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versión On-line ISSN 2411-9970

ARCIC vol.9 no.23 La Habana mayo.-ago. 2020  Epub 20-Nov-2020

 

Dossier Monográfico

Políticas públicas, cultura del debate y nueva gobernanza: valoraciones mínimas

Public policies, culture of the debate and news governance: minimal assessments

Lisandra Lefont Marin1  * 
http://orcid.org/0000-0001-6629-3748

Mariano P. Álvarez Farfán1 
http://orcid.org/0000-0001-6587-8373

Juan Carlos Ramírez Sierra1 
http://orcid.org/0000-0001-6550-1357

1Universidad de Sancti Spíritus “José Martí Pérez”. Sancti Spíritus, Cuba.

RESUMEN

La cultura del diálogo que demanda la hechura de políticas públicas contribuye a la formación de una gobernanza proactiva, transparente y coprotagónica. Este artículo se aproxima al análisis de políticas públicas, desde una perspectiva emancipadora, a partir de la posibilidad de construir una nueva gobernanza utilizando la cultura del debate como resorte fundamental para crear nexos entre los actores de la Sociedad civil. Sitúa como objetivo analizar los rasgos fundamentales de las políticas públicas en interacción constante con la cultura del debate, como tecnologías que, con un uso adecuado, garantizan otra gobernanza.

Palabras clave: cultura del debate; políticas públicas; nueva gobernanza; gerencia pública; corresponsabilidad

ABSTRACT

The culture of dialogue demanded by public policy making contributes to the formation of proactive, transparent and co-leading governance. This article approaches the analysis of public policies, from an emancipatory perspective, from the possibility of building new governance using the culture of debate as a fundamental spring to create links between the actors of civil society. Its objective is to analyze the fundamental features of public policies in constant interaction with the culture of debate, as technologies that, with proper use, guarantee other governance.

Keywords: culture of debate; public policies; new governance; public management; co-responsibility

INTRODUCCIÓN

El despliegue de una administración pública eficaz y transparente exige la incorporación progresiva de técnicas, tecnologías y saberes que le brinden mayor capacidad de gestión y absorción de los desajustes civilizatorios que exponen las sociedades actuales. La evolución simultánea de las formas en las que se organizan los gobiernos, y el ejercicio deliberado de la ciudadanía como contra-balanza tendencial del poder político, denotan la necesidad de abrir, en términos democráticos, el sistema hegemónico institucional en torno a las zonas donde se definen las decisiones fundamentales -y no fundamentales en tanto cotidianidad reproductiva- de la comunidad nacional o local según sea el caso.

No es suficiente, en este vínculo dialógico esencial, habilitar de forma exclusiva los instrumentos gubernamentales y los funcionarios encargados de la burocracia. Asimismo, es completamente inadecuado- hecho que viene a ser una verdad de perogrullo- responsabilizar solo a las administraciones públicas de sus alcances, desaciertos, virtudes y vicios. La complejidad y envergadura de las contradicciones y carencias económicas, políticas y culturales presentes en el diapasón del metabolismo social del nuevo milenio, ponen en evidencia la necesidad de reconstruir lo público como un espacio multilateral y de inclusión, sin hegemonías previas originadas en el universo de las relaciones estatales, financieras y mercantiles. Es imprescindible, para ello, complementar las prácticas discrecionales y normadas de gobierno con la incorporación del ciudadano como sujeto cardinal de la política.

En la apuesta por dilucidar alternativas que atraviesen e impacten en la conformación de una administración pública ágil y coherente; en el control y reducción de las disparidades socioeconómicas; y la elaboración de estrategias de desarrollo de largo alcance que brinden mayor estabilidad y capacidad de autogestión al sistema, se encuentran las políticas públicas.

La concepción de políticas públicas hace referencia “a una estrategia de acción colectiva, deliberadamente diseñada y calculada, en función de determinados objetivos. Implica y desata toda una serie de decisiones a adoptar y de acciones a efectuar por un número extenso de actores” (Aguilar, 1994, p. 26). Su aparición y constitución disciplinar se ubica en las primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX. Ello estuvo determinado por la influencia de las experiencias de manejo y control de situaciones excepcionales, propias de la Segunda Guerra Mundial, que exigían un uso racional de los recursos disponibles (Ramírez y Lefont, 2019), la necesidad de perfeccionar y optimizar la gestión de las administraciones públicas frente a un crecimiento económico acelerado en el marco de la instauración del Estado de Bienestar (Romero Cano, 2018), y la imposibilidad de continuar explicando, desde estudios jurídicos, los cambios cuantitativos del accionar gubernamental (Gutiérrez, 2017).

En términos epistémicos, el enfoque de políticas públicas nace de la Ciencia Política, manteniendo a lo largo de su existencia un nexo sustantivo de retroalimentación recíproca. Como disciplina potencia la transdisciplinariedad, teniendo en cuenta que uno de sus principios fundamentales puede enunciarse: a cada política debe asistirle el conjunto de ciencias y saberes imprescindibles que demande para su realización efectiva. En estricto sentido, converge y se mueve en ámbitos como la gerencia pública, el derecho administrativo y público, la teoría política y la sociología. No obstante, la actual producción de epistemología política resultante de investigaciones sobre políticas públicas, está sujeta a la diversidad de tradiciones académicas que se interesan y proyectan en torno a su trazado. Pueden encontrarse análisis que parten además de construcciones académicas como las ciencias empresariales, las ciencias de la comunicación y de grupos enfocados en los estudios de ciencia tecnología y sociedad.

Los análisis sobre políticas públicas en Cuba se encuentran precedidos, aunque no con una relación causal bien definida, por una amplia tradición académica sobre políticas sociales, cultivada esencialmente desde la sociología, donde se destacan autores como María del Carmen Zabala, Mayra Espina, Angela Peña, Dayma Echevarría, Reyna Fleita, Lucy Martin, entre otros. Si bien existen análisis aislados, vinculados entre otras temáticas con el medio ambiente (Delgado, 1999), son la teoría y la ciencia política las que congregan los mayores esfuerzos en su introducción y desarrollo (Morffi, 2004, 2015; Romero, 2016, 2018, 2019; Lefont& Ramírez, 2020).

El proceso social que demanda el reconocimiento de las políticas públicas para el uso en el ejercicio de gobierno se ubica en la reforma económica y social (Espina, 2015) iniciada a raíz de la conformación de los Lineamientos de la Política Económica y Social (PCC, 2011), concebidos en el VI Congreso del Partido Comunista de Cuba. En este periodo se originan un conjunto de transformaciones trascendentales que van a constituir el segundo momento -puede ser considerado como una segunda ola- de cambios profundos para el socialismo en Cuba y su propuesta de sistema político, luego de triunfar la revolución en 1959. A los lineamientos económicos, que modifican las relaciones de propiedad y amplían las formas de gestión, le sucede una actualización jurídica que hace viable, en términos de legalidad, los cambios económicos, impacta en la organización del tejido institucional del Estado, e introduce, en 2019, una reforma de la Carta Magna, sin precedentes por su profundidad y alcance en la historia constitucional revolucionaria.

Este movimiento contextual exige una mutación de las administraciones públicas municipales, hacia las que se transfiere mayor peso en la gestión para el desarrollo local y nacional. Se pretende un modelo autogestionario que integre autonomía municipal, descentralización de poder, facultades, funciones, recursos y responsabilidades, y una reanimación de actores diversos proactivos, capaces de involucrarse en estrategias complejas de gobierno para solucionar las dificultades que presentan los territorios. Las políticas públicas emergen en estas circunstancias como instrumentos orgánicos con potencialidades para renovar la gestión de las administraciones públicas y responder a las necesidades actuales de reordenamiento del país.

La selección de la cultura del debate para explorar como un elemento de máxima densidad gravitacional a tener en cuenta para el análisis de las políticas públicas no es un hecho arbitrario. La cultura del debate es un tejido sensible que abarca todo el conjunto de prácticas, instituciones, valores y códigos que hacen posible el intercambio coherente, racional y comedido de ideas y sentidos comunes y opuestos entre los seres humanos. La existencia de una cultura del debate, extendida y consolidada en el respeto a la diferencia y la inclusión democrática del otro, constituye el sostén básico sine qua non para promover cualquier alternativa emancipadora.

El objetivo del presente artículo es exponer el vínculo imprescindible entre las políticas públicas, asumidas en forma de tecnología gubernamental alternativa, y la cultura del debate que debe acompañarla y propiciar óptimas condiciones, hasta tanto le sea posible, para viabilizar efectividad en las implementaciones y el tránsito hacia una nueva y sostenible gobernanza.

DESARROLLO

Singularidades de las políticas públicas: hacia una tecnología política compleja

Entendidas como una herramienta de gobierno que pauta un modo específico de organizar, gestionar y orientar lo público mediante la construcción y reconstrucción de nexos entre la Sociedad civil y el Estado para dar solución a las demandas del sistema político, las políticas públicas aproximan y hacen confluir como prácticas no excluyentes y complementarias a la actividad política institucional cotidiana, al ejercicio de la administración pública y la participación ciudadana. Como forma de gestión específica poseen una serie de características particulares que la distinguen de otros instrumentos habilitados para la gestión y resolución de los problemas públicos.

Se organizan en ciclos de fases o etapas

Las políticas públicas se conciben y materializan a partir de una planificación estricta, flexible y coherente con las capacidades tecnológicas adquiridas por la administración, las potencialidades de los actores involucrados y los recursos disponibles en correspondencia con un margen de tiempo definido en el momento de su formulación. Toda política, sin importar los presupuestos epistémicos e ideológicos que la sostenga, se despliega a través de esquemas y modelos prácticos secuenciales. No existe una comunidad de concepciones homogéneas en torno a la cantidad de fases y gradaciones intermedias que deben tener.

Las propuestas y modelaciones tienden a organizarse de forma general en inicio, desarrollo, y conclusión de la política. A la etapa del inicio corresponde la identificación, conceptualización, discriminación y jerarquización de problemas desde la agenda pública. Esta fase es crucial pues se determina si el problema en cuestión puede ser solucionado a través de una política pública o mediante otra forma de gestión política y administrativa. Se realiza una primera identificación-concertación con los sujetos más próximos a intervenir en la política sobre las formas más óptimas y viables para su trazado. El centro de esta etapa está constituido por el diseño de la política pública.

En la fase del desarrollo se encauzan un conjunto de acciones y cursos orientados a cumplir con los objetivos de la política. El peso de este segmento es tal que, generalmente, se concibe a las políticas públicas como cursos de acciones, es decir, se reduce y sintetiza por la forma, el contenido y los límites de esta etapa específica. En el desarrollo la política se implementa, aplica, rectifica y si es preciso se reorienta atendiendo a la irrupción de nuevas circunstancias. Por su lado, el ciclo de la política finaliza con un ejercicio conclusivo de evaluación pormenorizada y valoración general cuantitativa y cualitativa, de los aspectos que permitieron cumplir o no con las metas propuestas. Esta fase debe ejecutarse con profundo sentido crítico para develar insuficiencias, omisiones, vicios y obstáculos que afloraron en su hechura. Como proceso sociopolítico, cada una de las fases se encuentra estrechamente ligada, se contienen entre sí en cierta medida y no son radicalmente excluyentes.

Exigen de la participación efectiva de los beneficiarios vulnerados

Entre las posibilidades que brindan esta forma de gestión gubernamental, se encuentran la superación gradual del excesivo asistencialismo y verticalismo, institucionalmente legitimados que, en no pocos casos, inhabilitan la capacidad reactiva del ciudadano. Las políticas públicas demandan de la participación efectiva, que es, en resumidas cuentas, capacidad para influir, decidir, implementar y controlar, por parte de los sectores populares afectados sobre los cuales se pretende introducir un cambio particular (Lefont y Ramírez, 2019a).

La incorporación de los actores vulnerados en la búsqueda de soluciones a los problemas que frecuentan, posibilita una gestión pública más ágil, operativa y transparente; mayor racionalización de los recursos, pues se encuentran también en la obligación, siempre que sea posible, de aportar de diversas maneras en todos los momentos de la política; y lo más importante, conduce a la conformación de sujetos políticos autogestionarios, en tanto ciudadanos comprometidos, proactivos y empoderados. Esta es la base de la autogestión de todas las instancias que comprenden el sistema político y la clave para lograr la autonomía económica y tecnológica a la que se aspira.

Los actores y entornos sobre los que se pretende impactar, que se revelan como el objeto de la política, proveen de conocimiento acertado, objetivo, amplio y profundo, necesario a expertos y funcionarios públicos, para diseñar y encauzar la gestión hacia buen término. Por un lado, brindan una visión interna desde dentro del problema, y por otro, aproximan posibles soluciones coherentes y afines con sus demandas. Este hecho constituye potencialmente a los beneficiarios vulnerados como actores con cuotas de poder, y, en consecuencia, con capacidad plena para negociar los modos de implementar las políticas.

El gobierno se constituye en gestor-coordinador no exclusivo y no excluyente

En la gestión de las políticas públicas, el gobierno redimensiona su institucionalidad y funciones. Sin dejar de cumplir con sus obligaciones tradicionales y sin transgredir el marco legal, orienta sus esfuerzos a establecer o restablecer puntos de contacto, de encuentro y diálogo entre las partes de la Sociedad civil relativamente aisladas, y entre la Sociedad civil y el sistema de instituciones gubernamentales. El gobierno se torna coordinador y regenerador de vasos comunicantes, obstruidos o inexistentes en gestiones anteriores.

En esta lógica, se redistribuyen cuotas de responsabilidades equilibradas entre las distintas dinámicas de los actores que intervienen en la política. La proporción de corresponsabilidad está dada por el lugar y las funciones específicas que cumplen los actores en cada una de sus fases. No se trata de que el gobierno -en la transferencia de cuotas de poder- se desentienda de las demandas de la sociedad y se desprenda de todas sus facultades hasta quedar a la deriva de organizaciones y poderes corporativos privados o de grupos situados a la sombra del sistema jurídico institucional. Con frecuencia, analistas de la disciplina desde una postura reduccionista, identifican la co-gestión con la contracción de las funciones gubernamentales, y la no intervención del gobierno en los asuntos de la Sociedad civil. El gobierno no cede a ninguna instancia -al menos desde la perspectiva argumentativa que sostenemos- el mantenimiento y la protección de las garantías ciudadanas fundamentales.

Se complementa el control jerarquizado, propio del tejido institucional de los gobiernos y las administraciones públicas tradicionales, con el coprotagonismo de un amplio diapasón de actores que facilitan transparencia, cohesión social, movilidad y un elevado índice de legitimidad construida en el diálogo y la satisfacción de variadas demandas desde una misma política pública. La corresponsabilidad no significa no-responsabilidad gubernamental, como ha sido sostenido (Morffi, 2015), sino responsabilidades compartidas y afrontadas desde variadas perspectivas que la construyen en el ejercicio de la cooperación. Los gobiernos no gobiernan solo, ni siquiera en compañía exclusiva de la parte que le brinda apoyo y legitimidad a través del voto y el acompañamiento de las acciones que implementa. La complejidad, dinamismo y diversidad del mundo actual, las cuales tienden a ser cada vez más enrevesadas, no admiten una visión única homogeneizadora, sino que requieren de múltiples aproximaciones permanentes desde la pluralidad existencial con que se identifican los actores inmersos en la realidad.

Demandan de la presencia de expertos que colaboren en todas las etapas de la política

La política pública exige la presencia de actores de conocimiento, grupo de analistas o expertos que, en su participación, brindan un conjunto de prestaciones imprescindibles para una realización efectiva. Los expertos aportan modelos de análisis, conceptualizaciones y perspectivas teóricas favorables para orientar las prácticas y omisiones de los actores al cumplimiento de los objetivos previstos. Contribuyen con el diseño, reorientación y evaluación de la política y se perfilan como gestores encargados de codificar y decodificar los flujos de ideas, intereses y valores conforme a la creación de consensos entre las diversas partes.

El rol de los analistas consiste en permear todo el proceso de instrumentos científicos coherentes para tomar las mejores decisiones, optimizar los recursos y reducir, en la medida de lo posible, el margen de errores que impacten negativamente en cada una de las fases. Responden, en este sentido, con las necesidades de inteligencia de cada política en particular. Existen dos tipos fundamentales de expertos que en la mayoría de los casos se complementan y trabajan de tal forma que la distinción entre uno y otro es casi imperceptible, sobre todo cuando forman parte de un mismo equipo.

Están los analistas -o especialistas- en áreas específicas del conocimiento distribuidos en empresas atendiendo el desarrollo de procesos tecnológicos, científicos, empresariales y organizacionales, o en instituciones productoras específicamente de conocimiento como universidades, institutos, redes y centros especializados en inteligencias. Estos desarrollan sus actividades como científicos, docentes, gestores de conocimiento o tecnólogos y pueden asesorar a los gobiernos, una vez que se les solicitan sus servicios, desde los desarrollos y resultados alcanzados en sus propias áreas. En estricto sentido, devienen surtidores de conocimiento esencial sobre los objetos de las políticas.

Por otra parte, se encuentran los analistas dedicados exclusivamente a estudiar las dinámicas, regularidades y especificidades del ejercicio de gobierno y las tensiones generadas en torno a los usos, control, distribución y regulación del poder político. Estos se enfocan en las ingenierías gubernamentales y en la creación de modelos interpretativos y prácticos para conducir la confluencia de distintas intervenciones por el itinerario menos frágil e incierto. Su objeto se ubica en las mecánicas y artesanías de gobierno que hacen posible el desplazamiento de energías y recursos hacia la asimilación de los problemas y el completamiento de políticas destinadas a resolverlos. Los dos tipos de actores de conocimiento responden a qué hacer y cómo hacer más óptima y cohesionada la política.

De forma general, los expertos se constituyen en transformadores de informaciones científicas, religiosas, populares y tradicionales, relativamente aisladas y desconectadas, a conocimiento útil para la práctica de gobierno y la adecuación de las conductas orientándolas hacia el mejoramiento de la gestión administrativa. Pueden ser visualizados como auto-reguladores y meta-compensadores de los desequilibrios sociales, políticos y económicos que alcanzan y desvirtúan la política.

Se formulan y despliegan a partir de la construcción permanente de consensos

Toda política, sea política pública o no, requiere la formulación constante de consensos que permitan viabilizar las estrategias concebidas desde las administraciones gubernamentales, fijar las bases del orden social y brindar estabilidad al sistema. El consenso entre las partes que integran la totalidad del tejido humano de las comunidades actuales, devuelve a la política su sentido de existencia más profundo y necesario. La articulación de las voluntades y la estructuración paralela de conductas proactivas, aisladas e institucionales, enfocadas en las urgencias sociales contribuyen a la conformación de una ciudadanía corresponsable y a desburocratizar la gestión administrativa de lo público. El consenso entre mayorías populares, “legitimado a partir de la aceptación de normas básicas de conducta moral” (Ayllón, 2003, p. 1), reactiva la condición de sujeto al incorporar al ser humano al espacio y ejercicio de la definición de los límites y los contenidos por los que ha de discurrir su propia realización individual y colectiva.

La política se hace y constituye a través de las tensiones emergentes en la confluencia de consensos y disensos. La diversidad actoral que tiende a equilibrar las posibles polarizaciones en el contexto de las políticas públicas, ubica en la construcción de consensos una de sus piedras angulares. La presencia de valores, intereses clasistas, perspectivas ideológicas, formas de aprehender la realidad, aprendizajes y esquemas de actuaciones distintos, exige la conformación de acuerdos sostenibles como condición básica para concebir e implementar políticas públicas. Este despliegue de encuentros constantes y simultáneos abre nuevas perspectivas para las negociaciones en la búsqueda de ejes comunes que sostendrán las estrategias diseñadas, redimensionarán las formas organizativas de gestión, y servirán además como cohesionadores del sistema político.

El carácter de público de una política lo establece justamente la creación de consensos entre actores económica y culturalmente diversos, pues, sobre la base del consenso se establecen nexos que permitirán intercambio equitativo, coherencia, solidez, permanencia a la política y una reconstrucción de lo que es común a todos como un espacio posible. Donde no hay consenso entre actores diferentes dotados de identidades y aspiraciones distintas, no hay política pública. Con frecuencia se ubica al consenso como uno de los contenidos fundamentales de la concertación y el diseño, entendidas estas como las primeras fases de la política pública. La argumentación y persuasión (Majone, 2005), que adquieren significativa relevancia en este momento, representan los recursos técnicos que harán posible un diálogo efectivo capaz definir y proyectar los objetivos de la política, en función de los intereses de los implicados sobre la base de los consensos originados en sus encuentros. La formulación de consensos no es exclusiva de etapa alguna; las acciones que den sustancialidad permanente a la política pública han de partir y desarrollarse desde el consentimiento explícito de todos sus actores.

Es preciso destacar que solo a través del consenso pueden implementarse políticas atendiendo a las prácticas de corresponsabilidad, coprotagonismo y cooperación, es decir, desde el modelo de las tres c, como lo hemos dado en llamar. La imposición de objetivos, la exclusión de actores no empoderados y con ello la anulación de sus urgencias y potencialidades, no contribuyen a crear consensos y en consecuencia fragmentan las posibilidades reales de realizar políticas públicas.

Las políticas públicas son focalizadas, locales, territoriales y sectoriales

Por su alcance espacial y las dimensiones que presentan, las políticas públicas son tecnologías político-administrativas focalizadas, no universales, tendencialmente localistas, territoriales y sectoriales. Lejos de repeler o excluir otras formas de gestión administrativa, las políticas públicas complementan los modos tradicionales de gestar lo público. En este sentido, no vienen a sustituir o a desplazar las políticas gubernamentales o a las políticas sociales. Incluso pueden comprenderse como una expresión singular que comulga en ciertos aspectos y emerge del mismo tronco común en el que se originan las políticas gubernamentales y las políticas sociales.

Estas últimas tienen una dimensión universal, homogeneizadora, unidireccional, impositiva en el caso de las gubernamentales, y no exigen la participación activa y reguladora de los beneficiarios en todas las etapas que las componen respectivamente. Si bien cumplen con una función social imprescindible, sobre todo en lo que respecta a la regulación y control del sistema político y a la nivelación de las disparidades sociales, con la asistencia de recursos, servicios y tecnologías a sectores vulnerados, la desigualdad y pobreza estructurales con las que se forman la sociedades modernas requieren, además, de instrumentos particulares y especializados que atiendan bolsones poblacionales y problemas específicos a los que aquellas por sus características propias no alcanzan.

Las políticas públicas adquieren pertinencia justamente allí donde las políticas sociales y gubernamentales ceden terreno por la necesidad de focalizar y atender problemas revestidos por determinadas particularidades. No obstante, atendiendo al hecho de que todos los problemas, situaciones o poblaciones en riesgos se inscriben en una localidad, se puede ejercer un gobierno local a través de políticas públicas. Esto no implica que se rechacen o descalifique la necesidad de las políticas sociales, materializadas en área como educación, salud, sanidad y seguridad social fundamentalmente.

El gobierno por políticas se instala en la responsabilidad universal de los gobiernos locales sobre los espacios que administran y las estrategias que gestionan, es decir, exige más actuación, racionalidad y compromiso por parte de las instituciones y funcionarios públicos inmediatos. Cuando una política deja de ser focalizada hacia un grupo o sector social específico o traspasa el ámbito local y territorial alcanzando dimensiones globales, deja de ser una política pública propiamente. Esto refuerza la concepción de que las políticas públicas no son ni generalizables ni replicables pues aun cuando se formule una estrategia a nivel nacional los gobiernos locales deberán reformular sus modos de intervención atendiendo a las características particulares de cada región, sus recursos, potencialidades y limitaciones.

No podrían utilizarse las mismas variables y patrones para analizar y evaluar todas las experiencias. Aunque existen problemas universales como la pobreza, la carencia del recurso agua o insuficiencia de la capacidad habitacional, cada territorio evidencia tales situaciones de distintas formas, con jerarquías, recursos disponibles, capacidades tecnológicas y niveles de organización diferentes. Ello obliga a aceptar y promover una diversidad de estrategias que hace imposible universalizar un modelo efectivo o deficiente único.

La evaluación es plural y concomitante

La evaluación es un proceso activo y complejo que singulariza a las políticas públicas. Desde esta forma de gestión presenta tres características que la distancian de los modelos tradicionales de evaluación y refuerzan la participación múltiple como especificidades de todas las fases de las políticas públicas. En primer lugar, la evaluación presenta una naturaleza horizontal. No se realiza desde una sola dirección, verticalizada desde arriba hacia abajo, en donde el gobierno ocupa el rol de juez evaluador exclusivo. Esto supone que no son sólo las instancias de gobierno las que definen cuándo, qué y cómo evaluar el despliegue de la política (Osuna y Bueno, 2015).

Como esta se enmarca y produce un ejercicio democrático contenido por una nueva gobernanza, proactiva y autogestionaria, la evaluación se transversaliza desde un esquema horizontal, descentralizándose del núcleo concéntrico estatal. En segundo lugar, como consecuencia, la evaluación es plural y multilateral. Cada actor, desde sus identidades e intereses, tendrá que evaluar en qué medida la política pudo satisfacer o no sus demandas particulares, qué valores o productos añadidos adquirieron, más allá de los concebidos por el diseño, y por último deberá analizar-con sus propios instrumentos- el cumplimiento o no de los objetivos generales de la política. La triangulación y el cruzamiento coherente de los resultados de este ejercicio, brindará resultados extraordinarios tanto en el orden práctico como en el valorativo (Lefont y Ramírez, 2019b).

Entre otros aspectos enriquecedores, la evaluación -desde esta perspectiva- aportará una visión particular y global a la vez del modo en el que se perciben los diferentes actores y como asumen propiamente la gestión del gobierno. La acción simultánea del actor-evaluador, se revela como una evaluación profunda, plural y no instrumental, la cual “pretende tomar en cuenta los diversos puntos de vista para la construcción de consensos más amplios, de forma más horizontal. En este sentido, tiene una relación estrecha con la idea misma de gobernanza” (Roth, 2009).

Por último, y no menos importante, la evaluación es concomitante y no un acto conclusivo aislado del resto del proceso. Aunque la mayor parte de los modelos y experiencias sitúan una fase denominada evaluación, esta se ejecuta a partir de la integración de evaluaciones parciales y rigurosas de cada momento de la política. Se evalúa, por tanto, la concertación, la argumentación, el diseño, la implementación, la corrección y la misma evaluación una vez que concluyen. Esta fase se orienta al análisis del ciclo de la política en general, constituido por el despliegue de los ejercicios particulares que le preceden. Esto, obviamente, genera un esfuerzo de inteligencia casi inconcebible desde los modos tradicionales de la gerencia pública.

La evaluación concomitante no deja a un lado la evaluación de los objetivos definidos en el trazado de la política. Es decir, además de comprehender la misma función de la tradicional, el ejercicio del análisis constante de cada una de las fases introduce nuevas potencialidades porque permite reorientar los cursos de acciones, los objetivos y las perspectivas definidas en el mismo movimiento de su hechura ante nuevas e imprevisibles dificultades. Flexibiliza la operacionalidad institucional administrativa y la capacidad de movilización de las fuerzas y recursos disponibles ampliando los márgenes de posibilidad para cumplir satisfactoriamente con las metas de la política. La evaluación entonces permite redefinir y reconducir la estrategia hacia mejores lugares sin violentar o extender el curso de la política.

Las políticas públicas exigen una cultura del debate abierta y proactiva

El grado de desarrollo y la amplitud de la cultura del debate en toda sociedad, es proporcional a la transparencia con la que se manejan los asuntos públicos, al alcance democrático de sus instituciones, y a la conciencia de las libertades adquiridas y ejercidas en los propios límites históricos de su funcionamiento. Asumida como la capacidad, esencialmente tecnológica, del todo y cada una de las partes que conforman un conglomerado social o relaciones sociales particulares, para viabilizar su existencia a través del diálogo como recurso fundamental, la cultura del debate es un proceso complejo que trasciende el espacio estatal-gubernamental, el público y el privado.

Aunque en el modo a través del cual se organizan las sociedades modernas existen instituciones y circunstancias formales dedicadas al uso y la práctica del debate en torno a cuestiones políticas, sociales, económicas, deportivas, religiosas, ecológicas, científicas, artísticas, literarias, entre otras tantas, este es irreductible a dichos ámbitos puesto que presenta una dimensión holística que alcanza a cada una de las fecetas de la vida de los seres humanos. Tal es así que su propia existencia puede llegar a ser definida como un diálogo permanente y auto-constitutivo entre su singularidad individual -o como especie- y la ecología natural y social donde se realiza. La dimensión abarcadora del diálogo puede llegar a convertirlo en ocasiones en un fenómeno relativamente inasible en toda la riqueza y profundidad de sus manifestaciones.

En el campo político, entendido como “aquel en el que lo público alcanza el máximo de publicidad, de ostensibilidad, por jugar una cierta representación de la comunidad como todo” (Dussel, 2011, p. 104), la cultura del debate es susceptible a cierta clasificación y ordenación, sin ánimos de ser exhaustivos, a partir de un conjunto de rasgos que presenta en su reproducción cotidiana. Por su relación con el tiempo histórico y cronológico puede ser tradicional o emergente. Como toda cultura, parte de ser un comportamiento adquirido, endoculturado y transculturado. Se despliega en la dialéctica entre acumulaciones pretéritas ancladas en costumbres tanto de la Sociedad civil como del plexo institucional formalizado que prefigura un tipo de organización social -a partir de estructuras mentales profundas que tienden a la resistencia o a la mudanza, a la transformación o a la conservación-, y el surgimiento de nuevos actores y movimientos que implican códigos diferentes mediante los cuales se renuevan permitiendo continuación o disrupción en sus cursos.

A juzgar por los límites del flujo y la direccionalidad, es decir, por la medida de su proliferación y el sentido que evidencia su orientación, puede ser cerrada o abierta. La cultura del debate es cerrada cuando el sistema institucional clausura relativamente el acceso del resto de la sociedad al ejercicio de un diálogo sistemático, organizado, deliberado y multifrontal, o cuando se mantiene al margen de los debates fundamentales de la sociedad, aún teniendo control sobre ellos, sin permitir una canalización efectiva en acciones, por parte de las administraciones, que respondan a las demandas contenidas en los debates. Solamente se viabilizan las pautas definidas por la agenda de gobierno reacomodando y calibrando constantemente el espectro de temáticas convenientes y la profundidad con la que deben ser abordadas. Se identifica, en consecuencia, por ser unidireccional, rígida, limitada, vertical y con fuertes tintes de autoritarismo.

La cultura del debate es abierta en la medida en que la red de instituciones políticas y administrativas que conforman al sistema político, canaliza, atiende y responde con efectividad a las demandas de diálogo de la sociedad. Desde esta perspectiva, la agenda de gobierno se va conformando y jerarquizando en el proceso mismo de la gestión. Se fortalecen las vías tradicionales de intercambio entre las partes del sistema político, no sólo entre el Estado y la Sociedad civil, y se implementan nuevas a partir de los adelantos científicos y tecnológicos alcanzados. La práctica de la argumentación, la persuasión, la búsqueda de consensos y soluciones compartidos juegan un papel significativo. Así desplegada, la cultura del debate se caracteriza como incluyente, tolerante, flexible, extendida, horizontal, multidireccional y susceptible al discurso de sectores vulnerables y posibles situaciones de riesgo para toda la sociedad.

Con respecto a su capacidad para modificar las conductas y producir cambios, puede ser clasificada la cultura del debate como proactiva o reactiva. Para el campo de la política de nada sirve el acervo teórico, la sapiencia contemplativa si no se traducen en actos, en comportamientos individuales y colectivos que den materialidad a cierto orden, garanticen determinadas condiciones de posibilidad y conduzcan al logro de objetivos y aspiraciones definidas. No obstante, esto no es exclusivo de la política. La religión, la ciencia o la pedagogía, por sólo citar algunos ejemplos, demandan el vínculo entre la teoría y la práctica así como la imbricación de múltiples saberes que integren la realidad y permitan una formación adecuada a la propia condición indivisible del ser humano. Siguiendo esta lógica, y sin apartarnos del análisis que se viene desarrollando, es imprescindible:

Una pedagogía en derechos humanos que renueve los procesos educativos a partir del diálogo, la comunicación y el reconocimiento del otro. Prácticas como estas no solo permitirían reconfigurar los procesos de enseñanza y aprendizaje en las prácticas educativas, sino que, afectando la vida de los integrantes inmersos en estas prácticas escolares, potenciarían la construcción de subjetividades y el acercamiento del sistema abstracto de los derechos humanos construido fuera de la escuela y difundido en ella como discurso hegemónico, impostado e impuesto generalmente de manera acrítica. (Espinel, 2013, p. 175)

La capacidad proactiva, desde la cual puede lograrse una pedagogía social diferenciada como a la que se alude, se evidencia en la cultura del debate a partir de la búsqueda de iniciativas que permitan mayor control sobre posibles acontecimientos futuros a través del comprometimiento con el quehacer de soluciones a las urgencias fundamentales que expone una comunidad particular. Se refiere al diálogo multifacético que brinda anticipación y conduce al involucramiento de los actores afectados en la gestión de procesos. La cultura del debate es proactiva cuando produce prácticas que conectan los ejercicios de diálogos con una participación deliberada y sostenida en torno a cursos de acciones enfocados en brindar alternativas a carencias, omisiones, y conflictos específicos, o a preverlos.

Por otra parte, la condición reactiva de la cultura del debate se refiere a un estado de pasividad e inalterabilidad de los diálogos, y sobre todo de sus consecuencias inmediatas, incluso cuando se manifiestan en desacuerdos o choques frontales de cualquiera de las partes vinculadas. Depende de grandes tirones sociales para que el debate, como espacio e institución orgánica y propositiva, adquiera relevancia y connotación. Su materialización lejos de producir actuaciones consecuentes, se aleja en cierta medida de las zonas de conflicto y se repliega conforme al curso de los intereses hegemónicos en juego. Cuando la cultura del debate es reactiva no toca las cuestiones sensibles y se inhibe ante la posibilidad de abrir nuevas líneas de análisis y de actuaciones posibles.

Según su naturaleza, que adquiere el contenido y los límites propios de lo político, la cultura del debate puede ser de confrontación, de claudicación, de imposición, de resistencia y de consenso. Este modelo, que esquematiza ciertas regularidades del proceso y que responde a un análisis desde las ciencias políticas no agota su complejidad y diversidad.

Estas dimensiones de la cultura del debate, así captadas y clasificadas desde el pensamiento lógico abstracto, nunca aparecen en la realidad en estado puro, aisladas unas de otras en contradicción irreconciliable, o desgajadas de valores, intereses y aspiraciones. Casi por regla general se complementan y corrompen unas a otras constantemente. Pueden representar polos opuestos, extremos que adquieren realidad histórica en un movimiento donde confluyen como expresiones hegemónicas o contaminantes subversivos en planos donde podrían instituirse y significar alternativas o intermediaciones de las otras. En la historia y comparación de los sistemas políticos pueden presentarse también como causas y fundamentos entre sí, o de forma aleatoria y caótica (Morin y Delgado, 2017).

CONCLUSIONES

Aproximación a la convergencia entre políticas públicas y cultura del debate

En la implementación de políticas públicas, el fenómeno de la cultura del debate ocupa un rol vertebral en todo el proceso. No obstante, es imprescindible concebir el vínculo entre estas tecnologías en dos sentidos que se retroalimentan, y no de forma unidireccional. La participación política de la ciudadanía representa uno de los ejes transversales, tal vez el más importante, donde convergen la cultura del diálogo y la hechura de políticas públicas.

Sin una expresión adecuada y extendida de la primera que viabilice el encuentro y la ordenación de valores, necesidades e intereses y permita de esta forma construir bloques organizacionales de diversos actores con voluntad para resolver problemas particulares, es imposible trazar y ejecutar políticas públicas. Estas se tornan a la vez en un desafío para la cultura del debate tradicional, pues exigen desde la propia participación crear dinámicas y espacios emergentes, abiertos y flexibles que contribuyan a redimensionarla en una cultura esencialmente democrática e inclusiva. Ambos procesos interactúan como potenciadores del otro situando en la participación la práctica mediadora básica y principio elemental para una nueva gobernanza.

Entre los supuestos definitorios -en gran parte subyacente- que podrían brindar optimización máxima del diseño, de la implementación y la evaluación de políticas, se encuentra el cultivo previo de una cultura del debate proactiva e incluyente. Sin una comunicación efectiva, que parta de ubicar o aproximar coincidencias mínimas (Serrano, 1993) entre asideros culturales, intereses, metas, formas de aprehender, comprender y transformar la realidad, se hacen inoperantes los intentos de implementar políticas públicas. Para lograr corresponsabilidad, coprotagonismo y cooperación, prácticas constituyentes y en consecuencia imprescindibles, entre los actores e instituciones implicadas en la hechura de políticas públicas, es menester la confluencia y retroalimentación de múltiples lenguajes y códigos interpretativos irreductibles al ámbito de la comunicación política y de mecanismos formales tradicionales.

Este es un proceso complejo que detenta, posiblemente, las contradicciones, disensos, e incompatibilidades tecnológicas y cosmovisivas acendradas más espinosas y peliagudas con potencialidad para obstaculizar el diálogo y la articulación de voluntades en todos los niveles posibles. Ahora bien, el curso de la política pública, representa una alternativa para modificar la pasividad, la apatía, el clientelismo, la segmentación y el desinterés profundamente perceptible en la mayor parte de la ciudadanía global. La lógica estructural que expone esta forma de gestión, al menos desde la perspectiva que se viene sosteniendo en este y otros trabajos, demanda proactividad en cada una de sus fases y contribuye a la construcción multi-dialógica de la realidad desde diferentes prácticas.

Cultura del debate y políticas públicas cimentan, imbricadas en una dialéctica irreductible tal y como se puede evidenciar en el cúmulo de relaciones sociales contenidas en su confluencia, dos procesos medulares para toda política que pretenda enfrentar los grandes dilemas de las comunidades actuales y el saneamiento necesario de la vida política de las naciones: consenso popular y transparencia político administrativa.

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Recibido: 12 de Junio de 2020; Aprobado: 05 de Agosto de 2020

*Autor para la correspondencia: lizzy@uniss.edu.cu

Los autores declaran que no presentan conflicto de intereses.

Lisandra Lefont Marín. Contribuyó con la elaboración de la introducción y las conclusiones. Desarrolló las primeras tres singularidades de las políticas públicas que expone el artículo asumidas y argumentadas a partir del hecho de que se organizan en ciclos de fases o etapas; exigen de la participación efectiva de los beneficiarios y de una pluralidad de actores con diferentes roles hacia su interior; y por último, el acápite que ubica el lugar y carácter del gobierno como gestor-coordinador no exclusivo y no excluyente. Produjo el resumen con su respectiva traducción y definió las palabras claves. Colaboró y dirigió además la revisión total del artículo una vez concluida su escritura.

Mariano Próspero Álvarez Farfán. Contribuyó con la elaboración de la introducción y las conclusiones. Elaboró los dos últimos acápites del desarrollo del artículo que ubican como singularidades de las políticas públicas a la exigencia de establecer una evaluación no tradicional, concomitante, no instrumental y plural; y por otro lado, la parte que argumenta la exigencia de una cultural del debate abierta y proactiva como condición necesaria para implementar con efectividad este tipo de estrategias gubernamentales. Se encargó de identificar, delimitar y adaptar las referencias bibliográficas a las normas editoriales de la revista. Colaboró con la revisión total del artículo una vez concluida su escritura.

Juan Carlos Ramírez Sierra. Contribuyó con la elaboración de la introducción y las conclusiones. Elaboró tres de los acápites del desarrollo del artículo que singularizan las políticas públicas a partir del reconocimiento de que demandan de la presencia de expertos que colaboren en todas sus fases o etapas; se formulan y despliegan desde la construcción permanente de consensos; y por último, la argumentación de que las políticas públicas por generalidad, tienden a ser focalizadas, locales, territoriales y sectoriales. Colaboró con la revisión total del artículo una vez concluida su escritura

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