo que todos nuestros países arrastran desde hace décadas sin resolverlos. Si las nuevas tecnologías no se encaran como un tema de participación efectiva y no solamente de acceso a la información, seguiremos estancados en modelos de desarrollo verticales, donde pequeños grupos de planificadores y “especialistas” imponen su saber y su ideología sobre el desarrollo.

Lo que se ha dado en llamar “The Age of Big Data Analytics” podría convertirse en “The Age of Rigged Dogmata Analytics” donde un océano de información engulliría cualquier capacidad de análisis independiente, porque estaríamos al servicio motores con algoritmos diseñados por empresas con fines comerciales e ideológicos (como sucede con Facebook y Google en buena medida).

Todos los análisis sobre la tecnología de información y sobre el progreso tecnológico de los teléfonos inteligentes portables que se han convertido para las nuevas generaciones en prótesis inseparables del cuerpo, envejecen en pocos meses. No tiene mucho sentido explicar cómo funcionan esos inventos, a menos que uno quiera dejar textos como referencias arqueológicas para los estudios inmediatamente futuros. Los intentos de explicar palabrejas que hace apenas unos años nos parecían nuevas (cibercultura, hipertextualidad, web 3.0, nanoconductores y tantas otras), se convierten en ejercicios vanos inmediatamente sobrepasados por nuevas olas de transformaciones que dejan como muebles viejos los parámetros tecnológicos anteriores. Si escribo “memoria y pantalla de grafeno” quizás todavía llame la atención de algún curioso, pero en pocos meses ya será parte del lenguaje corriente.

En el debate mundial sobre comunicación y por tanto también en este libro, las nuevas tecnologías son como el muchacho díscolo y despeinado que alborota el barrio de la reflexión. Es bueno que así sea, a condición de establecer un diálogo directo con ese muchacho, y no construir una reflexión basada en lo que otros dicen de él. Este muchacho se mueve muy rápido con su patineta y su cabello despeinado, por ello lo que nos digan los vecinos que lo miran con extrañeza o muecas de censura desde sus ventanas no nos aporta mucho.

Los pendientes de la comunicación en Cuba

El libro da cuenta de las preocupaciones principales del desarrollo en la vuelta del milenio, preocupaciones no resueltas globalmente, pero mejor asidas en términos teóricos gracias a la incorporación del enfoque comunicacional desde la perspectiva de un país con las condiciones especiales que vive Cuba.

Los temas de género, salud, medio ambiente, y otros son objeto de análisis académicos muy consistentes que para quien mira desde afuera demuestran el grado de avance de la reflexión en el seno de la Universidad de La Habana, el núcleo central que compone la estructura de este libro que no se limita a sumar textos a lo largo de 300 páginas sino a contrastarlos.

Las “crisis” de la humanidad están desparramadas en sesudos informes de poderosos “tanques de pensamiento” que se reúnen en diferentes destinos del planeta para evaluar avances y plantear nuevos retos y metas. Me permito ser un poco sarcástico porque esos informes excluyen de manera casi sistemática el papel de la comunicación como proceso humano de diálogo y participación.

Pero este libro tiene una ventaja y es que está escrito por cubanos para influir en la reflexión sobre comunicación para el desarrollo en Cuba. Y ese sí es un horizonte posible. La mayoría de los capítulos, más de la mitad del libro, abordan los problemas desde la perspectiva cubana, ya no en un plano teórico general, sino desde experiencias concretas que tienen que ver con políticas nacionales, disposiciones legales, instituciones culturales y educativas, etc. Eso hace que sus referencias inviten a quienes diseñan políticas y las aplican, a establecer un diálogo fértil con quienes generan pensamiento.

El papel de las universidades es generar pensamiento nuevo, no “educar” en el sentido clásico de la escuela. El papel del Estado es planificar y ejecutar programas en beneficio de la población. El punto de encuentro entre el Estado y la academia se da en proyectos de reflexión como este, porque ni la academia tiene capacidad de ejecutar, ni el Estado capacidad de reflexionar al ritmo en que la sociedad exige.

La ventaja de libros como este es que sin negar que aquellas discusiones de expertos puedan ser importantes, aporta con una mirada desde la comunicación que está generalmente ausente. Ojalá esos especialistas en temas de economía, salud, educación, medio ambiente o políticas públicas que se dan cita regularmente en los centros de poder del planeta, leyeran estos textos con el mismo respeto con que sus informes son leídos por quienes han estudiado y escrito para este libro. Probablemente no lo hagan, muy seguros de que hay un solo saber centralizado que se administra desde las grandes instituciones para el desarrollo. Probablemente este aporte pase desapercibido por ellos a pesar del esfuerzo que representa. Probablemente sigamos conversando entre nosotros con la mirada en un horizonte menos vertical y más relacional.

Quizás el secreto está en pensar más la comunicación como proceso que como instrumento y despojarla de tanto aparato y tecnología que fascina y a la vez confunde los términos de intercambio. Y desde el punto de vista académico, quizás desvestirla también de los excesos de teoría para partir del pensamiento propio y de la realidad propia.

Soy de los que admira el rigor científico de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana y no ha dejado de sorprenderme el nivel de reflexión y de información de quienes estudian y enseñan allí. En comparación a otros estudiosos de otros países de la región y del mundo, me parece que los cubanos se han tomado en serio la tarea de explorar la literatura mundial existente, y ello constituye un doble esfuerzo en un país donde el acceso a las fuentes impresas o a internet es más difícil.

De ese doble esfuerzo no puede sino nacer un pensamiento más autónomo e innovador, capaz de cuestionar las certezas que hoy por hoy se han instalado en los estudios de comunicación en las universidades latinoamericanas.

La Paz, octubre 2018

Recibido: 03 de Octubre de 2018; Aprobado: 22 de Noviembre de 2018

*Correo electrónico: gumucio.alfonso@gmail.com

Creative Commons License Este es un artículo publicado en acceso abierto bajo una licencia Creative Commons