Introducción
En la actualidad el incremento de enfermedades crónicas no transmisibles se ha asociado a varios factores de riesgo: tabaquismo, alcoholismo, sedentarismo, estilos de vida y hábitos alimentarios. Es conocido que, de estos, los hábitos alimentarios desempeñan un rol fundamental en el desarrollo de enfermedades crónicas.
En tal sentido, numerosas recomendaciones se han centrado en seguir una dieta saludable, en la que predomine un mayor consumo de vegetales que de animales, recomendando diferentes porciones para el consumo de carbohidratos, proteínas y grasas.1
Desde el surgimiento de las primeras guías dietéticas en 1977, el consumo de grasas en la dieta siempre se ha aconsejado que no sobrepase el 30 % y, en particular, la grasa saturada no debe ser más del 10 %. Estas recomendaciones se han mantenido prácticamente constantes en diversos países, fundamentalmente, con el fin de evitar o disminuir las enfermedades cardiovasculares.
A pesar que desde sus inicios, estas recomendaciones se tomaron considerando evidencia de bajo rigor científico, aún hoy en día continúan.2 En la actualidad, numerosos estudios cuestionan si en realidad las grasas, y principalmente las saturadas, son dañinas, no solo eso, sino que su reducción o sustitución por otros tipos de grasas pudiera representar un riesgo para la salud.
El presente trabajo tiene como objetivo demostrar que el consumo de grasas saturadas en la dieta no representa problemas para la salud humana y que las recomendaciones alimentarias respecto a su limitación deben ser reconsideradas.
Recomendaciones dietéticas
El origen de las recomendaciones dietéticas se encuentra en un trabajo publicado por Ancel Keys en 1953, quien realizó una correlación entre datos de seis países (Australia, Canadá, Irlanda, Japón, Italia y Estados Unidos), con distinto porcentaje de consumo de grasa en la dieta y tasas de enfermedades cardiovasculares muy variables. En dicho trabajo se encontró que, cuanto mayor era el consumo de grasas en la dieta, mayor era también el número de muertes por arteriosclerosis y enfermedades cardíacas.3
Posteriormente se publicó otro estudio desarrollado por Yerushalmy y Hilleboe en 1957, en el que se puso de manifiesto que el autor de la investigación anterior disponía de datos de 22 países, pero que solamente publicó los datos de los seis países que concordaban con su hipótesis. En este trabajo de Yerushalmy y Hilleboe se demostró que el porcentaje de grasas en la dieta no estaba relacionado con las enfermedades cardiovasculares, por lo que la hipótesis propuesta por Keys no era correcta.4
Más adelante, en 1977, se aprueban en Estados Unidos las primeras recomendaciones dietéticas, en las cuales, desde el punto de vista de los nutrientes se recomendaba aumentar el consumo de carbohidratos complejos y azúcares desde alimentos naturales y reducir el consumo de azúcares refinados y procesados, grasas totales, grasas saturadas (GS), colesterol y sodio (sal).5
A estas recomendaciones dietéticas se le hicieron revisiones cada cinco años, con muy pocos cambios. En 1990 se introduce al público la primera pirámide alimentaria, la que en el 2011 tuvo una simplificación Myplate, la que se mantiene hasta las últimas guías alimentarias norteamericanas del 2015-2020. En esta última edición de la guía se continúa sosteniendo que una alimentación saludable debe ser baja en grasas y que la grasa saturada no debe superar el 10 % de calorías consumida por día.1
En Cuba las primeras recomendaciones nutricionales y guías de alimentación para la población fueron elaboradas en 1996. Recomendaban que el consumo de carbohidratos estuviera dentro del rango del 55-75 % de la energía total en la dieta; las proteínas, 12 %; y las grasas, el 28 %.6
La distribución, en cuanto a los tipos de grasa, refiere que deben ser aproximadamente iguales, con la diferencia de que las grasas polinsaturadas no superen el 7 % y, las saturadas, el 10%. Particular énfasis se hace en el aceite de coco, por su alto contenido de grasas saturadas, por lo que su consumo debe ser limitado.
En varias revisiones posteriores de las guías se vuelve a plantear dicho porcentaje, lo cual coincide con otros documentos y organizaciones internacionales.1,7
Este valor del 10 % aparece por primera vez en un informe de la Organización Mundial de la Salud,8 en el que se justifica porque, junto a la ingestión de menos de 300 mg dietéticos diarios de colesterol, es la forma de conseguir reducir los niveles de este último a los valores recomendados. «Estas limitaciones son consistente con patrones alimentarios atractivos y ampliamente encontrados».8 Luego se vuelve a mencionar en otro documento de la Organización Mundial de la Salud,9 en el que además de citar el informe anterior,8 se cita como evidencia el estudio de Ancel Keys,3 ampliamente criticado por la comunidad científica.
En la última versión de las guías alimentarias para la población cubana mayor de dos años de edad del 2009 se plantea:
Una dieta alta en grasa total se ha relacionado con las enfermedades ateroscleróticas, la obesidad y todas sus complicaciones, puede promover el desarrollo de numerosos cánceres y de la hipertensión arterial. La principal justificación para limitar la ingestión de ácidos grasos saturados (AGS) es la prevención de ECV [enfermedades cardiovasculares]. El colesterol dietético también tiene un impacto significativo sobre las concentraciones de CT [colesterol] sérico, pero su efecto es menor que los cambios que produce la ingestión de AGS.10
En Cuba tenemos que varios estudios han criticado el consumo de proteína animal y grasas saturadas. Un estudio en particular sobre la caracterización de la dieta macrobiótica donde se mencionan algunas razones para la reducción del consumo de proteínas animales, y referente a la grasas saturadas señala: «Altos niveles de colesterol y grasas saturadas constituyen un factor de riesgo para enfermedades cardio y cerebrovasculares. Estas grasas metabolizadas por la flora intestinal actúan como detergentes de la mucosa cólica, provocan daño de la mucosa e hiperproliferación reactiva que promueve el desarrollo de tumores».11 El artículo al que hacen referencia es el de Belpomme y otros que aborda la diversidad de carcinógenos ambientales y en el que no se mencionan las «grasas saturadas, colesterol, grasa o carne» como posibles causantes de estos problemas.12
Es notable que desde el surgimiento de las guías nutricionales se ha tratado de minimizar el consumo de proteínas y grasas animales, fundamentalmente la carne roja y las grasas saturadas. En una revisión sobre diferentes guías dietéticas se aprecia que el 43 % de los países tienen mensajes sobre la limitación de grasas saturadas,13 a pesar de que está evidenciado que estas decisiones carecen de evidencia científica (Tabla 1).14,15,16,17,18,19,20,21,22,23
Grasas saturadas y enfermedad cardiovascular
Harcombe y otros,2 en una revisión sistemática de seis estudios de cohorte anteriores a 1983 con 31 445 participantes, encontraron que, entre las grasas saturadas, el colesterol sérico y el desarrollo de enfermedades cardiovasculares, no había diferencias significativas. Tampoco hubo diferencias significativas en la mortalidad por todas las causas, ni con las enfermedades cardiovasculares entre los grupos que siguieron una alimentación baja en grasas y colesterol, con los grupos controles. Por lo que Harcombe y otros,2 concluyeron que las recomendaciones de limitar el consumo de grasa y bajar el colesterol no estaban respaldadas por la evidencia disponible.
En la actualidad son numerosos los estudios de alto rigor científico, como metaanálisis y revisiones sistemáticas, que cuestionan fuertemente las recomendaciones alimentarias pasadas y actuales, al no encontrar que reducir la ingesta de grasas saturadas sea beneficio para las enfermedades cardiovasculares.24
Según Harcombe25 varios metaanálisis muestran que no existe relación entre la grasas saturadas y la mortalidad total; mortalidad por enfermedades cardiovasculares, infartos fatales y no fatales del miocardio; y entre eventos cardiovasculares y enfermedades cardiovasculares. En otro metaanálisis de 15 estudios aleatorios controlados con 59 000 participantes,26 se analizó la reducción o sustitución de la grasas saturadas en la dieta y su relación con la mortalidad o el infarto del miocardio, sin llegar a encontrarse diferencias estadísticas significativas entre su consumo y la mortalidad. No obstante, indican que su reemplazo por grasas poliinsaturadas pudiera reducir el riesgo de eventos cardiovasculares (pero no la mortalidad, infartos de miocardio o accidentes cerebrovasculares). Este estudio ha sido cuestionado por otros trabajos. Otro metaanálisis más actual encuentra que un mayor consumo de grasas saturadas en la dieta se asocia con un menor riesgo de accidente cerebrovascular, y el aumento de 10 g/día en la ingesta de grasas saturadas se asocia con una reducción del riesgo relativo del 6 % en la tasa de accidente cerebrovascular.27
Otro estudio analizó datos de 49 estudios observacionales con 550 000 participantes y 27 ensayos controlados aleatorios con más de 100 000 personas,28 encontrando que las personas con más alta ingesta de grasas saturadas no presentaron un incremento en el riesgo de enfermedad cardiovascular ni de mortalidad. Esto fue apoyado por Kelly y otros, en cuya investigación no se encontraron pruebas suficientes para recomendar el consumo de dietas integrales para reducir el riesgo de enfermedad cardiovascular o disminuir el colesterol o la presión arterial.29
Sustitución de grasas saturadas por poliinsaturadas
Un estudio30) que analizó ocho ensayos explicó que la evidencia disponible en cuanto al reemplazo de grasas saturadas en la dieta con ácido linoleico efectivamente reduce el colesterol sérico, pero no respalda la hipótesis de que esto se traduzca en un menor riesgo de muerte por enfermedad coronaria o por todas las causas. Otro trabajo respalda esas conclusiones,31 al argumentar que no existe evidencia de que una menor ingesta de grasas saturadas sea beneficioso para la salud cardiovascular. En otro artículo que examinó 17 metaanálisis,32) se concluyó que las dietas bajas en grasas reducen el colesterol sérico (especialmente las que sustituyen grasas saturadas por poliinsaturadas) pero no reducen los eventos cardiovasculares ni la mortalidad. Es conocido que una alta ingesta de ácidos grasos omega 6 puede traer serias consecuencias para la salud, entre ellas: asma, enfermedad autoinmune, deterioro cognitivo y de la salud mental, diabetes y obesidad, enfermedades coronarias, intestino irritable y la enfermedad inflamatoria intestinal, inflamación, esterilidad, osteoartritis.33) Esto es debido a que su consumo representa un desajuste evolutivo, lo que significa que el organismo humano no está adaptado a las cantidades actuales en que se ingiere, al ser desproporcionada la relación ácidos grasos omega-6/omega-3, además de ser inestables y oxidarse fácilmente.
Cabe señalar que respecto a el consumo de omega 3 está demostrado su efecto beneficioso sobre la salud, a la vez que está en correspondencia con el proceso evolutivo humano. Los ancestros homínidos tenían acceso a fuentes de alimentos abundantes en omega 3, tales como: crustáceos, peces, moluscos, así como acceso al tejido cerebral de las presas terrestres que capturaban. Este consumo de los mariscos por parte de los habitantes de la costa coincidió con el rápido crecimiento del cerebro. En tal sentido, el ácido graso omega 3, desempeñó un rol de importancia vital en el desarrollo del cerebro humano.34
Dietas bajas carbohidratos o Dietas bajas en grasas
La obesidad y el sobrepeso son factores de riesgo para casi todas las enfermedades crónicas no transmisibles. Una intervención dietética y un cambio de estilo de vida resultaría de vital importancia para estos problemas de salud. Evitar un enfoque reduccionista de los sistemas biológicos garantizaría una mejor comprensión de la relación que existe entre el ambiente y la salud. Diferentes poblaciones con diferentes estilos de vida pueden tener resultado dispares ante una misma ingesta de alimentos.
El mensaje de consumir una dieta baja en grasa puede ser perjudicial para la salud. Cuando se disminuye la grasa se suele incrementar el consumo de carbohidratos (idealmente complejos, procedentes de frutas y vegetales), pero por una parte se puede incrementar el consumo de aceites vegetales refinados procedentes de semillas y el consumo de trigo, el cual puede ocasionar diversos problemas de salud. Seguir una dieta alta en carbohidratos puede disminuir el colesterol HDL (del inglés High Density Lipoprotein), elevar los triglicéridos y disminuir el tamaño de las partículas LDL (del inglés Low Density Lipoprotein).35
Una dieta baja en carbohidratos ha demostrado ser una alternativa saludable y una estrategia eficaz para la mejora del perfil lipídico y el tratamiento del síndrome metabólico.
Se han realizado varios metaanálisis que encuentran resultados beneficiosos en la mayoría de los estudios, al evaluar dietas bajas en carbohidrato con respecto a las bajas en grasas, los que evidencian que esas dietas son realmente efectivas para la pérdida de peso, la disminución de los triglicéridos, el aumento del colesterol HDL, disminución de los niveles de azúcar en sangre y de insulina en los diabéticos tipo 2 y disminución de la presión arterial, a la vez que reflejan una mejor adherencia.36
En una revisión sistemática realizada por Hession y otros,37 se encontró que las dietas bajas en carbohidratos son más efectivas para perder grasa, disminuir los triglicéridos y la presión arterial sistólica, a la vez que eleva el colesterol HDL en individuos obesos, comparado con una dieta baja en grasa que de por sí tuvo menor adherencia. Otro metaanálisis con datos de 1141 personas obesas indica que una dieta baja en carbohidratos se asocia con disminuciones significativas en el peso corporal, el índice de masa corporal, la circunferencia abdominal, la presión arterial sistólica y diastólica, los triglicéridos, la glucosa en ayunas, la hemoglobina A1c, la insulina y la proteína C reactiva, mientras que aumenta el colesterol HDL.38 Otros trabajos, todos metaanálisis y revisiones sistemáticas llegan a conclusiones similares.39
Si bien muchas de las dietas bajas en carbohidratos no son necesariamente altas en grasas saturadas, se ha descrito que su ingesta en un 12-18 % durante 12 meses se asocia con una disminución significativa de los triglicéridos,40 siempre y cuando no se incrementen los carbohidratos.
Otro ainvestigación41 no encontró diferencias consistentes entre el peso y los cambios en la hemoglobina glucosilada durante el tratamiento a largo plazo con una dieta baja en carbohidratos, en comparación con la dieta baja en grasas. En este trabajo es necesario destacar que las dietas bajas en carbohidratos variaron ampliamente, desde 19 gramos hasta un máximo de 95 gramos por día, y el número de sujetos en cada estudio se modificó también, por lo que, de no haber variado tanto, los resultados podrían haber sido otros.41
Estos hallazgos presentados hasta ahora indican que las dietas bajas en carbohidratos son beneficiosas para reducir los factores de riesgo asociados al síndrome metabólico, por lo cual, el diseño apropiado de la misma sería una estrategia efectiva para abordar el tratamiento y prevención del síndrome metabólico.42
El consumo de grasa animal en el proceso evolutivo
El cerebro es el órgano más caro del cuerpo humano, desde el punto de vista metabólico. El consumo de energía que demanda este órgano representa entre un 20-25 % del gasto metabólico en los adultos y del 70-75 % en el recién nacido.43 El aumento del volumen del cerebro fue incrementándose a medida que se reducía el sistema digestivo en el proceso evolutivo humano. Esto permitió que los homínidos se especializaran en alimentos de mayor densidad nutricional y energética, como proteínas y grasas animales.
Las primeras evidencias de consumo se grasa animal se remontan aproximadamente a 1,9 millones de años, en los sitios arqueológicos africanos de Olduvai y Koobi Fora, donde se encuentran marcas en los grandes huesos (producto del uso de las primeras herramientas de piedra para despedazar animales) que informan acerca del consumo de médula ósea por parte de los homínidos.44 Esto sugiere que el consumo de grasa por los homínidos fue una posible solución al problema del «envenenamiento por proteínas», ya que el resultado de la ingesta excesiva de proteínas es referido en algunas ocasiones.
se estudiaron los isótopos estables de poblaciones de Homo sapiens de hace aproximadamente 12 000 años se encontró que estas poblaciones consumían proteína animal al mismo nivel del zorro del ártico,45 lo que ubicaría a nuestra especie como omnívoros con tendencia a una alimentación carnívora. En dependencia de las condiciones ecológicas, la grasa animal podría constituir un 60 % y más del contenido calórico que los humanos obtenían al cazar, lo que significa que los humanos consumieron cantidades significativas de grasa animal a lo largo de su evolución. Una dieta de alta calidad energética, producto de la disponibilidad de la grasa, hizo que los humanos desarrollaran distintas vías moleculares para detectar y metabolizar alimentos ricos en grasas.
Aunque es difícil imaginar una disponibilidad limitada de carbohidratos en nuestra era agrícola-industrial, es bastante probable que, durante el Paleolítico, en condiciones climáticas frías o secas, la disponibilidad de alimentos vegetales pudiera haber sido limitada y energéticamente costosa de recolectar y procesar. En tales circunstancias, es probable que haya existido un requisito fisiológico de una cantidad sustancial de grasa animal (hasta el 65 % de las calorías diarias) y que probablemente haya desempeñado un papel importante en los principales aspectos de la salud humana y comportamientos como la caza.
En la literatura aparece con frecuencia que algunas sociedades tradicionales consumen dietas altas en grasa animal. Por ejemplo, 66 % de grasa en la dieta de los Masai46 y 48-70 % en la dieta Inuit.47 Varias poblaciones como los Masai, en África y los Tokelauanos de Nueva Zelanda, consumen altas cantidades de grasas saturadas en la dieta y no tienen enfermedades cardiovasculares ni problemas de colesterol bajo.48 Respecto a la longevidad, los Masai tienen una esperanza de vida baja (45 años), debido a que en estas sociedades tradicionales la mortalidad infantil es elevada. Por otra parte, los Tokelauanos tienen una esperanza de vida de 69 años, equiparable a la de sociedades contemporáneas. Es común que una vez que los individuos de sociedades ancestrales superen los 40 años, puedan vivir de promedio 20 años más.49 En otras poblaciones: Inuit, Kitavanos y Aché, la edad media de muerte es de entre 68 y 75 años, incluso hay individuos entre los kitavanos que alcanzan los 100 años de edad, aunque su dieta contiene aproximadamente un 21 % de grasas totales, el 17 % de estas es saturada.50
Por otra parte, se ha evidenciado que la grasa animal desempeña un rol fundamental con significados positivos en las diversas sociedades tradicionales actuales, ya que desde un punto de vista cultural el consumo de grasa animal se asocia con la fertilidad, prosperidad, abundancia, rituales sagrados y de iniciación, procesos curativos y como la fuente de vida. Esto demuestra que las sociedades tradicionales perciben la grasa animal como un componente vital de su dieta y una fuente profunda de salud, en lugar de un impedimento para la salud, como se presenta en muchas recomendaciones dietéticas hoy. El consumo de alimentos animales ha sido una constante desde los orígenes de la especie humana.
Un aspecto importante es que los animales que consumen estas sociedades son los que se encuentran en estado salvaje, por lo que su perfil nutricional es más completo que los animales criados de manera convencional, alimentados con piensos y en condiciones de hacinamiento y de escasa movilidad. De ahí la importancia de encontrar formas de crianza que consideren los procesos ecológicos de las especies de las cuales se alimenta el ser humano.
La ausencia de enfermedades crónicas no transmisibles en estas poblaciones tradicionales no se debe solamente a la calidad de su dieta. Otros aspectos cobran relevancia: la actividad física, la sociabilización, el contacto con la naturaleza, la exposición adecuada a la luz solar, el correcto funcionamiento de los ciclos circadianos, los ayunos esporádicos, la ausencia de luces artificiales y de radiaciones electromagnéticas en sus territorios, ausencia de contaminantes químicos en sus alimentos, suelo, agua y aire. Todos estos factores contribuyen en una medida u otra a la calidad de vida y al desarrollo de las llamadas enfermedades de la civilización, lo cual hace que sea prácticamente imposible aislarlos a la hora de estudiar poblaciones industrializadas.
Conclusiones
En vista de la evidencia presentada se concluye que no se encuentra relación de causalidad entre la ingesta de grasas saturadas y las enfermedades cardiovasculares. Hay estudios que evidencian una relación inversa entre la ingesta de grasa saturada y la salud cardiovascular. La sustitución de grasas saturadas por grasas poliinsaturadas omega 6 no se traduce en una disminución del riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares.
Considerando estos aspectos, y teniendo en cuenta la revisión de los trabajos analizados en este artículo, entre los que se incluyen estudios del más alto rigor científico (metaanálisis y revisiones sistemáticas), se recomienda que se reconsidere en las guías dietéticas cubanas las limitaciones de la ingesta de grasa saturada para la población en general.