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versión On-line ISSN 2411-9970

ARCIC vol.9 no.24 La Habana sept.-dic. 2020  Epub 18-Ene-2021

 

Dossier monográfico

América Latina: escarceos en lo simbólico después de la pandemia

Latin America and it choppinesses in the symbolic dimension after COVID-19

Emilio Barreto Ramírez1  * 
http://orcid.org/0000-0001-9909-7911

1Universidad de La Habana, Facultad de Comunicación. La Habana, Cuba.

RESUMEN

Para América Latina la occidentalización constituye una primera ganancia: por medio de la concreción de ese proceso, las sociedades latinoamericanas le han impuesto una especie de hándicap al Primer Mundo, pues los Estados-Nación, al asumir el modelo de vida, de cultura y de gobierno occidental, le han plantado al Norte un modo de resistencia frente al pensamiento hegemónico. Eso les ha posibilitado la sobrevivencia y el desarrollo como mecanismo dentro de los cánones occidentales: el Sur con sus especificidades, pero en clave occidental. Esa realidad puede ser traducida en la occidentalización ancestral de América Latina como un proceso dialéctico y ambivalente que consigue un acabado en la decisión de construir una región que en cuestiones de producción simbólica y de identidad entienda que existir y crecer es preciso parta de mirar de frente al Occidente desarrollado con las técnicas y la tecnología del propio Occidente opulento.

Palabras clave: contracultura de la violencia; izquierda; derecha; cultura del consumo; identidad

ABSTRACT

For Latin America, westernization constitutes a first gain: through the concretion of this process, Latin American societies have imposed a kind of handicap on the First World, since the Nation-States, by assuming the model of life, culture and Western government, they have planted in the North a mode of resistance against hegemonic thought. This has enabled them to survive and develop as a mechanism within Western canons: the South with its specificities, but in a Western key. This reality can be translated into the ancestral westernization of Latin America as a dialectical and ambivalent process that achieves a conclusion in the decision to build a region that, in matters of symbolic production and identity, understands that existing and growing is necessary starting from looking straight ahead. The West developed with the techniques and technology of the affluent West itself.

Keywords: counterculture of violence; left; right; consumer culture; identity

Introducción

La Covid-19 fue declarada pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS) cuando el Planeta ya se encontraba en circunstancias notablemente adversas como consecuencia del empoderamiento de la contracultura de la violencia. Vamos a entender por contracultura aquellas prácticas individuales y colectivas que disminuyen a un estado de precariedad el componente ético de tales expresiones sociales. La contracultura de la violencia exhibe un contenido amplio, a saber: la aceleración de la industria del armamentismo, el racismo, la xenofobia, el abuso de género, entre otros flagelos.

Un diagnóstico acertado en torno a la contracultura de la violencia se le debe a Edgar Morin (2006), quien se ha referido al modo en el cual esta tensión social ha probado fuerza a escala mundial bajo el amparo del capitalismo en los países que usualmente se adhirieron al modelo del Estado de Bienestar y que, con el ascenso del thatcherismo y el reaganismo durante la segunda mitad de la década de los setenta y la primera de los ochenta del siglo XX, respectivamente, accedieron a la desautorización del diálogo entre los ámbitos del capital y el trabajo, sobre la base de “la explosión del mercado mundial”. Y específicamente en los Estados Unidos de América ha de verse la explosión del mercado muy ligada al disparo del consumo o consumismo: el trueque de la categoría consumo cultural en cultura del consumo: otra manifestación de la contracultura de la violencia, por su carácter deshumanizador por ser esencialmente irracional.

En la médula de su diagnóstico, Morin ubica estas prácticas como creadas y divulgadas por el pensamiento de la derecha emplazada en el Primer Mundo. Se trata de una derecha que rige y dicta desde Europa occidental y los Estados Unidos de América y de inmediato consigue una caja de resonancia en la derecha ubicada en el Tercer Mundo, sobre todo en América Latina: donde esa caja amplía sobremanera sus decibeles. Sin embargo, es la propia lógica de la relojería política en la democracia representativa la que, en la gestión de la izquierda -sobre todo, o sea, más que en la derecha- ha apelado a la formulación de propuestas dirigidas al establecimiento de concordatos para economías plurales que reconocen la economía cooperativa, la mutualista y la economía de mercado (Morin, 2006:33).

Así, en América Latina se ha puesto en órbita la concertación a través del mecanismo del ALBA-TCP, la UNASUR, el Grupo de Río, y el Mercado del Sur. Ello con el talante de una izquierda que lideró las acciones políticas desde la clausura del siglo XX hasta rebasada la primera década del siglo XXI. Luego están el ALCA y la Alianza para el Pacífico: dos mecanismos de la derecha que propician el acercamiento al lobby conservador en los Estados Unidos y la penetración del Banco Mundial del Comercio y el Fondo Monetario Internacional (FMI) en Colombia, Perú, Chile y México. Después, los virajes políticos en la Argentina del macrismo más Ecuador, Brasil y Bolivia en los últimos tiempos, han declarado una mayor incidencia de la Alianza para el Pacífico. Ello ha derivado en una sensible reducción de la CELAC a pieza de acción casi disminuida cuando su objetivo fundamental es la apertura de espacios culturales y educativos entre las naciones firmantes. Al respecto, el gran problema que es posible identificar en América Latina es el particularismo con el cual trabajan y se despliegan los movimientos sociales y los partidos de izquierda: ambos actúan de manera asincrónica; sobre todo los segundos, los cuales luchan por alcanzar el poder central del Estado sin reparar en que lo sensato pudiera ser ejercer el poder desde el establecimiento de la hegemonía aun cuando no se encuentren administrando las cuotas de autoridad que le son compatibles a la ideología posicionada en las élites que se hallan ejerciendo la gobernanza (Morin, 2006:33).

Como resultado de todo lo anterior, se ha internacionalizado una occidentalización que es la derivación de la carrera tecnológica. Por su lugar en el mundo, esto es, las expectativas que despierta en el Primer Mundo, América Latina tiene un lugar central en semejante proceso de desenfreno. La occidentalización de América Latina no constituye un proceso endosado porque el modo de vida y de producción estadounidenses llamen tanto la atención en las capas burguesas y en las élites de la derecha gobernante; es también la herencia de siglos de dominación colonial que generaron, en lo simbólico, una cultura francamente suculenta por estar repleta de matices y mediaciones signadas por la hibridación entre lo español, lo aborigen, lo africano (Yépez, 2015), más el componente asiático que reconoce la dimensión china más la judaica y la arábica, es decir, el criollismo mediado por particularismos que se tornan francamente insospechados allende los mares. La hibridación de la cultura, suele apostillar Néstor García Canclini (2003), es una fortaleza originada y fraguada en Latinoamérica: región que ya ha logrado producir al respecto un sello propio con marca registrada ante el Nuevo Mundo.

Esa dimensión de lo occidental es una primera ganancia para los países del Sur. Pero hay otra brecha que impone un hándicap al Primer Mundo: en América Latina los Estados-Nación han asumido el modelo de vida, de cultura y de gobierno occidental y eso les ha facilitado un sendero de resistencia dentro de los cánones occidentales: se trata del Sur con sus particularidades, pero en clave occidental. Ello convida a ver en la occidentalización ancestral de América Latina un proceso lógicamente dialéctico y ambivalente, tal y como se transparenta en la visión que sobre el asunto tiene José Ramón Fabelo Corzo (2003:34): la occidentalización de América Latina constituye, finalmente, la decisión de una región en proceso de desarrollo de existir y crecer mirando de frente al Occidente desarrollado y desde la plena utilización de las técnicas y las tecnologías del propio Occidente desarrollado.

Por consiguiente, pudiéramos formular una premisa o punto de partida: la construcción simbólica de lo occidental es el fomento y la divulgación del mito en un prisma de múltiples miradas: el desarrollo de la ciencia, la voluntad de poner todo ante el tribunal de la razón y la búsqueda afanosa del progreso. Y lo correcto -para justificar a plenitud semejante premisa- habría de ser la consecución del ideal de Morin: que en torno a esa aspiración de talante humanista se produzca y se afiance una capacidad de intercambio civilizatorio entre el oeste, el este, el norte y el sur (Morin, 2003:35).

Algunas veces en el centro de ese proceso -otras en la periferia-, se halla el panorama religioso: liderado por las principales religiones monoteístas (el judaísmo, el cristianismo y el islamismo). Las religiones se han afanado en escudriñar en la valoración de las relaciones con el otro, es decir, el prójimo, más la relación de éste con Dios y con el Evangelio, con Alah y con el Corán. Para fundamentar criterios en torno a lo anterior las religiones han enarbolado la noción del perdón, la reconciliación, la clemencia, las virtudes teologales. Y ello ha sido efectivo, pues las religiones han demostrado la tenencia de grandes virtudes. De hecho, ha sido el discurso en torno a la moralidad, la eticidad, lo que les ha permitido permanecer en el ámbito de lo público después de iniciado el indetenible proceso de secularización propiciado por la Revolución Francesa. Las grandes religiones monoteístas han intentado dialogar entre ellas, precisamente para buscar estrategias que les permitan ganar terreno para un posicionamiento todavía más visible al interior de la sociedad secular.

Y si las iglesias han conseguido un protagonismo mayor es precisamente porque han elaborado y divulgado un discurso encaminado a la propuesta de acciones para frenar el incremento de la contracultura de la violencia, la cual ha coadyuvado también en la ralentización del curso de la Modernidad. Ese segmento del diagnóstico se le debe al teórico alemán Jurgen Habermas (2004). El inventario de Habermas es minucioso pero se limita a una visión eurocéntrica del asunto. Y ello se torna indiscutiblemente reductivo. Habermas no concibe la solución del problema más allá de lo que se pueda generar en teoría o pensamiento filosófico en el cuadrante que conforman Alemania, Francia, Inglaterra y Estados Unidos de América. Ello constituye un error de apreciación porque en Alemania, Francia e Inglaterra el ditirambo político entre la derecha y la izquierda se lleva todo el protagonismo de las acciones políticas. Y en Estados Unidos el desenfreno de la contracultura del consumo ha sido, desde el advenimiento de la sociedad postindustrial, el obstáculo principal que ha debido encarar el progreso del curso de la Modernidad.

Desarrollo

En este punto del camino es donde se dejan ver las contribuciones que puede ofrecer el pensamiento social en América Latina: un terreno político en el cual la izquierda contendiente dentro de la cosa pública se vuelca en la exploración frecuente de alternativas socioculturales que procuren el desarrollo social. A esa gestión las ciencias sociales en Latinoamérica han añadido el análisis sostenido de los valores insertos en la realidad histórica de la Región (Fabelo Corzo, 2003). La diferencia con el Norte es que en las naciones latinoamericanas -unas más que otras-, aunque ya bastante contaminadas por el virus del híperconsumo, se ha procedido a un impulso en lo que concierne al debate axiológico. José Ramón Fabelo Corzo (2003:264) ubica esa porfía en dos líneas destinadas a polemizar en torno a la naturaleza de los valores, estas son: la teoría axiológica general en el pensamiento filosófico latinoamericano y en la filosofía marxista. Este renacer de la axiología en América Latina resulta beneficioso para abundar con mayores propiedades en lo que respecta a la fundamentación del discurso sobre la identidad del ser latinoamericano, así como para todo cuanto le atañe a la articulación de otro discurso de marras: el inherente a la historia, a la memoria también de quien ha nacido y ha decidido vivir en América Latina.

En Latinoamérica, el discurso sobre la naturaleza de los valores está prestando una atención cuidadosa al establecimiento de una relación dialéctica entre el estudio de los valores universales con los que se definen ahora como los propios de la región. Luego está la perspectiva marxista, la cual siempre ha tenido muy en cuenta los valores que constituyen tanto distingos como particularismos de clases sociales, por ejemplo, así como los sistemas de representación puestos en función en el ámbito de lo público tanto por el sistema socialista como por el capitalista.

El actual empeño axiológico deja ver sus raíces en la Filosofía de la Liberación con el ensayo El hombre latinoamericano y sus valores, editado en Colombia, en el crepúsculo de la década de los setenta del siglo XX. En estas páginas los valores aparecen incorporados al grado de autenticidad que representan las cosas para la existencia. Es decir, la vida humana es el punto focal de todo discernimiento (2003:265). Y ello ha de conducir el compromiso individual con el acontecer del prójimo en el ámbito de lo social. Entonces, el futuro del pueblo constituye la centralidad de toda valoración.

En Latinoamérica la reflexión en torno al marxismo afloró en 1969, cuando el filósofo español -cuya vida transcurrió en México-, Adolfo Sánchez Vázquez, incluyó en su libro didáctico Ética un capítulo en el cual se aproximó a la valoración moral (Fabelo Corzo, 2003:26). Pasado un tiempo, el belga de formación francesa y experiencia latinoamericana como investigador, Armand Mattelart (2006), identificó y fundamentó el valor de las mediaciones y los mestizajes en las culturas autóctonas latinoamericanas. A partir de ahí pudiera centrarse el debate del problema de los valores en América Latina desde una perspectiva de autoctonía. Al respecto, ha de tomarse en cuenta que la especulación filosófica en la Europa del Descubrimiento de América parte de la interrogación acerca de si la población aborigen puede ser considerada como de la especie humana. Desde ese prisma de valoración fue que se sometió la existencia del indio al canon del europeo (Mattelart, 2006:229). El mismo rasero le fue aplicado después al negro traído de África. Luego fue juzgado mal el criollo quien, como consecuencia de tal vejamen, y de la percepción de la villa como patria local, dejó de verse como peninsular para comenzar a sentirse americano.

Pero el mestizaje -no sin tropiezos absolutamente tangibles- se convirtió en la génesis de formación de una identidad que, con los años, comenzó a notarse en el sendero de la dependencia en los planos de lo económico y por extensión en el de lo político. De ese modo, América Latina comenzó a ser terreno fértil para una mayor asimilación de lo foráneo que se tornaba vertical. En ese sentido, el discurso sobre la identidad del latinoamericano resultó cuestionado hasta en su propia esencia y por ende en sus valores.

Ese particularismo ha mutado hasta convertirse en una realidad de facto en cada espacio y en cada tiempo latinoamericano. Se trata del problema ético ancestral que ha debido encarar el pensamiento social latinoamericano: la disquisición sobre los valores que han constituido el sistema de representación de lo público en el ámbito del sujeto social latinoamericano. Ese módulo de valoración ha quedado siempre encuadrado en el enfoque que se ha construido con los aparatos categoriales irradiados desde el pensamiento hegemónico diseñado en Europa y los Estados Unidos de América.

En síntesis, la investigación social en América Latina se ha estado interrogando a sí misma en relación con dos planteos de dimensiones teleológicas: ¿quién es el latinoamericano? y ¿quién puede llegar a ser, o en quién puede convertirse? Esas preguntas, asevera Fabelo Corzo (2003:231), son colocadas una y otra vez en el campo de la investigación filosófica con el objetivo de visualizar, en el horizonte, el problema del destino del ser latinoamericano. En tal sentido ha estado también el asunto en el campo de la investigación histórica, precisamente con el concurso del marxismo en la perspectiva del materialismo histórico, a través del cual es posible llegar a conocer el verdadero estado de la ubicación del ser individual y el colectivo en la historia. Sin embargo, es prudente dejar a buen recaudo que tal objetivo de investigación ha ido a parar no tanto al regazo de la historia y sí al de la investigación axiológica.

El trueque entre una y otra parcela de saberes comienza a producirse desde que la investigación social se introduce en parte del testamento político de Simón Bolívar, quien en Carta de Jamaica, con fecha 6 de septiembre de 1815, declaró: "somos un pequeño género humano, poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas las artes y las ciencias (...) no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles" (Fabelo Corzo, 2003:231). La afirmación de Bolívar denotaba un concepto que era preciso desentrañar primero desde el debate ontológico y después, con mucha más fuerza, desde los referentes éticos, pues la cuestión exigía conocer si ese “pequeño género humano”, forjador de “un mundo aparte” era capaz de portar una identidad cuya valía fuese capaz de exhibir un sello tan propio como valedero en un concierto planetario convencido de la eficacia del ser europeo. El debate identitario propuesto por Bolívar se convirtió en espacio de resistencia frente a la cultura hegemónica que, además, estaba emplazada en el poder metropolitano. De ese modo, el criollo se decidió por la asunción de una autoconciencia.

Pero la postura defensora de la autoctonía experimentó una bifurcación en tres vertientes preocupadas, cada una a su modo, por la obtención de un ser latinoamericano. La primera fue la del hispanismo; la segunda es la del panamericanismo y la tercera la del latinoamericanismo (Santana, 1978; Barreto Ramírez, 2015). El hispanismo y el panamericanismo, respectivamente, tuvieron en Domingo Faustino Sarmiento su principal exponente. Sarmiento consideraba Europa occidental y Estados Unidos de América los paradigmas para encauzar la formación de un ser latinoamericano. Así al menos lo dejó percibir con claridad en su libro Civilización y barbarie: los caudales del progreso proceden de esa región que hoy conocemos como Primer Mundo. (Sin embargo, es preciso aclarar que para Sarmiento el legado ibérico era deficitario al lado de lo que podían ofrecer Inglaterra, Francia y los Estados Unidos de América. El latinoamericanismo, por su parte, ha tenido en José Martí un estandarte a partir de la publicación del ensayo Nuestra América: región circunscrita desde el Río Bravo hasta La Patagonia con todas las especificidades que contiene en su interior.

A partir del decenio de los ochenta del siglo XX -afirma Armand Mattelart-, comienzan a aparecer las perspectivas acerca de la transnacionalización de la cultura en lo que el investigador belga ha dado en conocer como la extensión del sistema-mundo (2006:225), lo cual ha consistido en la voluntad y la capacidad de conectar las sociedades a través de redes destinadas a ejercer eficacia con propósitos de universalidad. El interés y el empeño son novedosos. Sin embargo, la verdadera atracción se hace notoria, según Mattelart -y la razón le asiste-, en la llamada de atención que despierta en sociedades no precisamente desarrolladas o pobres, las cuales, ante la sugerencia de reordenamiento de las relaciones sociales que caracterizan a las tecnologías de la información y las comunicaciones (TICs) lo que han conseguido es la desestructuración de los espacios sociales para entonces conminar a la estructuración de espacios nuevos no estrictamente como medios de comunicación sino como espacios para la convivencia y las relaciones sociales mediadas por la precaria calidez de la virtualidad.

Tensiones internacionales en el campo de la cultura

Este proceso se fue forjando sobre la base de ciertas resistencias mediadas por los conflictos generacionales que se tradujeron en fases de contemplación a la nueva realidad para una adaptación a ella. Desde esta circunstancia se erige a escala mundial un proceso de asunción de la comunicación social que en cada región ha experimentado mediaciones acaso más o menos específicas. Y todo este entramado que se gesta en el espacio de lo público tiene como telón de fondo el campo de la cultura.

Al respecto, el pensamiento social no se ha visto en encrucijadas notables porque desde la década de los sesenta ya había comenzado a dar cuenta de cambios en el sujeto individual y colectivo en relación con el empleo de los espacios (los singulares y los más complejos). Por ende, las ciencias sociales se entregaron al análisis de la intersubjetividad. Y en este apartado de saberes tuvieron cabida las investigaciones sobre los problemas de la clase trabajadora (los empleados y los campesinos); por ende, los sindicatos, la tirantez partidista que se fue creando en algunas latitudes entre la intelectualidad y el obrero común, ya no tan necesitado del concurso de una clase pensante que lideró junto a la burguesía la transformación revolucionaria de la Francia de fines del siglo XVIII. Se establecía la sociedad postindustrial y con ella una reterritorialización signada por el desafuero del mercado. Ello, igualmente, constituyó un resorte para el discurso sociocultural.

Este panorama conformó en su momento una nueva narrativa. Porque trocó la visión de las aspiraciones colectivas en el nivel de lo que ha de ser considerado como "lo cosmopolita": se trató de un punto de giro al interior de eso que Mattelart llama "la concepción esencialista de lo universal", esto es, la transformación de la teleología de la cultura que venía absolutamente asentada desde la Ilustración. Esta esencialidad novedosa debió reconocer y aceptar a nuevos factores sociales que mediaron a los sujetos sociales configurados a partir del escenario que dibujaron el Mayo francés del 68, la Guerra de Viet Nam, el hippism, la beatlemanía, la Revolución cubana de 1959, entre otros eventos político-sociales de entonces.

El cambio social de los sesenta tiene como telón de fondo la concreción de la bifurcación de la Modernidad, la cual no se ha realizado del todo, tal y como afirma Habermas (1984) en su ensayo La modernidad inconclusa. La propuesta de una Era Moderna concretada en el afán revolucionario de 1789 en Francia avanzó hasta que la producción capitalista a gran escala en los Estados Unidos de América dibujó un panorama distinto al que continuaron fomentando las economías de los países de Europa occidental. Al respecto, Mattelart (2006:227) consiguió una síntesis a partir de la revisión de estudios de caso. La interrogación de una muestra de hombres de negocios estadounidenses, franceses y holandeses en relación con la eficacia de mecanismos endógenos para saber el empuje en el interior de cada una de las respectivas idiosincrasias, pero siempre a partir de la visión de los enardecimientos derivados de la competitividad y la guerra económica. En ese sentido se analizaron los discursos públicos, así como las fórmulas extraídas de experiencia exitosas en el Japón de transmutación floreciente después de la derrota sufrida en la Segunda Guerra Mundial. A todo ello le fue opuesto el cúmulo neto de ganancias experienciales en las culturas de cada nación.

El francés, en absoluta identificación con la dinámica social emanada de la inspiración de La Bastilla, procedió sobre la base de respetar la “lógica del honor” que es parte significativa de las ideas del liberalismo avanzado de inicios del XIX, mediante el cual los franceses han conseguido instaurar un talante ético para revisar el curso que ha de seguir la pelea entre el bien y el mal, o sea, entre la virtud y el honor, frente a la maldad. Al interior de ese altercado fue posible advertir una diferencia sustancial aparecida por medio de las prácticas culturales ejercidas en los Estados Unidos de América: el consumo desmedido. El holandés, finalmente, se decantó, además de por el honor, por la prudencia y la búsqueda del consenso en lo que a voluntad social se refiere.

Investigaciones como estas terminan por ubicar un conflicto en el campo de la cultura: el hecho de que la Modernidad haya bifurcado su curso anuncia la existencia de prácticas tradicionales que parece no van a desaparecer -al menos por un momento que ya se aprecia extendido. Esas prácticas tradicionales son las que la austeridad ha aconsejado y han impuesto las élites de poder durante todo el arco histórico que dibujó la Edad Media en Europa occidental. El Medioevo fue una época mayormente obscura: plagada de inercias, retrocesos, enclaustramiento de las relaciones sociales por la manipulación ejercida por la Iglesia. El proceso de secularización iniciado con el advenimiento de la Era Moderna prometía levantar toda la cortina de hierro diseñada y emplazada en el feudalismo pero, sin quererlo, la cultura del consumo puesta en práctica en el capitalismo estadounidense ha terminado por legitimar éticamente el discurso del catolicismo en relación con lo dañino que resulta para las sociedades la impulsión de esta especie de espiritualidad del lucro de lo material. Si el discurso eclesial ha conseguido hoy un reposicionamiento en el centro de la esfera pública es porque la testarudez en el desenfreno del consumo lo ha propiciado. El capitalismo de la sociedad postindustrial ha contribuido al despegue y el enseñoreo de la nueva narrativa que constituye una parte de la cultura de la violencia.

A pesar de la razón expuesta en el párrafo anterior (la relacionada con el híperconsumo) Habermas insiste en afirmar el resultado fallido de la Modernidad occidental. Las consideraciones más sustanciosas al respecto las ofrece Michel Foucault en Hermenéutica del sujeto (1994), específicamente en una conversación con otro filósofo de la sospecha, el francés Gille Deleuze. Una lectura meticulosa de Foucault permite hacer tangible, además de la premisa sociocultural aportada hace unas líneas, la siguiente hipótesis:

A la burguesía, clase revolucionaria durante la Ilustración, le pareció total el cúmulo de logros obtenidos en el preámbulo de la Modernidad y no se detuvo a observar la presencia de una clase obrera deshistorizada, que era mayoritaria y que ya en el primer decenio del siglo XIX dio muestras de sentir no cumplidas sus expectativas, las cuales habían sido bien fundadas desde fines del siglo XVIII, cuando la Revolución Francesa accedió a que el pensamiento social de entonces viera en la sociedad un proyecto pedagógico (Barreto Ramírez, 2014). Las ideas del liberalismo avanzado se formularon en un contrato social que insuflaba esperanzas en todas las capas sociales. Esas esperanzas comenzaron a deprimirse rebasado el primer cuarto del siglo XIX. De ello dan fe las varias revoluciones que vivió Francia en el lapso que va de 1830 hasta la década de los setenta, cuando tuvo lugar la Comuna de París.

Mucho de cierto puede probarse en la hipótesis sintetizada del pensamiento de Foucault, pues la praxis de la izquierda en América Latina tiene una experiencia sorprendente en la gestión del Partido de los Trabajadores durante la campaña presidencial que llevó a “Lula” Da Silva a la alta magistratura del Estado. La experiencia en cuestión consistió en la conducción del Partido prescindiendo del liderazgo político de la intelectualidad, lo cual había constituido una constante en la praxis partidista de la izquierda desde la instauración de la Era Moderna, pues desde entonces se había manejado el criterio de que la sabiduría política y la experiencia de la intelectualidad eran fundamentales para llevar adelante el cabildeo en aras de las reivindicaciones de la clase obrera.

Esta realidad parece estar lanzando el fenómeno de la teoría y la práctica en el ámbito de lo político al terreno de la cultura, pues pudiera existir un consenso en que la realización de las gestiones políticas y económicas per se ya resultan agotadas. (Es fundamental precisar que se hace referencia a métodos concebidos dentro de la Modernidad valorada desde el desarrollo o crecimiento económico.) Ante esa realidad, un sector de la antropología se planteó una nueva fórmula para que las ciencias políticas y las sociales, respectivamente, se propusieran una forma más novedosa para llevar a cabo el diálogo entre la producción de cultura y su posterior divulgación a escala internacional, y las culturas autóctonas, esto es, con sello de identidad nacional. El escenario para tamaña empresa habría de ser el Tercer Mundo. La premisa de la cual partió esta investigación se hace corpórea en el criterio de que la rapidez del movimiento de la producción cultural concebida a partir de la transnacionalización, no tiene como objetivo la homogeneización del Planeta sino todo lo contrario: la multiculturalidad y la creación de un mestizaje cada vez más acentuado (Mattelart, 2006:233).

Antropología cultural para el Tercer Milenio

Para Mattelart (2006:233), lo transnacional en la irradiación de la cultura se concreta en un par de componendas: una es un mecanismo que mediará todo el tiempo las idiosincrasias de las comunidades localizadas en las periferias de las respectivas sociedades. Estos grupos se hallan a merced de la representación de lo simbólico que caracteriza a la cultura en la localidad respectiva, aun cuando también se puede advertir algo de un flujo importado de la cultura de masas. Otra es la recepción de flujos importados que se incorporan a la cultura de la localidad a partir de una síntesis acaso muy ligera. Para Mattelart se trata de un reciclaje. Pero quizás no sea tan así; en una comunidad aborigen no precisamente distante de la ciudad de Cuenca, en Ecuador, es posible ver población autóctona que ha incorporado signos y símbolos de la sociedad de consumo estadounidense sin el menor atisbo de reciclaje. De cualquier modo, son dos tramas que -con razón dice Mattelart- “se entretejen la una a la otra”.

Sobre el mismo tema se ha pronunciado el antropólogo indio Arjun Appadurai (en Mattelart, 2015), quien ha conseguido acercamientos nítidos al fenómeno de la Globalización desde el análisis de la cultura. Appadurai establece una distinción entre Globalización y Homogeneización. La primera involucra la utilización de una multiplicidad de recursos de homogeneización, estos son, “armamentos, técnicas de publicidad, hegemonías de las lenguas y de las formas de vestir” que aparecen como incorporados por las respectivas culturas locales. Y ello para, a partir de ahí, ser devueltos a modo de utensilio para la comunicación en lo que pudiera resultar un escenario heterogéneo (en Mattelart, 2015:233).

Appadurai se ha esmerado en la creación de un concepto: el de Modernidad alternativa, al cual ha llegado observando investigaciones en torno a la publicidad y la gestación de lo que llama “comunidades de consumidores”. La unidad de análisis elegida ha sido la India, país en el cual, contrariamente a lo acontecido en el hemisferio occidental, el nacionalismo ha sedimentado las bases para recibir a las técnicas publicitarias. Y esto resulta inevitable, pues el desarrollo de la publicidad constituye un ecosistema que acoge el proceso de Globalización de manera asimétrica. La Modernidad alternativa da cuenta del proceso de modernización acelerado nada más en las clases medias que se acogen al cosmopolitismo. Ello requiere que busquen afanosamente esfuerzos del empresariado en torno a recortar la diferencia entre lo simbólico y el mercado.

La metodología de Appadurai consiste en auxiliarse del concepto inicial de industria cultural (a la usanza de Adorno y Horkheimer) y la distribución de bienes simbólicos de producción nacional con el objetivo de seguir el curso de la historia de la Modernidad. Ello le permite identificar la articulación entre lo moderno y lo premoderno, en alguna medida como consiguió hacer Umberto Eco en sus estudios sobre cultura de masas. El resultado obtenido por Appadurai se asienta en la negociación entre lo que puede ser considerado posmoderno y lo preindustrial.

La Modernidad que se inauguró con la Ilustración había objetivado la razón, las ideas, la capacidad de pensar y de participar individualmente en el ámbito de lo público. Tanto era así que llegó a ver en la sociedad una especie de proyecto pedagógico para la elevación del ciudadano como sujeto social (Barreto Ramírez, 2014). Pero la Modernidad Alternativa, visualizada mucho después de la sociedad postindustrial y al interior del debate que se conoce como postmodernidad, ha objetivado la economía, tal y como sentencia Guy Debord primero en el Informe Situacionista (1957) y diez años después en La sociedad del espectáculo (1967). Porque la Modernidad que identifica y argumenta Appadurai se asienta en el avance de los estamentos ubicados en los diferentes estratos sociales. Es decir, contempla los beneficios que obtienen esas microeconomías o economías familiares en diálogo con otras razones, las cuales pueden ser de discriminación. (Y estas, entonces, serían contraculturales.) Es decir, no únicamente de elevación del talante sino por el retroceso, por las brechas que se abren al interior del diapasón en este caso por el disparo del consumo.

En este sentido, Manuel Castells (en Mattelart, 2015:234) estima valedero revisitar la noción de “nueva dependencia” para ofrecer un perfil más cercano al respecto. Esta nueva Modernidad que Appadurai apellida como alternativa rige un “nuevo modelo de desarrollo mundial” del cual se deriva un indetenible desgajamiento de estratos sociales, de formas de economía, de disímiles prácticas culturales que van desde la producción y consumo de bellas artes hasta las más disímiles prácticas individuales y colectivas tanto en el ámbito de lo privado como en el de lo público. Y aquí habría que preguntarse dónde van quedando las diferencias entre lo privado y lo público, pues mucho de lo privado se está proponiendo al discernimiento en el ámbito de lo público: desde la sexualidad hasta los conflictos intrínsecamente familiares. De ese modo, la Modernidad alternativa, en una clara apuesta por lo efímero, se halla dinamitando los proyectos de interés colectivo, como las identidades nacionales y las regionales, por ejemplo. Únicamente van quedando incólumes aquellas ideologías que no provienen de las narrativas tradicionales o metarrelatos que consiguieron trascender el Medioevo y refundarse, sin adulteraciones visibles, en la ética de la Era Moderna. O sea, se trata de narrativas cuya formación y fundamentación data de algunas décadas, tales como el feminismo, por ejemplo.

Consideraciones finales

Ahora mismo en Latinoamérica se está dejando ver un terreno enorme por explorar en relación con las identidades nacionales, en un primer plano, así como en torno a la identidad regional, en un segundo momento para los investigadores sociales. En esta agenda se incluyen los problemas cruciales para la inserción de la región en el tema del despegue de la Modernidad. Algo adelantaron los docentes e investigadores Jesús Martín-Barbero y Omar Rincón cuando se decidieron por proponer agendas de país (2009). El término posee talante de categoría de análisis que apuesta por un cúmulo de razones totales para la preservación y el enaltecimiento de las respectivas identidades nacionales. Agendas para pensar las naciones y por ende para fortalecer las identidades. La metodología a seguir en América Latina no será una sino varias: según la filiación ideológica del grupo político o el partido que ostente la hegemonía en cada una de las naciones. Y en América Latina, tal y como aparece al inicio de este artículo, se hallan empoderadas tres ideologías que se disputan la hegemonía en la lucha por el establecimiento de una identidad: el hispanismo, el panamericanismo y el latinoamericanismo.

Esa discrepancia, sin embargo, se verá mediada por la introyección de los movimientos sociales ya bastante bien posicionados en las redes de comunicación y en el liderazgo de la educación popular de absoluta vocación participativa. La segunda modalidad de acción social, es decir, la comunicación en los espacios comunitarios tiene la virtud de recurrir tanto a las plataformas virtuales como a las radiobase, a los megáfonos y a los volantes en aras de comunicar un mensaje de emancipación y dignidad ciudadana. En cualquier caso, esta forma de gestión para una nueva narrativa nada más tiene que sopesar la eficacia del discurso de la identidad nacional o de colectivo frente a la narrativa de lo efímero, del consumo, de la temporalidad y de la despolitización en medio del desvanecimiento del Estado garante, es decir, la disolvencia del Estado de Bienestar.

Esa realidad habría entonces de compulsar un nuevo punto de partida para el pensamiento crítico. Y para ello pudiera ser preciso revisitar otra vez a Armand Mattelart, quien al respecto atisbó un foco de atención en la relación entre los usos sociales y los usuarios: a saber, las prácticas culturales colectivas en el ámbito del ocio, las cuales tienen gran peso específico en América Latina, donde se consume tanto y a la usanza del modelo estadounidense. Claro está, los porcientos de consumo han de ser lógicamente menores porque el nivel adquisitivo del ciudadano medio en cada país de Latinoamérica es todo el tiempo menor que el del ciudadano medio estadounidense. Pero los hábitos de consumo, los resortes para consumir y la racionalidad son tan parecidos que pudieran caracterizarse como exactos en la similitud. De ese modo, el pensamiento social ha de penetrar con decisión y claridad en las perversiones del consumo: algo que tan claro tiene el ciudadano medio del Primer Mundo en Europa occidental, o sea, en Francia, Alemania, Inglaterra e Italia, por citar nada más tres países, pero de los más industrializados.

En relación con lo anterior, el pensamiento social europeo continúa manteniendo pistas aconsejables. En el crepúsculo de la década del setenta del siglo XX, Michel de Certeau estructuró varias premisas a las cuales nombró “la invención de lo cotidiano”. Sobre la propuesta de Michel de Certeau, el propio Mattelart (2015:244) ha dicho que funcionan como “contrapunto de las estrategias de otro francés, Michel Foucault, en el libro Vigilar y castigar (2012), donde se estudian “las redes de la vigilancia” en las sociedades occidentales de la segunda mitad del siglo XX. En relación con este punto de vista, no lo creo tan valedero, pues Foucault alcanzó a hacer grandes revelaciones en clave de identificación y de reconocimiento contextual, pero no tuvo tiempo de proponer metodologías destinadas a combatir y erradicar los males que había identificado.

Michel de Certeau (2015) atendió muy bien las redes de vigilancia identificadas y analizadas por Foucault para entonces proponer las "redes de la autodisciplina": aquellas que se transparentan a través del ejercicio de la cultura en lo individual y lo colectivo. O sea, son los procederes de los usuarios en el ámbito de lo social. Estos procederes desatan un proceso de actividades por medio del cual se construyen ellos mismos una forma propia de relacionarse con los productos, o sea, las normas que ponen en juego para el consumo de tales productos. Para de Certeau, el consumo es el arte de darle uno y otro uso a los bienes simbólicos.

Reticencias hegemónicas frente a las nuevas narrativas

En el empuje del pensamiento y las prácticas de la postmodernidad, la política de lo hegemónico ha atisbado la posibilidad de emprenderla contra las identidades. Semejante cruzada se puede ver en el efecto del nivel de resistencia que ha sido capaz de activar el sentimiento de identidad frente a todo empuje de ribetes imperiales. Coartar las identidades sería liquidar el aliento de la resistencia (Fabelo Corzo, 2003:282).

En el respeto a la tradición de las identidades se pueden formar muy buenas talanqueras que impidan el derrumbe del universo simbólico que asiste al mantenimiento de la sociedad o la comunidad en cuestión. Para Fabelo Corzo (2003:284), la identidad se robustece con los valores. Y si éstos son propios, pues mejor aún: más identidad libre de contaminación foránea. Es saludable ver los valores en diálogo fluido con la identidad y para ella. De ahí que los valores sean integrados según convengan al discurso de la identidad para ser vividos desde la praxis. En el caso de América Latina, la cuestión sería realizar una búsqueda consciente en la historia regional para identificar los valores tradicionales que merecen ser preservados como legado activo para el latinoamericano del presente. Pero esos valores han de dejar espacio para el análisis del sistema de valores de las sociedades internacionales. Así se podrían identificar los valores redituables en América latina para que sean usados luego de ser sometidos a un proceso de sistematización y síntesis, con el objetivo de facilitarle a las naciones latinoamericanas una feliz inserción en el ámbito internacional.

Referencias bibliográfica

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Recibido: 30 de Septiembre de 2020; Aprobado: 04 de Noviembre de 2020

*Autor para la correspondencia: emiliobarreto@fcom.uh.cu o emiliobarreto6207@gmail.com

El autor declara que no existen conflictos de intereses.

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