INTRODUCCIÓN
En el presente texto se articulan las comprensiones y reflexiones derivadas de la investigación «Espacialidades y procesos educativos» (2016-2017), que contempló cuatro ejes de indagación y reflexión. Primero, las espacialidades: áreas, formas, ambientes; segundo, las funcionalidades: actividades, relaciones espaciales, uso del espacio; tercero, los contextos: inserción, asoleamiento, áreas libres; cuarto, las subjetividades: experiencia de habitar y formación de sensibilidades. De este último eje, en particular, nos ocupamos en este artículo.
Las indagaciones iniciales nos permitieron advertir ciertas preocupaciones generalizadas con relación a los entornos íntimos, comunitarios y eco-ambientales y sus afectaciones recíprocas. Desarrollos conceptuales, entre los que sobresalen los de los autores Heidegger (1951), Pardo (1992), Augé (2000), Benjamin (2005) y Sloterdijk (2014), aunados a los mensajes difundidos por los medios de comunicación, han contribuido a consolidar la idea de que, en los lugares que habitamos, la existencia acontece como una compleja experiencia subjetiva. De esta manera, parece existir consenso en que los espacios están en relación con la construcción de subjetividades. En este sentido, habitar se ha tornado una experiencia de lugar y se le asigna diversas significaciones. Las espacialidades son subjetivas y performan los cuerpos.
Ahora bien, tradicionalmente la educación ha sido pensada como una actividad centrada en la transmisión y apropiación del conocimiento. El edificio escolar, como lugar en el que trascurren las prácticas educativas, ha sido pensado, diseñado y ejecutado por arquitectos e ingenieros en respuesta, de manera intermitente, a intereses de orden religioso, republicano o bien de estados liberales, entre otros. En este contexto, el espacio es un componente, cuando no un apéndice imperceptible, al servicio de las prácticas pedagógicas. Acorde con esta realidad, la investigación en educación siguió esta misma tradición, de manera que son escasos los estudios que se detienen a explorar y comprender el espacio escolar y sus posibles dimensiones.
Por su parte, nuestra investigación se compuso y desplegó a través de las siguientes preguntas, que posibilitaron anclar y delimitar las problemáticas que subyacen en las espacialidades educativas y a la vez definir la manera de abordarlas:
¿Cuáles eran las singularidades espaciales de los edificios escolares?
¿Cómo se produjeron esas singularidades y cómo continuaron produciéndose hasta el presente?
¿Qué se superpone o qué prevalece sobre lo que se impone como homogeneizador de los espacios y de las subjetividades?
¿Cómo estaban condicionados los espacios a las prácticas y experiencias a las que servían de soporte?
¿Qué otros despliegues se generaban en los espacios escolares, más allá de las intencionalidades educativas formales?
En el modo de proceder de la investigación se entrecruzaron perspectivas historiográficas, etnográficas y la investigación basada en artes (Hernández, 2008). Esta última fue, en gran medida, la que nos posibilitó encontrar las tonalidades formales y estéticas del presente artículo. También es importante señalar que la articulación de estas tres perspectivas metodológicas favoreció el abordaje de las edificaciones escolares en tanto documentos que representan intencionalidades, que comunican y que producen sensibilidades, tal como lo plantea Tomás Maldonado (2004), al indicar que las obras arquitectónicas constituyen un «texto deconstruido, un texto abierto, un texto al que se le puede atribuir un número infinito de referentes» (p. 25); de manera que el estudio de las espacialidades educativas convocó, necesariamente, la inmersión de los investigadores en el espacio escolar.
En cuanto a estas experiencias de inmersión, fue necesario poner en marcha diversas estrategias para la exploración de las espacialidades, entre ellas recorridos guiados, silenciosos y grupos de conversación con estudiantes, profesores y administrativos. Ahora bien, para comprender las polifonías del espacio fue necesaria la expansión sensorial de los investigadores, a fin de encontrar las capas y experiencias sensibles que configuran los espacios; para ello nos apoyamos en planteamientos teóricos y algunas pistas metódicas desarrolladas por Pallasmaa (2006) y Zumthor (2006).
El contexto de la investigación comprendió la exploración de una serie de edificaciones escolares del sector público ubicadas en el perímetro urbano de las ciudades colombianas Manizales y Pereira. En la primera de ellas la investigación consideró doce edificaciones y en la segunda siete. La selección se hizo a partir de acuerdos con los equipos de planeación de las Secretarías de Educación respectivas, de manera que tuviéramos un panorama general de las redes de edificaciones escolares de las dos ciudades.
En el proceso de producción, comprensión y creación escritural a partir del trabajo de campo se le dio un lugar significativo a la experiencia sensible de los investigadores, proceso que siguió una trayectoria de levantamiento de capas, que fue de lo contextual a lo estético-cognitivo, y articuló, además, las tensiones entre categorías inicialmente pensadas y otras que se construyeron a lo largo de la investigación. Esta manera de aproximarnos a las edificaciones escolares y a la producción escritural, derivada de esta experiencia, se arraiga en un modo sensible de construcción de la realidad misma. Por ello, la reflexión sobre los despliegues de la subjetividad, en ese universo que nombramos espacialidades educativas, desbordó un tipo de interpretación en el que priman aspectos como la fragmentación y la clasificación de los asuntos epistémicos. Por nuestra parte, damos lugar a una expansión comprensiva del espacio habitado como el entrelazamiento de las formas, es decir, una hibridación entre los espacios verdes, las edificaciones y los cuerpos. Así, la experiencia de habitar sugiere un acontecer subjetivo del espacio mismo.
1. LOS ESPACIOS EDIFICADOS
Cuatro de las edificaciones que formaron parte de esta investigación, ubicadas en Manizales, poseen carácter patrimonial; las demás corresponden a estructuras arquitectónicas construidas después de la década del cincuenta del siglo xx. Estas son descritas por Coronado (2010) como escuelas Rojas Pinillas y de ellas señala:
la articulación de conceptos claustrales aplicados como patio, una oficina para un rector o director y la confluencia de estas aulas a un espacio de reunión, no dispuesto como patio, sino como sitio de formación y estancia. En esta se toma conciencia [de] que las actividades de recreo no solamente son al aire libre, sino también bajo techo; las actividades deportivas se dirigirían a sectores fuera del contorno escolar (p. 155).
Observamos que, en general, el conjunto de las edificaciones escolares, incluidas las construidas con anterioridad a la década mencionada, responden a parámetros arquitectónicos predefinidos que se repiten sucesivamente de un lugar a otro. En ellas sobresalen galerías de aulas, zonas deportivas, una biblioteca, una o dos baterías sanitarias, una sala para profesores y un área administrativa. Cuando existen espacios como laboratorios, salas de informática y los actuales restaurantes escolares, se trata, en algunos casos, de adaptaciones de aulas convencionales y en otros de adecuaciones insólitas, como es la construcción de la zona infantil en la terraza del Liceo Isabel La Católica de la ciudad de Manizales.
1.1. El predominio del aula
El espacio rectangular delimitado por cuatro muros, una puerta de acceso y, en el mejor de los casos, ventanales de altura estándar, tradicionalmente reconocido como aula o salón de clases, es el elemento predominante en las edificaciones escolares consideradas en esta investigación. Ello está en correspondencia con un discurso generalizado que asocia lo educativo a este tipo de espacios. A propósito del concepto de discurso, Teun van Dijk (2000) se refiere a él como «acción social dentro de un marco de comprensión, comunicación e interacción que a su vez forma parte de estructuras y procesos socioculturales más amplios» (p. 48). En la actualidad, el discurso educativo colombiano se encuentra articulado en torno a tres ejes principales: el proyecto educativo institucional, el modelo pedagógico y el manual de convivencia.
En los recorridos por las edificaciones educativas de Manizales y Pereira pudimos observar que las puertas de las aulas permanecían cerradas, de manera que los espacios, los tiempos y los cuerpos que configuraban esas experiencias educativas transcurrían en sucesivas envolturas. Pablo Pineau (2001), en el ensayo «¿Por qué triunfó la escuela?», publicado en el libro La escuela como máquina de educar. Tres escritos sobre un proyecto de la modernidad, trazó con detalles la forma en que «las piezas que se fueron ensamblando para generar la escuela […] dieron lugar a una amalgama no exenta de contradicciones» (p. 30). En correspondencia con ello, dos páginas después realizó esta afirmación: «Todo lo que sucede en las aulas, en los patios, en los comedores, en los pasillos, en los espacios de conducción, en los sanitarios, son experiencias intrínsecamente educativas a las que son sometidos, sin posibilidad de escape, los alumnos» (p. 32).
Contradicciones aparentemente sin salidas son también las que observamos en una de las esquinas de muchas aulas (Figura 1). Allí suelen apilarse materiales de aseo: baldes, escobas y trapeadores, utensilios que se emplean al final de la jornada escolar para dejar limpios los espacios. Estas esquinas y sus objetos emanan sus propios olores y humedades, pero ello parece ser parte de la cotidianidad del aula de clases.
Los muros de las aulas tienden a estar libres de objetos decorativos; no obstante, en algunos de ellos visualizamos imágenes de santos y crucifijos. En las aulas de las edificaciones que hacen énfasis en la formación de profesores, como es el caso de aquellas instituciones educativas que persisten en llamarse «normales superiores», uno de los muros del aula es empleado como escenario para poner en práctica habilidades comunicativas a través de carteleras o periódicos murales.
En una de las edificaciones visitadas en Pereira observamos una singular apropiación de los muros del aula. Estaban dispuestos como espacios de creación y desarrollo de iniciativas de los grupos de chicos que allí habitaban. En esta misma edificación documentamos una variedad de estrategias que daban apertura a la participación de los estudiantes en la vida escolar. Esta atmósfera espacial no se repitió en ninguna de las demás edificaciones educativas consideradas en la investigación.
Ahora bien, la polifonía de los espacios nos permitió comprender las aulas escolares en una doble dimensión: como espacio componente de la estructura edificada y como unidad espacial independiente. En este último sentido -con pequeñas excepciones- la espacialidad de un aula parece guardar gran proximidad con la asepsia de los espacios hospitalarios y la austeridad de los espacios monásticos; así, la experiencia de educar continúa demandando ciertas exigencias relacionadas con la ausencia de elementos que distraigan o contaminen una sensibilidad formativa centrada exclusivamente en lo cognoscitivo. El aula, comprendida en el contexto estructural de la edificación educativa, remite a una estación de trabajo en una planta de producción. Con este fin, ha sido configurada con la dotación estricta de elementos para el desarrollo de la dinámica de producción; Another brick in the wall1 no para de sonar entre las paredes de las aulas.
1.2. Los patios escolares
Las cuatro edificaciones educativas de Manizales consideradas en esta investigación y declaradas patrimonio cultural corresponden a una tipología constructiva ordenada espacialmente en torno a un patio central, prototipo arquitectónico que se remonta a las abadías medievales y a los palacios del renacimiento romano, en las que la función del patio estaba en relación con el manejo de la luz, la ventilación y el dominio visual del entorno construido. En las edificaciones escolares los patios centrales funcionan también como escenarios deportivos y, por ende, son espacios en los que se realizan las clases de educación física.
En esta misma ciudad hallamos una edificación con unos dieciséis años de construida, cuyo patio central se encuentra cubierto por una pesada estructura, lo que genera una atmósfera asfixiante. El calor y la humedad se acumulan como consecuencia de un aire caliente que no encuentra vías de escape. Más allá de las circunstancias climáticas, en este patio parece concentrarse la rigidez estructural de la edificación; los estados de ánimo que genera concuerdan con ciertas prácticas educativas que allí acontecen y de las que tuvimos conocimiento. Por ejemplo, la organización de grupos escolares por sexo y grupos mixtos con repitentes y transferidos de otras instituciones. También vimos niños sentados en los corredores que decían haber sido expulsados del aula de clases.
1.3. Muros marcados
Las superficies marcadas y perforadas se presentan en lugares insólitos, casi siempre en aquellos que se creen fuera del alcance de la mirada que vigila, sospecha y ausculta. En esta investigación las marcas y perforaciones las hemos comprendido como actos lingüísticos. Al respecto, John Austin (1971) plantea que la «expresión realizativa no describe ni informa en absoluto, sino que es usada para hacer algo o al hacer algo» (p. 104), de manera que las marcas en los muros constituyen actos de habla, actos de escritura, actos subjetivos, en esa doble capa que revisten los movimientos de la subjetividad; se está en un espacio, se acontece en él y se comunica algo de sí.
Los muros y las puertas de los servicios sanitarios parecen tener cierta disposición para acompañar esas experiencias en las que lo ominoso,2 presente en la subjetividad, encuentra un lugar para desplegarse, de manera que esos muros y puertas devienen caparazones de tortugas y escarabajos que protegen y alientan recorridos por bosques nublados. Estos espacios no parecen ser lugares de encuentro, como podría ser la página en blanco para un escritor, pero tampoco tendrían que ser el simple lugar para la canallada.3
Las marcas y perforaciones que observamos en casi todas las edificaciones que formaron parte de la investigación comprenden grafos y dibujos y pensamos que constituyen una forma de acontecer en el espacio, pues allí hacen presencia las fuerzas subjetivas que caracterizan los actos de escritura. Estos grafos y dibujos dan cuerpo a una especie de grafías primigenias, más cercanas a una escritura jeroglífica que a una escritura convencional, y parecen venir a escenificar una subjetividad en su origen, pues se trata de una experiencia puramente sensitiva, sin pasado ni identidad, como si cada figura fuera una experiencia de nacimiento. Pura presencia: los grafos y dibujos no hacen rodeos por las redes de la autoría; el autor no necesita dejar rastros que faciliten su identificación, al contrario, con estos gestos escriturales quizás se busca purificar algo de sí.
En esta escritura, presente en puertas y muros, la subjetividad circula por la profundidad de las perforaciones, en las formas que son insinuadas, en los trazos, unas veces sutiles y otros notoriamente violentos. Dicha subjetividad acontece en los mensajes, casi siempre elementales, proposiciones básicas y repetitivas, como si se tratara de un grito o del manoteo infantil a un juguete. Las superficies acrílicas de algunas puertas exhiben las laceraciones dejadas por instrumentos puntiagudos, rastros de presencia. Aquellas puertas se presentan como lugares en los que los habitantes de los espacios educativos navegan entre la carne de los muros y la pulsionalidad de los cuerpos; puertas que al ser marcadas se les humaniza, se les da un rostro. Esta es quizás una manera de salir del tedio y la uniformidad que observamos en ciertas rutinas escolares.
En los muros y las puertas de los servicios sanitarios algunos deseos cobran forma. Perforar, dibujar, rayar, escribir sobre estas superficies es, tal vez, dar espacio por un instante a deseos que abisman los cuerpos y que buscan salida presurosamente en una partida sin retorno. Este acontecer en muros y puertas podría ser una forma de testificar soledades, de dejar constancia de esas fragilidades que a todos nos anidan, una grafía de lo insoportable que sobreviene cuando el cuerpo no puede más y se desgarra.
Las formas de estar en los muros y en las puertas se superponen y a veces parecen crear algarabías de voces; unas tratan de callar a otras. Algunos trazos nos hacen pensar en autoagresiones, pues estas superficies no logran ser el cuerpo de un otro, a ellos se desplaza, de alguna manera, el cuerpo propio. En muros y puertas se despliegan protestas, irritaciones y frustraciones.
Los gestos de la mano que perfora o escribe sobre los muros simulan por un instante una conversación: «Sabes que, en este colegio, son una partida de visajosos»,4 leímos en la puerta de un baño. El espacio es otra capa de piel que retorna sobre sí mismo, de manera que en las superficies de los muros se experimenta la gestualidad corporal de la misma manera que en otros ambientes cotidianos. Los gestos de escritura o perforaciones en los muros realizan una inscripción del tiempo en el espacio, una energía queda allí condensada e instalada, en tanto promesa que desea activar encuentros y conversaciones con otras subjetividades.
1.4. Los pasajes
Los espacios de circulación, en la mayoría de las edificaciones que formaron parte de esta investigación, se inscriben en las lógicas de economía del espacio, que ponen en riesgo de manera permanente la vida de las personas. En varias de ellas los espacios de circulación apenas cumplen los requisitos mínimos de la norma técnica, es decir, 1,20 metros (Instituto Colombiano de Normas Técnicas, 1997). El pasillo es un espacio de circulación. Cuando está en acción, es imposible permanecer o detenerse. Estos pasillos representan túneles arteriales que reparten los cuerpos en las aulas.
Estamos en el pasaje vacío, nos detenemos en él (Figura 2) y hacemos resistencia a su pedagogía de la conducción. Es un puente que pone en contactos espacialidades, unos modos de existencia con otros. Algunos devienen paisajes de lo íntimo. Se torna puerto; allí viajamos hacia continentes desconocidos. Las imágenes de los pasajes ascendentes de los rascacielos, que reparten rápidamente los cuerpos en niveles cada vez más elevados, irrumpen en el silencio del pasaje que habitamos. Son columnas vertebrales que se activan con las regularidades horarias de la vida escolar, crecientes súbitas que envuelven y conducen. Permanecemos allí por largo rato, mientras tratamos de retener algo de lo que acontece en el pasillo de esta edificación escolar.
Los pasajes son lugares de transformación entre un suceder y otro; es un acontecer en cierto modo atemporal, transitorio y metamórfico. Los corredores que dan a los patios también posen esa dinámica de acción intermitente entre las entradas y salidas de clases. Los cuerpos pasan por ellos de forma desenfrenada. Constelación de vitalidad. Breve momento de intensidad corporal, roces, agresiones, gritos, burlas, caricias, miradas, conversaciones, todo en movimiento. Luego sobreviene el silencio; en cuestión de instantes las aulas han succionado los cuerpos.
Durante las clases, los corredores se tornan sombríos senderos de bosques solitarios donde los ecos se extravían confusos. En algunos pasillos circulan las sombras y oímos voces lejanas de profesores que advierten, prometen y reclaman atención. En esta investigación supimos que los pasajes y corredores son también lugares de castigo. Encontramos chicos expulsados de las aulas y nos contaron que debían esperar allí, de pie o sentados en el piso, hasta que la clase terminara. Con esta práctica pudimos entender que estar fuera es también una forma de encierro.
1.5. Los baños escolares
Los servicios sanitarios (Figura 3), como ningún otro espacio en las edificaciones escolares consideradas en esta investigación, condensan el drama de la inmediatez corporal, un drama que adquiere un ritmo siniestro en cada edificación. El tema de los servicios sanitarios parece estar en relación con cierto discurso academicista propagado por el sistema educativo colombiano, que concentra sus acciones, de manera aséptica, en unos pocos pliegues de lo humano; todo lo demás es negado o excluido.
El área de los servicios sanitarios en sí misma, aunada a los mecanismos de uso, representa una negación violenta del cuerpo y sus maneras de existir en la cotidianidad. Los sistemas de control de los pliegues más inmediatos de la corporalidad son altamente efectivos. Las conversaciones con los mismos chicos dan cuenta de cierto cansancio y resignación frente a condiciones mínimas de bienestar en las instituciones educativas.
Las autoridades escolares, a través de las regulaciones que ponen en circulación, parecen encontrar maneras de conducir los cuerpos, aparentemente correctas. La actual demonización de los servicios sanitarios como lugares de consumo de drogas justifica el uso, por ejemplo, de candados en las zonas de acceso y los sistemas de control y vigilancia más insólitos. En varias de estas edificaciones daba la impresión que los guiones de represión de los cuerpos en los hospicios e internados cobraba ahora renovadas puestas en escena: profesores que vigilan la entrada y salida de los baños, estudiantes «juiciosos» que son encargados de controlar las llaves, baños clausurados porque están en mal estado o al contrario, porque están en buen estado y hay que cuidar que no los dañen, baños convertidos en bodegas de trastos viejos.
En tanto investigadores educativos, no desconocemos la cuestión del consumo de drogas en los espacios escolares y en sus alrededores. Este es un tema delicado, pero lo que observamos en la mayoría de las edificaciones visitadas es más una preferencia por el uso de mecanismos de sujeción de los cuerpos, en lugar de la implementación de estrategias de mantenimiento, aseo y servicios sanitarios acordes a la población que habita el centro. La forma misma de organización de la vida escolar, en la que todos los estudiantes salen a los descansos a una misma hora, sumado a las prohibiciones del uso de los servicios sanitarios en el transcurso de las sesiones de clases, agudiza las circunstancias grotescas y lamentables de los baños escolares de casi la totalidad de las edificaciones que conformaron esta investigación.
Entonces, la cuestión de los servicios sanitarios interroga de forma crucial los discursos y las prácticas formativas que se pretenden agenciar en las edificaciones educativas. Discursos y prácticas que, pese a su larga tradición en occidente, aún no han aprendido a lidiar con las formas más elementales del acontecer de los cuerpos y sus inmediateces orgánicas.
1.6. Los objetos y sus usos
En sintonía con el abandono observado en las edificaciones escolares, la fatiga y el desgaste por el uso prolongado son la constante del mobiliario presente en las aulas de clases. Sillas, mesas y a veces un escritorio para el profesor conforman el elemental y repetitivo mobiliario de las aulas escolares. Esta austeridad ya mencionada parece estar relacionada con ciertas maneras de configurar los espacios educativos.
Jean Baudrillard (1969) se refiere a los objetos como «ese figurante humilde y receptivo, esa suerte de esclavo psicológico y de confidente, tal como fue vivido en la cotidianidad tradicional e ilustrado por todo el arte occidental hasta nuestros días» (p. 27). En las edificaciones escolares, los objetos revisten los espacios y encarnan un discurso educativo atemporal. El tablero, las carteleras, el pequeño escritorio del profesor y las sillas para los estudiantes componen un sistema de objetos para educar. Contemplamos estos objetos sucesivos de una edificación a otra; entonces, las imágenes de talleres de artistas resuenan por todos lados, es una sensación que viene a recordarnos que los espacios de creación necesitan otras cosas.
Investigadores argentinos, en el estudio que denominaron La invención del aula: una genealogía de las formas de enseñar, destacaron otros elementos presentes en esa experiencia envolvente que constituye un aula escolar. Afirmaron que:
No solo los profesores y los alumnos, sino el mobiliario, los aparatos didácticos, las cuestiones de arquitectura escolar, todo forma parte del aula. Los bancos escolares, los pizarrones y los cuadernos tienen una historia y una especificidad de la que conocemos poco hasta ahora. Además de esta materialidad, el aula implica también una estructura de comunicación entre sujetos. Está definida tanto por la arquitectura y el mobiliario escolar como por las relaciones de autoridad, comunicación y jerarquía que aparecen en el aula tal como la conocemos y que son tan básicas a la hora de enseñar que muchas veces pasan inadvertidas (Dussel y Caruso, 1999, p. 31).
Entre esos objetos presentes en las aulas se destaca por su número una silla con un brazo que en el camino se transforma en soporte para escribir; es llamada silla individual o universitaria. Su constante presencia y abundancia en la mayoría de las aulas nos lleva a pensar que este tipo de asiento forma parte de una estrategia del sistema educativo relacionada con los temas de cobertura y accesibilidad, pues un mobiliario minimalista como este facilita acomodar sentados muchos cuerpos en el mismo espacio.
En otras aulas se encontró una pequeña silla que se conjuga con una mesita rectangular en la que se ubican dos estudiantes. La mesa tiene una especie de gaveta estrecha debajo del tablero para guardar los cuadernos en los que se escribe. En una edificación escolar de Manizales hallamos otro tipo de mobiliario. Eran unas sillas diminutas y una serie de mesitas triangulares que pueden unirse para formar mesas de diversas formas. Nos contaron que es un mobiliario asociado a un modelo educativo conocido como escuela activa. Curiosamente, percibimos que en los descansos los estudiantes volvían a reproducir los mismos círculos sentados en el patio y en los pasillos escolares. En otra institución de esta misma ciudad nos contaron los chicos que las sillas son entregadas a través de una especie de contrato al inicio del año escolar y deben ser devueltas en iguales condiciones al final de este; las sillas adquieren entonces un carácter de territorio, con nombre, identidad y formas corporales.
En las sillas y las mesas, aparatos para el reposo de los cuerpos, transcurren las vidas de los chicos; «aquí hemos estado toda la vida», dijeron los de los últimos grados escolares. En sillas como estas, que ahora como investigadores intentamos comprender, transcurrió también un tramo de nuestras vidas y por momentos experimentamos un tiempo que retorna con las mismas vestiduras y ríe discretamente.
El mobiliario acontece como espacio, piel y compañía en ese largo transcurrir de los cuerpos por la vida escolar. Las sillas son espacios de sombra, reposo y espera. En ellas se aguarda el paso del tiempo; mientras tanto, transmiten su sensibilidad a los cuerpos. En esos largos años de reposo los cuerpos aprenden a contener, a ser continentes, condición necesaria para los ideales de consumo contemporáneos. Según Jackson (1992), «paciencia» (p. 14) y «hábitos de obediencia y docilidad» (p. 25) se forman en las aulas. Destacó, además, que las condiciones de hacinamiento determinan una «demora, rechazo, interrupción y distracción social» (p. 13).
Entre los pequeños objetos que salpican las edificaciones escolares, ninguno fue tan sugestivo como los candados (Figura 4). Una y otra vez venían a nuestro encuentro, se presentaban en primer plano, abundantes y consistentes; marcaban territorios y simbolizaban propiedad. Puertas, rejas, muebles y tapas de sanitarios aparecen encadenados. Nos recordaron aquello que dejamos bajo llave para que no tome su propio vuelo. Pensamos en lo que atamos a nosotros mismos y en la manera en que las prácticas educativas que observábamos permanecían encadenas a tiempos pasados.
La monocromía y uniformidad de los mobiliarios y los objetos percibidos en las edificaciones educativas de Manizales y Pereira hablan de la monocromía y uniformidad de las prácticas, de la sujeción a las tradiciones, de la confianza y efectividad de un discurso educativo que se impone y homogeniza los espacios y los cuerpos. Nuestra época sujeta casi todo con hilos metálicos y nuestros recorridos por edificaciones escolares nos lo hacen saber en exceso; y es que de ciertos metales parecen estar hechas muchas de las decisiones que ordenan la vida de aquellas edificaciones.
2. LOS ESPACIOS VERDES
De las 19 instituciones educativas consideradas en esta investigación, cuatro poseen zonas verdes arborizadas en diversas proporciones, dos en Manizales y dos en Pereira. En esta última ciudad, algunas áreas verdes se presentan como bosques asombrosos y están separadas por mallas que demarcan claramente los espacios de la cotidianidad escolar y estas zonas prohibidas y distantes. En Manizales nos hicieron saber que un sistema de cámaras y prohibiciones cumplen esta misma función.
Esos pequeños bosques recuperan entonces su dimensión fantástica, se ven a lo lejos a través de rejas y mallas. El bosque se torna espacio de lo posible, el lugar donde un estudiante podría huir a la manera que lo ideó el romanticismo europeo, en los bosques se podía ser libre de todas las ataduras sociales. Pero en estas ciudades, lejos ya del romanticismo europeo, los espacios no edificados representan posibilidades para los alcaldes y urbanizadores; de hecho, parte del campus de la Institución Educativa Marco Fidel Suárez-CADS, de Manizales, fue convertida en unidades residenciales.
El fantasma de la urbanización de las zonas verdes de estas instituciones educativas ronda por todos lados y tal vez sea su destino, mientras persista un discurso educativo que privilegia el aula como centro de los procesos formativos. Los bosques pueden ser lugares para extraviarse en toda la amplitud posible del término, pero también pueden ser grandes maestros; los árboles, los suelos húmedos y la fauna que los habita tienen historias que contar. La vegetación enseña que el verde de las hojas no refiere a una única realidad; basta contemplarlas a la distancia indicada y se sabe entonces que aquello que se denomina verde no significa gran cosa, pues el verde deviene multiplicidad de tonalidades.
Esta multiplicidad de los verdes conduce a entender que las relaciones y los encuentros con los otros participan de los mismos movimientos. Las relaciones están constituidas por series de vínculos, cada uno con su propia tensión. Con frecuencia, en medio de los afanes cotidianos, uno que otro suele romperse, pero los vínculos restantes siguen como si nada y a través de ellos los afectos continúan fluyendo. Entonces, no se trata solo de verde, son matices de verdes, como lo son las capas de vínculos, las capas de afectos que se van adhiriendo unas a otras a través de los gestos cotidianos.
3. LOS ESPACIOS REPRESENTADOS
Un asunto epistémico al que tuvimos que hacer frente en la investigación consistió en la dificultad de los estudiantes y profesores para contar sus experiencias de habitar el espacio con la fluidez que los investigadores habíamos supuesto inicialmente. En este sentido, lo que se escuchaba de manera reiterada era que la experiencia de habitar se asociaba a la convivencia con los otros, en particular al convivir en el aula. La expresión «mi salón» es usada casi siempre para nombrar al grupo (grado académico) de estudiantes del que se forma parte, de manera que una reflexión más amplia en torno a «la relación del hombre con los lugares y a través de los lugares» (Heidegger, 1951, p. 8) parecía inexistente o se presentaba demasiado opaca en las conversaciones. Esta situación implicó giros importantes en las estrategias investigativas y una redimensión teórica de la representación del espacio como categoría de indagación.
En este sentido, pudimos saber que estar un número importante de horas a la semana en una edificación educativa no se corresponde necesariamente con una representación de esas espacialidades, es decir, una elaboración discursiva que posibilite hablar de lo espacial a los demás. Parece entonces que la reflexión sobre la experiencia de habitar se construye como otras experiencias subjetivas, es decir, en la medida que el espacio es impregnado de significados se torna una experiencia de lugar. Esto lo pudimos entender con mayor claridad luego de un recorrido casual con unos chicos de último grado. Al visitar la sección de los pequeños (a la que tienen prohibido el acceso) y entrar en aquellos espacios, de repente algo en ellos cambió. Evocaban toda clase de historias cotidianas, describían lugares, decían poder correr allí con los ojos cerrados hacia el patio de juegos.
Esta experiencia inesperada también nos permitió situar dos observaciones. Por un lado, la hiperinstitucionalización a la que veníamos siguiéndole la pista, pues confirmábamos una y otra vez que el espacio es ajeno, regulado y vigilado; por otro, teníamos presente que las representaciones del espacio no se limitaban a una construcción mental, tal como ha sido planteado en las teorías cognitivas clásicas. Las representaciones del espacio remiten, más bien, a una experiencia subjetiva de orden corporal, es decir, es un modo de experimentar corporalmente el espacio. Habitar no es solo estar en un lugar, el espacio necesita ser experimentado, vivido de forma subjetiva.
El espacio se crea en la pluralidad de los encuentros y en la medida que se experimenta, este se torna espacio andado, respirado, compartido; es una experimentación cotidiana y existencial. Entonces, la hipercorporalización que observamos en los chicos escolarizados notamos que se corresponde con el modo de construcción subjetiva en el que habitan las edificaciones escolares. Sus espacios de constitución subjetiva son predominantemente una silla, su propio cuerpo y el cuerpo de sus compañeros.
Los espacios educativos también terminan por eludir los cuerpos. Los muros se niegan a ser habitados, a estos les han brotado ojos, las cámaras de vigilancia los tornan huesos sin piel. En las edificaciones escolares los muros devuelven la extrañeza con la que se perciben. Los excesos de institucionalización hacen que los muros pierdan el aliento de los cuerpos, su calor y protección. La mayoría de las edificaciones educativas las experimentábamos descarnadas; la humedad y fetidez de algunos de sus espacios acentuaban su desolación y estado ruinoso, el abandono es en ellas una manera de acontecer. Los muros corroídos por la humedad se nos presentaban en todos lados y fueron estos los que nos condujeron a pensar que lo corrosivo tiene que ver con la forma en que el tiempo penetra las superficies, ese mismo tiempo que se alimenta de la piel de las cosas. Sentados a la sombra de un árbol, luego de recorrer algunas de las edificaciones de Manizales, supimos que el tiempo es a veces una máquina de deshabitar.
CONCLUSIONES
Las atmósferas espaciales percibidas en nuestro estudio se debatían entre la asepsia de unas instalaciones y la humedad, suciedad y deterioro de otras. En ambas situaciones los espacios se presentaban deshabitados y el discurso de lo educativo dividía los entornos entre un mundo del afuera y otro del adentro de las edificaciones; el afuera era grandemente temido, sin embargo, esas fuerzas temidas, estaban presentes ya en los cuerpos, pues estos suelen desconocer las barreras que el discurso determina. La potencia de lo ominoso nos habita en la medida en que somos también esas potencias, y los servicios sanitarios escolares, con sus olores nauseabundos, nos hablaron de esa presencia.
En este sentido, observamos que, tanto los servicios sanitarios como las tiendas escolares dadas en arrendamiento a terceros, no están incorporados a las dinámicas educativas. Para el discurso y las prácticas escolares convencionales las tiendas son ajenas a lo educativo, están allí para resolver el asunto del hambre de los estudiantes en medio de la jornada escolar. Notamos que estas operan bajo lógicas de relaciones comerciales; las instituciones educativas alquilan el espacio, lo que representa unos ingresos, pero lo que en ellas se vende, los cuidados en la preparación de los productos y la manera en que son entregados a los estudiantes no incumbe a nadie. Pareciera entonces que los conocimientos sobre la higiene, el tratamiento adecuado de los productos y la alimentación saludable fueran saberes exclusivos del aula.
Finalmente, nuestras indagaciones y reflexiones sobre las espacialidades escolares derivaron en múltiples posibilidades para comprender los despliegues subjetivos que en ellas se presentan y se producen. En este sentido, nuestro estudio ubicó un saber en torno a los espacios habitados y sus dramáticas articulaciones con la hegemonía de un discurso sobre la enseñanza y su manera de homogeneizar las formas constructivas e imponerse sobre los cuerpos de todos los que en ellas habitan. Las espacialidades educativas, en tanto espacios habitados, se tornan complejas y opacas en el transcurrir de sus propias cotidianidades. El discurso educativo convencional lo recubre todo: muros, aulas, pasajes, patios, zonas verdes y cuerpos. Los lugares y sus atmósferas envuelven los cuerpos, esos mismos que terminan por tomar las tonalidades y los gestos regularizados por el paso del tiempo; la silla deviene cuerpo-escolar. Estas atmósferas producen sus propias formas, esto es, cuerpos educados, escolarizados y adormecidos en sus pliegues exteriores, al tiempo que los vapores de algunos servicios sanitarios, así como las grafías en la piel de los muros, puertas y mesas nos hablaron de fuerzas indomables y resistentes.