INTRODUCCIÓN
Desde la antigüedad el ser social ha sentido la necesidad y el impulso de ayudar a los que se incluyen en su espacio común. Vivir en comunidad se convierte en condición indispensable del desarrollo humano individual y social. De conocimiento popular para muchos, la comunidad ostenta una serie de definiciones que exceden o no la relevancia de su existencia. Sin embargo, acercarse a una definición operativa de comunidad para las Ciencias Sociales, “(…) anima una multiplicidad de debates donde participan representantes de los más diversos campos del saber” (Álvaro, 2010, p. 3).
Apuntes históricos y reflexiones actuales explican la comunidad, ya sea, en relación a individuos que forman parte de un pueblo, región o nación, naciones que están enlazadas por acuerdos políticos y económicos, o personas que simplemente están vinculadas por intereses comunes. Asimismo, se suman al debate, límites geográficos, densidad de la población, estructura socio-productiva, sistema cultural, de valores, etc.
La dinámica y complejidad de la cual son portadoras las convierten en espacios contentivos de numerosos procesos que contribuyen a su diferenciación en rurales o urbanas. Dichas categorías distinguen entonces a comunidades más o menos pobladas, agrícolas o industriales, en fin, tradicionales o modernas. En este proceso de interpretación y diferenciación de las comunidades el trabajo juega un papel fundamental. Lo urbano identificado con la industria deja solo para lo rural el sector agrícola. Sin embargo, concepciones teóricas como la Nueva Ruralidad promueven una revalorización de lo rural al incluir nuevas actividades económicas que articulan con la agricultura como sector decisivo.
En este sentido, los nuevos emprendimientos laborales pensados, en tanto, “(…) la actividad de crear algo nuevo, resultado de decisiones, como norma, individuales, de ahí que el emprendedor/a sea una persona que persigue iniciativas e identifica o crea oportunidades y donde las motivaciones juegan un papel importante” (Díaz-Fernández & Echevarría-León, 2016, p. 56), hacen de las comunidades importantes escenarios de actuación social e individual; siempre que se tenga en cuenta la influencia recíproca que sobre éstos ejercen los elementos de este espacio geográfico-social.
Abocado a tales cuestiones el presente artículo se propone, por tanto, analizar los supuestos históricos y teóricos que sostienen las sinergias entre comunidad y nuevos emprendimientos laborales, teniendo en cuenta las particularidades del caso cubano como parte del proceso de actualización a que asiste su modelo económico-social. La historia construida en materia de cultura del trabajo en Cuba encuentra en las condiciones actuales, una significativa articulación del sector estatal productivo con un sector informal que emprende nuevas actividades económicas. Generar otras oportunidades laborales, el desarrollo de capacidades, la creatividad, el conocimiento, el mejoramiento de la calidad de vida, así como renovadas fuentes de empleo, constituyen rubros fundamentales en la máxima de construir un desarrollo próspero y sustentable, para y desde, la sociedad cubana.
1. BREVE ACERCAMIENTO A LAS DEFINICIONES DE COMUNIDAD
Ocupando un lugar privilegiado desde la antigüedad, la comunidad cristaliza en el pensamiento de las Ciencias Sociales con la obra cumbre del sociólogo alemán Ferdinand Tönnies: Comunidad y Sociedad (1887). Reflexionar a partir de los términos gemeinschaft (comunidad) y gesellschaft (sociedad) ha llevado a numerosos autores a polemizar entorno a la dicotomía construida.
En un acercamiento a la esencia de éstos encontramos en primer lugar a la comunidad, la cual, fruto de la interdependencia natural de las voluntades humanas se afirma donde quiera que se encuentren seres humanos enlazados entre sí de un modo orgánico. Siguiendo a Tönnies, “(…) la teoría de Gemeinschaft se basa en la idea de que en el estado original o natural hay una unidad completa de voluntades humanas. Este sentido de unidad se mantiene incluso cuando las personas se separan” (Harris, 2001, p. 31)1. Es por ello que el fundamento de la comunidad es la vida en común, y no solo común, sino también, duradera, auténtica, real y orgánica, como comunidad racional humana de acuerdo con la naturaleza de las cosas. En contraposición a ésta, se presenta la sociedad.
Pensada como el espacio físico donde los individuos aislados -unos de otros- mantienen relaciones recíprocas que se establecen mediante contratos como medios para lograr un fin, y en sustento de acuerdos y leyes, la sociedad de Tönnies se entiende como formación ideal y mecánica. “Vista desde esta perspectiva, la sociedad no es precisamente “natural”, sino que es, por el contrario, “una cosa siempre en formación” (Álvaro, 2010, pp. 20-21). Es así que la sociedad se convierte en un sustituto de la vida originaria, solo como vida en común aparente y pasajera. Tönnies al establecer un pensamiento dualista sobre las formas de vida en común distingue características particulares de ambos conceptos, de ahí que la comunidad sea anterior a la sociedad y un “organismo vivo”, mientras que la sociedad es un “agregado y artefacto mecánico” (Tonnies, 1947, p. 313-314).
Además de Tönnies, autores como Émile Durkheim se orientan en la comprensión de la comunidad y la sociedad. Tomando como referente la división social del trabajo, el autor describe las formas de solidaridad que le son propias estableciendo una distinción entre solidaridad mecánica y solidaridad orgánica. De ellas, la solidaridad mecánica distingue aquellas comunidades que poseen pocos grados de desarrollo de la división social del trabajo, donde la conciencia colectiva, en tanto, “(…) conjunto de creencias y sentimientos comunes al término medio de los miembros de una sociedad” (Durkheim, 1893, p. 56) mantiene unidos a esos individuos. Bajo estas condiciones es natural el predominio entre los sujetos de una elevada armonía emocional y cognitiva, sobre la base, siempre estable, de un conocimiento colectivo.
En contraposición, la solidaridad orgánica se corresponde con elevados grados de la división social del trabajo, y sólo es posible allí “(…) donde hay espacio para la especialización de las funciones individuales y colectivas que permiten que las personalidades y los grupos se desarrollen en mayor medida” (Liceaga, 2013, p. 62). Lo anterior deriva en una mayor especialización de las funciones sociales y en un progresivo desarrollo de la individualidad. Es importante dejar sentado que aun cuando Tönnies y Durkheim utilizan patrones explicativos diferentes de la comunidad, sí persiste en ellos la idea de la dicotomía con la sociedad, tomando esta última como punto de partida de los procesos de modernización.
En cambio, Max Weber para referirse a comunidad y sociedad utiliza los términos comunización y socialización, asignándole funciones diferentes. Para él, éstas no son realidades empíricas sino formas de relacionamiento inherentes a los integrantes de una realidad social. Al predominar su idea de la acción social como forma de relacionamiento social concreto, la comunidad es entendida como una “(…) relación social cuando y en la medida en que la actitud en la acción social (…) se inspira en el sentimiento subjetivo (afectivo o tradicional) de los partícipes de constituir un todo” (Weber, 1964, p. 33).
Con este autor aparecen las bases iniciales de interrelación entre la comunidad y la sociedad, al considerar que las relaciones sociales participan en parte de la comunidad y en parte de la sociedad, de ahí que cobren gran peso en sus consideraciones, “(…) el carácter procesual de una configuración de la vida colectiva que “deviene” comunidad o sociedad, tipos que incluso podrán coexistir en una y la misma configuración” (De Marinis, 2010, p. 18). El pensamiento de estos clásicos europeos nos orienta, por tanto, en la identificación de elementos fundamentales que distinguen a la comunidad y la sociedad. Destacando el papel de las formas originarias y naturales de relacionamiento humano, de las mediaciones que establece la división social del trabajo, así como, de la acción social, se explican ambos conceptos, sin perder de vista siempre a la comunidad como hito inicial.
Desde otras perspectivas, autores del continente americano enfocan sus estudios en la comprensión de la comunidad. Análisis basados desde el propio surgimiento de la sociedad industrial para esta geografía, hasta el reconocimiento e identificación de prácticas económicas y culturales que encuentran sus raíces en los pueblos indígenas latinoamericanos, denotan la complejidad de un discurso diverso. De ellos, Talcott Parsons -siguiendo a Weber- intenta ir más allá del carácter dicotómico construido entre comunidad y sociedad al explicar “(…) la conducta humana guiada por una mixtura de orientaciones comunitarias y societales” (Liceaga, 2013, p. 65). No obstante, desde su interpretación son las orientaciones comunitarias quienes permiten la integración social de los individuos en el seno de las sociedades capitalistas avanzadas.
Otros como Robert Redfield se enfocan en las características de una sociedad folk que construida idealmente entra en contraste con la sociedad de las ciudades modernas. De modo muy particular este antropólogo expone interesantes criterios en relación a la vinculación entre las comunidades rurales homogéneas y las grandes aglomeraciones urbanas heterogéneas. Entender la comunidad integrada por un grupo humano, asentado en algún lugar, en primera instancia, constituye su conclusión más acertada.
Más allá de las reflexiones expuestas resulta de vital trascendencia la propuesta de Ezequiel Ander-Egg. Conocido por sus importantes contribuciones al tema, el autor hace referencia a la comunidad en tanto,
Agrupación o conjunto de persona que habitan un espacio geográfico delimitado y delimitable, cuyos miembros tienen conciencia de pertenencia o de identificación con algún símbolo local y que interaccionan entre sí más intensamente que en otro contexto, operando en redes de comunicación, interés y apoyo mutuo, con el propósito de alcanzar determinados objetivos, satisfacer necesidades, resolver problemas o desempeñar funciones sociales relevantes a nivel local. (Ander Egg, 1980, p. 33-34)
En una breve distinción, la comunidad de Ander-Egg es portadora de elementos estructurales y elementos funcionales. Los primeros se refieren a la demarcación de la comunidad, sus límites y extensión, de ahí las consideraciones como grupo geográficamente localizado, regido por organizaciones o instituciones de carácter político, social y económico. Las definiciones desde estos elementos vendrían a reafirmar el carácter descriptivo de aquellas “(…) entidades que responden a elementos muy precisos y específicos desde el punto de vista formal, sin reflejar las interacciones y los móviles de cambio” (Arias, 2005, p. 27).
Los elementos funcionales, en cambio, hacen alusión a la existencia de necesidades objetivas e intereses comunes, así como, a las potencialidades capaces de ejercer una función cooperativa y de coordinación entre los miembros de la comunidad. En concreto, se trata de “(…) aquellos aspectos que aglutinan a sus integrantes y sirven de base a su organización, sus relaciones y movilización en torno a tareas comunes, como sujeto social” (Arias, 2005, p. 28).
Del énfasis en uno u otro elemento, coincidimos con Arias (2005) en la necesidad de su vinculación. Si pensamos en un “(…) grupo de personas que viven en un área geográficamente específica y cuyos miembros comparten actividades e intereses comunes, donde pueden o no cooperar formal e informalmente para la solución de los problemas colectivos” (Violich & Astica, 1971, p. 107), lo estructural está dado por la consideración del grupo enmarcado en el espacio geográfico delimitado, y lo funcional, estaría presente en los aspectos sociales y psicológicos comunes para ese grupo.
Definida desde los diferentes puntos de vistas propuestos hemos de concordar que se habla de comunidad como concepto operativo para las Ciencias Sociales, a partir de la combinación de determinada ubicación geográfica de un conjunto de personas y los móviles que de su interacción se derivan. En criterio compartido con investigadores del tema, la complejidad de dicho concepto pasa no solo por los posicionamientos teóricos de las distintas disciplinas sociales, o los autores que le son afines, sino también por las circunstancias históricas que han mediado su devenir.
2. COMUNIDADES RURALES VS COMUNIDADES URBANAS: LA DICOTOMÍA CONSTRUIDA
Según hemos apuntado, el concepto de comunidad ha sido abordado desde diferentes perspectivas disciplinarias. Elementos espaciales e interacción de los individuos dan cuenta sin lugar a dudas de su generalidad y singularidad. A pesar de ello, todavía persisten interrogantes en relación a la organización de las interacciones sociales en los espacios geográficos. En la cuestión histórica, más que en la demográfica parece estar la respuesta.
Con el advenimiento de la Revolución Industrial una creciente pérdida de importancia de la agricultura como motor del dinamismo de los espacios rurales comienza a cobrar auge. La producción en serie, las nuevas técnicas de construcción y el transporte, son algunos de los procesos que revolucionan la agricultura. A ello debemos sumar una noción de crecimiento económico que genera una mirada lineal de lo rural a lo urbano, y el despliegue de una intensa urbanización que descompone las estructuras sociales agrarias y promueve “(…) la emigración de la población hacia los centros urbanos ya existentes” (Castells, 2010, p. 25). En los términos propuestos, resulta casi evidente la definición e identificación de lo urbano: si la revolución industrial traía el progreso económico a las sociedades, la urbanización conllevaba al progreso social.
La noción de lo urbano se construye así en oposición a lo rural. Desde una postura dicotómica se enfrenta sociedad tradicional a sociedad moderna, planteando el problema de la diferenciación de las formas espaciales de organización social. De esta diferenciación el concepto rural -sinónimo de atraso- se ha entendido clásicamente como partícipe de determinadas características comunes. Baja densidad de población, importancia de la actividad agraria, relación del habitante con el medio natural que lo rodea, así como, las relaciones sociales que se establecen entre los propios habitantes de una comunidad, resultan de las más significativas.
La ruralidad es considera entonces como un sistema social tradicional, caracterizado por la permanencia de las tradiciones y costumbres y la falta de espíritu emprendedor frente a la sociedad urbana moderna. En términos generales, se trata de “(…) una construcción social e históricamente determinada que delimita una porción de territorio diferente de otras -por ejemplo “lo urbano”- con determinados atributos, físicos, geográficos, características políticos-administrativas, particularidades demográficas y funciones económicas” (Fernández, 2008, p. 35).
Posterior a esta dicotomía, prima a inicios del siglo XX la idea de una continuidad entre uno y otro espacio. Descrito como continuum rural-urbano se apunta que las “(…) diferencias entre sociedades rurales y urbanas son graduales, no existiendo un inequívoco punto de ruptura entre ambas y estableciendo, en todo caso, como variable generadora del gradiente la proporción de agricultores” (Sancho & Reinoso, 2012, p. 602). Es importante destacar que, a pesar de que el abastecimiento alimentario de los pobladores urbanos todavía depende -en gran medida- de la producción agrícola y pecuaria, y de las relaciones mercantiles que de ellas se derivan, solo en el reconocimiento y re-conceptualización de nuevas funciones de lo rural es que podremos construir una visión social más justa para esta realidad.
3. NUEVA RURALIDAD TRANSGRESORA
Son amplias las investigaciones contemporáneas que enfatizan las oportunidades de los espacios rurales. La superación de la dicotomía con lo urbano encuentra su máxima expresión en el sistema de relaciones que desborda los límites de ambos. Los nuevos procesos sociales, económicos, culturales, que distinguen lo rural al interactuar de forma directa con las ciudades generan una serie de flujos e interconexiones que hacen “(…) necesario un nuevo modo de pensar en el espacio rural como forma de superar los graves problemas existentes hoy en día” (Fernández, 2008, p. 41).
Para ello, los objetivos propuestos se relacionan con la superación de los desequilibrios que han marcado el medio rural, el combate a la pobreza, el reconocimiento de las potencialidades de los territorios para el desarrollo, la equidad de género, el cuidado del medio ambiente, etc. Aun cuando muchos de estos criterios ya habían sido pensados desde etapas anteriores o perspectivas diferentes, lo novedoso del tema que nos ocupa, está en el énfasis puesto sobre lo rural y en el papel de los territorios como soporte real de las transformaciones a implementar.
De lo anterior, enfoques como la Nueva Ruralidad cobran vigencia a finales de la década de los 80 del siglo XX en América Latina. Surgiendo “(…) como una perspectiva más de análisis que ayuda a dar cuenta de las transformaciones ocurridas en el nuevo contexto provocado por fenómenos de alcance global” (Noriero et al., 2009, p. 81), dicho enfoque representa un nuevo escenario de comprensión de los espacios rurales, de acuerdo con las características, adaptaciones y reinterpretación en los niveles local, regional y nacional, a partir de los nuevos nexos de relación con las ciudades.
La Nueva Ruralidad supone la búsqueda de una revalorización de lo rural, donde éste deje de ser visto como sinónimo de atraso. Destacando “(…) la importancia de las actividades económicas rurales no agrícolas y su contribución a la generación de empleos e ingresos, así como las oportunidades de desarrollo que surgen de una mayor articulación entre lo urbano y lo rural” (Rodríguez & Saborío, 2008, p. 12). Las principales transformaciones identificadas en esta revalorización incluyen: el incremento en la demanda por los atractivos que ofrece el espacio rural, la transformación en los estilos de vida, valores, descentralización política, uso y conservación de los recursos naturales, etc.
La ruralidad desde esta perspectiva se presenta como un hábitat construido durante generaciones, que además de reivindicar su visión económica tradicional incorpora desde una visión multidisciplinaria aspectos sociológicos, antropológicos, ecológicos, históricos, etnográficos. La propuesta, se sitúa entonces, en el reconocimiento de los territorios rurales como espacios potenciales de un desarrollo integral que logre impulsar una armonía “(…) en cuanto a crecimiento económico, justicia y equidad social, desarrollo y estabilidad política e institucional y sostenibilidad ambiental” (Echeverri & Ribero, 2002, p. 26).
Construir una nueva visión de lo rural implica comenzar por modificar la imagen a través de la cual el ciudadano común identifica a lo rural con lo agrícola. Más allá de las pautas marcadas por esta actividad desde el origen y desarrollo de la comunidad, la apertura de opciones a través de este espacio incluye otras fuentes de empleo, que se extienden desde la agroindustria, el turismo, la artesanía, hasta la recreación y el ocio. Coincidir con la asunción del espacio rural como ámbito en el que se desarrollan actividades económicas que exceden en mucho a la agricultura, invita a su reconsideración, ahora en la reconstrucción de su objeto de trabajo y estudio, en tanto, territorio construido desde donde generar otros procesos productivos, económicos, sociales e incluso culturales.
De acuerdo con estas reflexiones la agricultura sigue siendo una actividad económica de gran importancia como generadora de ingresos y de ocupación de buena parte de la población rural, sin embargo, destacar los nuevos usos y transformaciones de la tierra, otras fuentes de empleo, la incorporación de actividades no agrícolas y pecuarias, nos ubican en la importancia y mediación constante del trabajo en la funcionalidad y cultura de la comunidad. Ahora con nuevos retos al interior de las mismas.
4. EL PAPEL DEL TRABAJO EN LA FORMACIÓN Y DESARROLLO DE LA COMUNIDAD
Reconocer el papel del trabajo en el desarrollo histórico del ser social no resulta tarea sencilla. Enfrentar el desafío que suponen sus argumentaciones teóricas e incluso su aplicación práctica nos lleva más allá de la academia a escenarios estratégicos como la comunidad; si comenzamos por aceptar que el trabajo es fuente de toda riqueza humana. Satisfacer las necesidades primarias de este individuo -surgidas de la vida común- se encuentra directamente ligado al origen de las primeras formas de trabajo. Según explica Engels (2000): “Es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre” (p.1).
Es en ese origen que la agricultura y la ganadería juegan un papel fundamental. Teniendo en cuenta la constitución de estos dos sectores en factores “(…) de construcción de sociedades asentadas en el territorio y localizadas espacialmente con una condición de organización estable y permanente” (Echeverri & Ribero, 2002, p. 30), elementos como: responsabilidad en la provisión de alimentos, relación con los recursos del entorno, localización, domesticación, cría y cuidado del ganado, entre otros, explican la construcción de sociedades sedentarias ubicadas en territorios determinados, y las bases de una división social del trabajo elemental. Coincidiendo con Marx (1867), la presencia de esta forma de organización social “(…) desaparecerá tan sólo después con el predominio del intercambio y del mercado” (p. 131).
Utilizando al comercio como esfera especial de la actividad económica, este mercado que cobra auge da lugar a la especialización de algunos individuos en la compra y venta de mercancías. Con ello el desarrollo de la artesanía y los diferentes oficios, la producción de instrumentos de trabajo metálicos, la alfarería, la tejeduría, se constituyen en adelantos desde donde tuvo lugar la segunda y tercera división social del trabajo, o más concretamente “división manufacturera del trabajo” (Marx, 1867, p. 138).
La magnitud que alcanza la correlación entre este comercio y la manufactura acrecienta las demandas para los productores manufactureros y las redes del mercado mundial. En proceso irreversible nace para estas condiciones la gran industria, quien suponiendo “(…) constantes cambios de trabajo, desplazamientos de función, una completa movilidad del obrero” (Marx, 1867, p. 269), contribuye con la más extensa división social del trabajo. Por tanto, desde el momento en que deja de producirse para satisfacer las necesidades mínimas de subsistencia, y se comienza a disponer de un trabajo excedente que sirve de base material para la desintegración de la comunidad primitiva, aparece también la división de la sociedad en clases, para distinguir los modos de producción y las relaciones que de ellos se derivan.
Sustentar en la realidad de esta gran industria la premisa histórica del trabajo como condición de vida humana requiere del enfrentamiento a la enajenación, al tener en cuenta el proceso por medio del cual el obrero se convierte en mercancía en manos del capital, una vez separado del producto de su trabajo. Aquel que nació como necesidad ya no se hace para humanizarse, sino para que este obrero “(…) exista no como hombre, sino como obrero, para que perpetúe no la humanidad, sino la clase esclava de los obreros” (Marx, 1844, p. 10).
Reflexionar en torno a las cuestiones descritas nos obliga a apuntar el papel del trabajo en función del desarrollo del sujeto social y su comunidad. Generar cambio, transformación, es precisamente uno de sus principales objetivos. Asentimos entonces que el individuo en su actividad conjunta al trabajar por el desarrollo y perfeccionamiento de su modo y condiciones de vida, trabaja también por el mejoramiento del medio ambiente físico en el cual se desenvuelve; todo lo cual redunda en el incremento de su calidad de vida y la de los miembros de su comunidad. Es en este orden de ideas que insistimos en el valor del trabajo como “(…) fuente de realización y creación, en la dignificación del hombre y su enriquecimiento espiritual” (Rodríguez, 2016), lo cual significa que en este proceso de configuración de la condición humana y en la continuidad de su desarrollo, este hombre haya ido generando una cultura del trabajo.
Distinguible por las formas de pensar, hacer y trasmitir la experiencia de trabajo o del trabajo, dicha cultura “(…) hace posible reconocer individuos, grupos sociales, profesiones, en fin, sujetos sociales en la escala que se trate” (Martin, 2016, p. 110); bajo los supuestos de un modelo político social específico, que de acuerdo a sus fines mediatos e inmediatos otorga mayores o menores posibilidades al sujeto social de apropiarse de fuentes de empleo diversas. El asunto radica, por tanto, en dos cuestiones fundamentales: la primera, relacionada con la propia evolución del trabajo y su papel en la formación de las comunidades que hemos venidos defendiendo, y la segunda, con la apropiación de nuevos empleos.
Para el caso de la apropiación coincidimos con Torres (2011) en una apropiación que, como motor de la actividad material de producción, relaciona no solo el uso de cosas, utilidades y personas, o lo que es lo mismo, tener o poseer derechos y propiedad de uso y explotación, sino que también comprende un componente subjetivo importante, en tanto, impulso y práctica de autorrealización del sujeto, y como interiorización y transformación individual y del mundo social; o sea, que, junto al trabajo individual de cada sujeto social, las oportunidades de trabajo, los medios materiales de producción, los puestos directivos, se inserta su necesidad y el deseo de hacer. La cuestión está en ir descubriendo la direccionalidad de esas necesidades donde “(…) las trayectorias laborales parecen matizar las declaraciones en tanto reflejan planes de vida en curso” (Martin, 2016, p. 118).
Transformar la naturaleza y al individuo mismo, constituye, en definitiva, una condición inherente del trabajo. Evolucionando a través de la vida en común y proporcionando a su vez el desarrollo de ésta, el trabajo interviene en la formación y desarrollo de la comunidad. Sus múltiples manifestaciones, apropiación y forma en que se transmite de una generación a otra, ha logrado edificar una cultura del trabajo que para los tiempos actuales hace de la comunidad una realidad social inquebrantable.
5. NUEVOS EMPRENDIMIENTOS LABORALES EN EL ESCENARIO COMUNITARIO: APUNTES PARA EL CASO CUBANO
Deber y derecho humano fundamental, el trabajo es también una herramienta del desarrollo y la organización de lo social. Coincidir con Vázquez (2015) en el “(…) trabajo como valor de vida y como forma de ganarse la vida y el empleo de calidad con sus derechos y obligaciones”, reafirma su papel en tanto eje del proyecto de país que promovemos. Entender dicha afirmación para el caso cubano ubica al trabajo en la construcción de una nueva sociedad.
De camino hacia la solidificación de la economía, el trabajo constituye un importante pilar en la satisfacción de las necesidades cotidianas del ser social. La ineludible formación de una concepción diferente y nada homogénea de éste, pasa en las condiciones actuales por el desplazamiento del esfuerzo fundamental de la actividad económica hacia otras decisiones y formas de gestión que, como los emprendimientos, constituyen una oportunidad, un tributo al crecimiento económico, a la dinamización de procesos innovadores, a la generación de nuevos puestos de trabajo, y con ello, a otros sistemas de relaciones sociales y productivas insertas en procesos de transformación social; sin embargo, la polémica en torno a su conceptualización, bondades y retos, precisa del esclarecimiento de determinadas cuestiones.
En la actualidad no existe una única definición de lo que podemos entender por emprendimiento. En una suerte de recopilación de diversos enfoques, Mancilla y Amorós (2012, p. 15-16) presentan en criterio de Veciana (1999), el enfoque económico, el psicológico, el gerencial, y finalmente, el enfoque socio-cultural e institucional, así como, una visión antropológica, sociológica y organizacional del emprendimiento, esta vez de la mano de Kets de Vries (1996).
De los enfoques identificados, la aproximación psicológica es utilizada con frecuencia para estudiar al emprendimiento y los emprendedores. Resaltando el comportamiento, las percepciones sobre las capacidades individuales, la racionalidad, el conocimiento, el espíritu emprendedor, la creatividad y la innovación, definiciones como la de Toca (2010) entienden al emprendimiento “(…) como el modelo mental y el proceso de crear y desarrollar una actividad económica combinando con cierto talante gerencial, riesgo con creatividad y/o innovación” (p. 46). Es así que la capacidad, disposición y habilidad del individuo para emprender en esa nueva actividad económica es considerada fundamental; sobre todo, para la conversión de ideas en actos, la asunción de riesgos y la planificación y gestión de proyectos destinados a lograr determinados objetivos.
A pesar de ello, autores como Baumol (1990); Chilosi (2001); Spencer y Gómez (2004); Cuervo (2005); Veciana y Urbano (2008) señalan que es necesario estudiar además el emprendimiento y a los emprendedores con variables de otra naturaleza a las variables psicológicas, considerando que los individuos se ven influenciados por factores externos y por el propio contexto histórico-social donde se desenvuelven. “En otras palabras, los factores socio-culturales son elementos relevantes que impactan y determinan los niveles de la actividad emprendedora en un lugar y tiempo específicos” (Mancilla & Amorós, 2012, p. 16).
Siendo así, Duarte y Ruiz (2009) afirman que los emprendimientos constituyen a día de hoy “(…) el beneficio que la sociedad recibe al afrontar de una forma más eficiente la satisfacción de las necesidades y la solución de los problemas con prontitud de las respuestas a las demandas de la comunidad” (p. 328). Bargsted (2013) por su parte, al entenderlos como cualquier iniciativa de negocio, es consciente de su papel en “(…) la superación de una dificultad social, y el logro de un beneficio común a un grupo humano, ya sea por medio de actividades empresariales o social-comunitarias” (p. 122), mientras que para Salinas y Osorio (2012) emprendimiento implica tener en cuenta la “(…) construcción de escenarios cooperativos capaces de generar alternativas productivas múltiples; generar y fomentar una cultura emprendedora fundamentada en el desarrollo de competencias que despierten la creatividad y la responsabilidad social de crear nuevo valor en las prácticas que emprenda e involucre a otros” (p. 131).
Potenciar tales perspectivas deja abierto el camino a “(…) la gestión del cambio radical y discontinuo, o renovación estratégica” (Schnarch, 2014, p. 39) del emprendimiento. Dependiendo de la capacidad, disposición y habilidad del individuo para emprender y de los factores y condiciones inherentes al contexto en el cual se desenvuelve, esta forma de gestión económica se considera “(…) motor de iniciativas, en especial aquellas de tipo asociativo, que tienen un objetivo social” (Orrego, 2008, p. 232), toda vez que las comunidades se conciben como espacios donde se entretejen relaciones y redes de colaboración, y se posibilita la realización de proyectos de vida.
Así las cosas, responsabilidad social, sentido del trabajo, desarrollo integral de los seres humanos, participación activa en la solución de problemáticas sociales, articulan desde el emprendimiento en aras de la construcción de una nueva realidad. Adentrarse, por consiguiente, en el contenido y alcance de los nuevos emprendimientos laborales para una realidad concreta supone la necesidad de un acercamiento -socio-histórico- a la evolución y carácter de las transformaciones en su estructura socio-productiva. En el caso específico de Cuba debemos comenzar por tener en cuenta la puesta en marcha -a partir de 1959- de un proyecto social diferente, y, sobre todo, socialista.
El establecimiento de relaciones socialistas de producción implica para Cuba la destrucción de la estructura socioclasista precedente y su sustitución por una de naturaleza totalmente nueva. Análisis de los años republicanos coinciden en definir la estructura socio-productiva cubana desde las relaciones que se derivan de la existencia de: empleados, latifundistas, burguesía industrial azucarera, pequeña burguesía urbana y rural, intelectuales, campesinos, etc. Las desigualdades producidas por esta diversidad hacen que el proceso de liquidación de esta estructura socio-productiva se oriente en la construcción de un sistema socio-económico regido ahora por leyes económicas del período de construcción del socialismo.
En correspondencia, la estrategia cubana de desarrollo parte de la ejecución del Programa del Moncada que sintetiza las direcciones de cambio recogidas en el alegato de autodefensa de Fidel Castro, “La historia me absolverá”. Para la implementación de esta estrategia se concibe una profunda transformación de las relaciones de propiedad. Siendo ahora de toda la sociedad, es la propiedad socialista sobre los medios fundamentales de producción, quien determina el carácter de las relaciones de producción en cada etapa del proceso revolucionario que inicia.
Un primer paso en este sentido lo constituye la aplicación de la Primera Ley de Reforma Agraria. La Revolución al articular la propiedad social socialista con la propiedad individual, garantiza un nuevo orden económico-social en pos del desarrollo del país. Idea que termina por concretarse con el desmantelamiento de la pequeña propiedad privada urbana tras la aplicación de la Segunda Ley de Reforma Agraria.
Las primeras décadas de la Revolución son, por tanto, reflejo de numerosos procesos de liquidación de las propiedades extranjeras insertas en el país, y con ello, espacio de los principales cambios socioestructurales en el cuadro clasista de la sociedad cubana. La construcción del Proyecto Social Cubano es planteado “(…) no solo por el nivel de consumo o la perfectibilidad con que se planifique el reordenamiento económico, sino también por la calidad de vida capaz de garantizar a cada uno de sus miembros” (Martínez, 2016, p. 64). Se trata, sobre de todo, de una recuperación del crecimiento económico que permita sostener la justicia social y la independencia nacional.
Ante tal propósito, el alcance de ese crecimiento económico queda sujeto a un modelo de acumulación socialista sustentado en la propiedad social, con la consiguiente concentración del excedente económico en manos del Estado socialista. Así mismo, la nacionalización del gran capital nacional produce una negación dialéctica del capitalismo de Estado y la transformación socioeconómica inmediata de la antigua propiedad estatal y del sector cooperativo, que pasaron a formar de la economía socialista.
A medida que avanzan las relaciones de producción socialista emerge la necesidad de la regulación estatal del desarrollo de la economía en forma directa e indirecta. La planificación junto al mercado, y el establecimiento de una estrategia de industrialización en busca del despegue económico autosostenido, tienen como momentos importantes: la creación de las Cooperativas de Producción Agropecuaria (CPA), la conversión de las Sociedades Agropecuarias (1976-1977), la expansión del número de pequeñas cooperativas, la incorporación de las mujeres del campo al trabajo, el intercambio comercial con los países socialistas, etc.
Las transformaciones asociadas a la base económica socialista si bien traen consigo cambios consustanciales en el tipo de la pequeña producción mercantil agropecuaria y no agropecuaria, también dan lugar a un proceso de estatización del sector económico. Dicho de esta manera el Estado ejercía “(…) la función de suministrador mayorista, fijaba los precios, regulaba las cuotas de distribución y los impuestos sobre las utilidades” (Figueroa, 2001, p. 48). Reanimación económica y equilibrio macroeconómico del país se tornan decisivos en este sentido.
Contrario al ritmo descrito, desde los años 70 y mediados de los 80 una serie de males como la burocratización, la formalización, el autoritarismo, la supresión de criterios diferentes al considerado oficial, entre otros, comienzan a ser visualizados. Sumado a ello, la expansión de la pequeña producción urbana que presenta síntomas alarmantes de capitalización, escasez, inflación, descontrol en la economía estatal y pública, dan lugar a que se nacionalice en un brevísimo tiempo el sector de la pequeña producción mercantil urbana y rural.
Es así que la estatización de la pequeña propiedad individual “(…) se reduce prácticamente a la producción campesina pequeña y media y un número reducidísimo de cuentapropistas en la esfera del transporte y en otras actividades” (Figueroa, 2001, p. 61). De igual forma el sector privado urbano en la esfera de los servicios y la pequeña industria artesanal queda limitada a su mínima expresión para estos años. Estas y otras cuestiones conducen a la Revolución cubana a un proceso de rectificación de errores orientado en cuestionar y reorientar los caminos asumidos en pos del desarrollo. Sin embargo, el derrumbe del campo socialista en la década del 90 del siglo XX vendría a disparar “(…) la crisis económica más profunda de la historia de la Revolución” (Figueroa, 2001, p. 76).
Con ella, los vínculos económicos forjados y las relaciones productivas de ellos derivados quedaron sepultados en asimetrías y desproporciones internas de la economía cubana, donde el aparato productivo se paraliza casi por completo. Conservar las conquistas del socialismo es declarado tarea clave del momento a partir del ajuste económico y la reforma estructural de la economía.
La implementación de una serie de medidas para lograr tal propósito incluye desde la importancia conferida al escenario comunitario como espacio orientado en la consecución del desarrollo, hasta lo que en palabras de Espina (1998) se resume en: “rediseño del sistema de propiedad (…); modificación del papel del Estado en la economía (…); reestructuración del empleo y las fuentes de ingreso; potenciación de nuevos sectores económicos como el turismo y la biotecnología; (…) dualidad monetaria, etc.” (p. 14).
De estas medidas, la apertura del trabajo por cuenta propia se presenta en alternativa y reto para la economía y sociedad cubana. Amparado en el Decreto Ley No. 141, el trabajo por cuenta propia sirve de complemento a la actividad estatal “(…) para potenciar la oferta de bienes y servicios y la creación de nuevas fuentes de empleo, para la elevación de los ingresos entre una parte de la población menos favorecida a causa de la crisis, el ajuste económico y la inflación en los mercados” (Figueroa, 2001, p. 80). Sin embargo, las experiencias alcanzadas con la reforma, la necesidad de enfrentar los desafíos internos y externos de la política económica, así como, las transformaciones a implementar, conducen para en el nuevo milenio a la “actualización del modelo económico cubano”.
Aprobado en el 6to. Congreso del Partido Comunista de Cuba (PCC) y ratificado en 2016, dicho proceso pretende lograr una “(…) configuración general de la economía que abarca aspectos estructurales y funcionales y se corresponde con el sistema socialista de relaciones económicas y superestructurales dominantes (Acevedo et al., 2011, pp. 5-6). Es precisamente con este proceso que el cuentapropismo alcanza “(…) su punto clímax en torno a los lineamientos de la política económica y social” (Pañellas, 2013, p. 47) evolucionando hacia nuevas formas de gestión.
Contenido en los capítulos Modelo de Gestión Económica y Política Social, la ampliación del trabajo en el sector no estatal se establece como una alternativa de empleo, en dependencia de las nuevas formas de propiedad y los servicios que se establezcan. Acorde con la diversificación de la estructura socio-productiva cubana, es que esta nueva forma de gestión económica ha “(…) comenzado a abordarse como una forma de emprendimiento, al referirse a negocios con cierto grado de complejidad que generan un valor añadido al producto o servicio que prestan” (Díaz-Fernández & Echevarría-León, 2016, p. 56).
Instituidos en la realidad cubana, estos emprendimientos ratifican junto a la perspectiva empresarial que los distingue, la concepción individual y social-comunitaria. En este sentido, se proyectan con iguales posibilidades pequeños negocios realizados por el trabajador y su familia y “(…) las empresas privadas de mediana, pequeña y micro escala, según el volumen de la actividad y la cantidad de trabajadores, reconocidas como personas jurídicas” (PCC, 2017, p. 30).
Asumir como emprendimiento aquellas fuentes de empleo que sin negar las tradicionales ofrecen nuevas posibilidades al sujeto social de ocupar un lugar en la sociedad, encuentra, de una parte, en creatividad y capacidad de innovación el sustento de su proceso de producción, animación, proyección estética y publicidad de las mismas. De otra, se trata de un emprendimiento que supone la construcción de otras redes de sociabilidad, formas de interacción social, vías de redistribución de la riqueza, procesos de toma de decisiones, sinergias entre actores sociales y productivos, y con ello, “(…) el compromiso con lo que se hace” (Orrego, 2008, p. 232). A ello debemos añadir que su puesta en marcha, no es exclusiva de un espacio geográfico u otro, al contrario, las particularidades de los territorios constituyen un elemento determinante en su proliferación.
Ciudades y comunidades rurales ostentan así experiencias disímiles en la consecución y proyección de los nuevos emprendimientos laborales. En el caso de las ciudades, la propia lógica del proceso urbanístico que las distingue, hace de ellos un agente importante de complementariedad de los servicios tradicionales donde generación de riqueza material, creación de productos que responden a oportunidades, beneficiarios o clientes dispuestos a pagar más que el costo de producción (Guzmán & Trujillo, 2008), motivo social (Bargsted, 2013), mitigación de los cordones de miseria y pobreza cada vez mayores (Salinas & Osorio, 2012), particularizan a un emprendimiento diferente en la manera de acercarse a una necesidad social.
Para las comunidades rurales la significación trasciende, en cambio, lo novedoso de su propuesta. El emprendimiento para la generación de cambios positivos en la vida de personas y comunidades (Guzmán & Trujillo, 2008), en la generación de una cultura de emprendimiento comunitario, para la autosuficiencia y construcción de bienestar social, como alternativa laboral y productiva que logre mejorar el desarrollo social y económico, en la reducción al mínimo del éxodo de la población rural a las zonas urbanas, lo instituye en tanto opción de vida (Salinas & Osorio, 2012). Lo cierto es que, indistintamente para ciudad o comunidad se trata de una nueva oportunidad laboral que avala “(…) espacios de creación e innovación, materializados en oportunidades reales para los seres humanos como protagonistas de las propias transformaciones y el mejoramiento de sus contextos” (Duarte & Ruiz, 2009, p. 327).
Es en este reconocimiento que los nuevos emprendimientos laborales perfilan, por ende, una arista importante de perfeccionamiento de la sociedad cubana actual. Desde el proceso de actualización del modelo económico-social se trata, de continuar garantizando la oferta de determinados bienes y servicios ahora en un acto de legalidad, que, liderado por emprendedores, contribuya a crear una siempre nueva y revolucionaria forma de vivir para cada etapa del proyecto social en perfeccionamiento.
CONCLUSIONES
El estudio de los supuestos históricos y teóricos que sostienen la comunidad y los nuevos emprendimientos laborales exponen desde la riqueza del discurso científico una amplia gama de interpretaciones. La lectura transversal a las sinergias que entre ellos se establecen, algunas veces más cerca de lo tradicional, y otras, de los parámetros impuestos por la modernidad, ubican en un lugar prioritario al trabajo. Concebido como fuente de riqueza humana, agente del desarrollo y principio de creatividad e innovación, el trabajo hace de la comunidad un espacio de encuentro y proliferación de nuevas actividades económicas.
El auge de los nuevos emprendimientos laborales en comunidades constituye, por tanto, una oportunidad para la dinamización de su funcionalidad. La relación histórica sobre la cual se construyó la comunidad en oposición, continuidad o relacionamiento con la sociedad es particularmente interesante cuando sus particularidades intervienen como detonantes de la propuesta de emprender, en correspondencia con objetivos de interés diverso y capacidad individual. A criterio de Duarte y Ruiz (2009), es en una sociedad que necesita transformarse donde adquiere sentido y valor el fomento de una cultura del emprendimiento, para lograr mejores condiciones de vida, cimentar propuestas incluyentes y reconocer los derechos de los ciudadanos.
Aplicar estas cuestiones al caso cubano nos orienta precisamente en la construcción de una visión de desarrollo sustentable desde el papel trascendental que juegan las comunidades. Propuesta desde las particularidades de una economía inicialmente estatalista, que articula ahora con un sector informal emergente, la diversificación de la estructura socio-productiva cubana dentro del proceso de actualización a que asiste el modelo económico-social hace suyo los nuevos emprendimientos laborales. El reconocimiento de las potencialidades de las comunidades, en articulación intrínseca con la capacidad emprendedora de los actores sociales, ha de consolidar así una cultura del trabajo más cerca del hombre, sus motivaciones y su comunidad.