Introducción
El nivel cultural de un pueblo ha de medirse por la influencia que sobre él tiene la educación superior. Valiosa, cada vez más, es su presencia en la cultura y la sociedad, porque incide en la formación de sus características y en su desarrollo; con ellas sus relaciones son básicas y esenciales, tanto como dialécticas, pues se nutre de ambas y las refleja, pero no como un simple espejo. En el marco de esta triada no es la menos determinante, ha de tenerse en cuenta que es cada vez más difícil hallar hechos sociales y culturales totalmente ajenos a su quehacer, tanto por la creciente cantidad de personas que constituyen frutos suyos, como por el progresivo alcance de sus resultados cognoscitivos impregnados en objetos y otros productos de todo tipo.
Los gobiernos inteligentes atienden con esmero a la educación superior. Es un pilar imprescindible para el desarrollo económico y se hace sentir en el modo de pensar y actuar de los pueblos, en la profundidad y el espíritu crítico que alcanzan sus razonamientos, en el nivel de conciencia y el grado de responsabilidad que tenga su participación en los diversos actos sociales y culturales: políticos, artísticos, ecológicos, familiares.
Al estar presente en esa malla de nexos tan diferentes, es de imaginar que históricamente la educación superior se ha movido entre diversas tendencias. Desde la segunda mitad del siglo XX sobresalen dos; al decir de los autores Wee & Monarca (2019) son las “tendencias democratizadoras de los espacios públicos y el acceso al conocimiento y otras que promueven la mercantilización de la educación superior” (p. 117). Esta última se debe básicamente a las fuerzas del poder económico, sobre todo de los países con una economía y una sociedad más desarrolladas, que lanzan la educación superior al mercado porque la conciben como si fuera una mercancía y de ese modo, debe estar apta para venderse a los consumidores. Por este motivo debe subordinarse tanto al mercado, como a los bancos. Este modelo se ha impuesto en muchos países por varios mecanismos: la privatización, la competencia, y, entre otros más, la inclusión en el mundo académico del lenguaje puramente empresarial, donde resulta llamativa y de una importancia colosal el despliegue y la interiorización de la lógica mercantil, a la luz de la cual la diversidad, la amplitud y la profundidad de este nivel educacional quedan opacadas por la producción de profesionales competentes para el desenvolvimiento en los rigores de las cada vez más complicadas relaciones mercantiles.
En esos vericuetos del mercado, el ser humano, personificado en el profesorado y el estudiantado, lejos de su condición de fin de la educación superior, deviene medio idóneo para la venta, la compra y el aumento de las ganancias. Pero la humanidad no se queda con los brazos cruzados, y frente al mercantilismo aparecen oposiciones de diversas índoles, algunas toman consistencia a partir del desarrollo de la ciencia y la tecnología, las cuales tienen una influencia creciente sobre el nivel educacional supremo, igual que las transformaciones socioculturales resultantes de su aplicación y las teorías de diversas índoles, ante todo aquellas relacionadas con el conocimiento y la ciencia, así las que están centradas en ella misma, es decir, la educación superior, y no exclusivamente las pedagógicas, antes bien, las psicológicas, sociológicas, filosóficas y dentro de estas, las de la ética, de la estética y de la epistemología.
A propósito de las teorías epistemológicas vale mencionar la afirmación de los autores Matías & Fernández (2018) en cuanto a que a causa de los cambios en las profesiones y en unos algunos principios éticos, así como a partir de las demandas de grupos sociales, en el más elevado nivel educacional “se introducen nuevas nociones que experimentan un cambio de sensibilidad y de configuración epistemológica” (p. 12).
Muchos de esos cambios se han dejado observar desde la segunda mitad del siglo XX, marcados por tendencias de transición de posiciones filosófico-epistemológicas positivistas hacia otras, entre ellas, el pensamiento complejo, desde donde toma consistencia una serie de argumentos que muestran potencialidad para contrarrestar el efecto del mercantilismo, el cual asimismo se deja observar en el menosprecio a las humanidades, porque estas han llegado a ser consideradas no rentables; aunque el problema con ellas radica no solo en esta posición de principio, es decir, que son improductivas, sino también porque son vistas como estudios inferiores, que no llegan al rango enaltecedor, digno solo de la ciencia.
Con la intención palmaria de contribuir en alguna medida al mejoramiento de la educación superior, en el presente texto se desarrollan algunas consideraciones en torno al despliegue, en la misma, de la interdisciplinariedad. Con esta categoría de ascendencia epistemológica y metodológica, se hace alusión básicamente a un proceso de apertura y diversificación de relaciones entre las ciencias, que puede ser de dos tipos, entre más de una ciencia, especialidad o disciplina, y al interior de ellas mismas. En cada caso lo primario es el vínculo, o el diálogo, como también suele decirse, que se establezca entre ellas.
Sobre esa base puede compartirse la opinión del autor Guzón (2020), de que lo novedoso de la interdisciplinariedad es que proporciona una relación mayor entre las diversas ciencias. Pero no ha de quedarse en los vínculos en sí, sino propiciar la articulación entre ellas. Estos dos aspectos son sumamente importantes no solo para entenderla, sino también para utilizarla, sobre todo si con ella se quiere lograr un desempeño óptimo.
En la labor encaminada a elevar la calidad de la transdisciplinariedad es cardinal el fortalecimiento de la presencia humana. Desde este ángulo se percibe que, para alcanzar esta finalidad, una vía, entre tantas más que pueden razonarse, es la inclusión de las humanidades en el quehacer interdisciplinario que tiene lugar en el marco de disciplinas no humanísticas.
Las elaboraciones teóricas que forman este trabajo se despliegan desde la perspectiva epistemológica. La palabra epistemología se utiliza con una frecuencia notoria y no siempre correctamente, por eso, es necesario puntualizar que tal perspectiva significa que se centra en el conocimiento: su producción, distribución, empleo, asimilación y en cuantas relaciones pueden establecerse con él o a propósito suyo. Dichas elaboraciones se realizan con un enfoque universalista, mediante el cual se toma el objeto de estudio en su máxima amplitud: la educación superior a nivel mundial, y se mueven en el eje ser - deber ser.
El objetivo de este estudio es brindar algunos argumentos de por qué en la educación superior la interdisciplinariedad que tiene lugar en el marco de disciplinas no humanísticas puede aumentar su calidad humana cuando incluye a las humanidades.
Para lograr el objetivo propuesto se consultó una bibliografía variada, pero que responde al tema tratado; en su mayoría es de reciente publicación y en ella sobresalen los autores latinoamericanos, aunque el sustento teórico está en las obras del filósofo francés Edgar Morin (1999; 2020) y su espíritu integrador. Un lugar especial tiene el artículo de los autores Matías & Fernández (2018), porque con él hay varias coincidencias teóricas y de puntos de vista, así como porque estimuló unas cuantas reflexiones expuestas en el presente texto.
Desarrollo
A principios del siglo XXI, con los niveles alcanzados por la ciencia y la tecnología, la educación superior no puede ser ajena, y, de hecho, no lo es, al propósito de optimizar la asimilación, transmisión y utilización de los nuevos conocimientos científicos, pero la indiscutible importancia de ese objetivo no puede conducir al descuido de la misión de propiciar y estimular el desarrollo humano multilateral (físico y espiritual), como tampoco puede relegarse a planos inferiores la intención de educar a los seres humanos para que sean capaces de entender los retos que aparecen, y para resolver los problemas nuevos. De igual modo, no debe minimizarse otros fines: aprovechar y acrecentar lo bueno creado por la humanidad en su andar, atacar y exterminar iniquidades, cuidar el planeta, conservar el sello identitario de cada pueblo sin menosprecio ni sobrevaloración, lo cual alude la relación entre lo universal y lo particular. De estos objetivos, entre otros que pudieran mencionarse, no puede ausentarse el de ampliar el universo espiritual, para, entre otras tareas, tener en cuenta los valores y los antivalores en el vínculo de lo objetivo y lo subjetivo, en la red que forman las necesidades, los intereses y los fines individuales y sociales.
En la concepción de la educación superior y en su propio desarrollo se observan diversas tendencias, las cuales toman consistencia a partir de los propósitos que se persigue con ella, así como por las demás características que llega a tener o que se desea alcanzar. Una de esas tendencias es la mercantilista, donde este nivel educacional se concibe “como un bien de consumo (mercancía) de alta rentabilidad, por la incorporación de estudiantes en el entorno internacional, establecimiento de universidades en el extranjero, autorización de franquicias, la enseñanza virtual, entre otras” (García Mazo, 2018, p. 39). Entre las bases teóricas del mercantilismo en la educación superior está la filosofía positivista.
Mercantilismo y positivismo en la educación superior
Entre las causas del origen de la tendencia mercantilista en la educación superior está la influencia del positivismo, filosofía creada por Augusto Comte (1798-1857) en la década de los 1830, asumida desde finales del siglo XIX y a lo largo del XX por las sociedades más avanzadas de Europa y América, sobre la cual desarrollaron un espíritu modernizador. Entre sus características están la preponderancia de la ciencia experimental, la intención de superar la especulación metafísica y su influencia en la ciencia, la defensa a ultranza del espíritu de objetividad y el rigor en el uso del método científico, así como la asunción de la posición filosófica destacada por el filósofo francés Renato Descarte (1596-1650), según la cual se reconocía que la razón es la única facultad humana apta para aportar un conocimiento certero, es decir, científico y, por tanto, es la cualidad que le permite al ser humano hacer ciencia.
A la luz del positivismo, el método científico empírico es el que se reconoce como verdaderamente científico. Sobre esta base se prioriza a las matemáticas y los sistemas estadísticos, a los diagnósticos, la evaluación cuantitativa de resultados y la verificabilidad; de este modo, toma consistencia la aspiración al logro máximo de objetividad. Esta, unida a la sobrevaloración de lo cuantitativo y lo verificable, exigen que el sujeto cognoscente se distancie al máximo del objeto del conocimiento, o sea, que este último sea totalmente externo y ajeno a aquel. De tal suerte, para garantizar el empleo correcto del método científico, el rigor en su empleo y con él, la fiabilidad y la certeza, deben quedar fuera del quehacer de la ciencia las opiniones y los pareceres sin fundamentos, léase, que no es posible verificarlos; a su vez, con igual propósito ha de excluirse la afectividad, porque se considera que afecta en grado sumo la objetividad y, por tanto, trae consecuencias nefastas para el desempeño de la ciencia.
Las características anteriores conducen a que se entienda que el discurso científico tiene que ser austero al máximo; esto quiere decir, sobre todo, que ha de prescindir de los adjetivos porque indican valoración y esta es subjetiva. Por tal motivo, para que una narración tenga carácter científico tiene que ser obligatoriamente impersonal; con esta forma se busca que el sujeto esté ausente; su ausencia debe ser total.
Una de las características más significativas de las investigaciones científicas que se realizan sobre esa base teórica es que tal modalidad se exige a las investigaciones de los asuntos puramente humanos y de la sociedad para que lleguen a ser consideradas científicas; de lo contrario puede ser que sean vistas como simples estudios que no llegan a ese nivel, elevado, prestigioso y único certero.
Dicho de otra manera, a las ciencias sociales y humanísticas se le exige el empleo de los métodos que se usan en las ciencias naturales y exactas, que son, según este criterio, las de verdad, donde también suele incluirse a las especialidades técnicas. Lo cierto es que desde esta perspectiva los estudios acerca de lo humano por sí mismos no clasifican para llegar ser conocimientos certeros, y cuando se logra que los científicos verdaderos reconozcan que determinadas investigaciones sociales y humanísticas pueden ascender a la cumbre donde está la ciencia, lo han hecho porque las mismas han sido adaptadas a las exigencias de lo concebido como lo estrictamente científico.
Algunas ciencias sociales han asumido esos requisitos con más facilidad que otras, aunque no sin ningún tipo de daño, el cual puede hallarse, por ejemplo, en el simple hecho de la substracción del protagonista: el ser humano. En el marco de la sociología, la psicología, la antropología, el derecho, por poner solo unos ejemplos, el positivismo llegó a tener una presencia fuerte, que aún puede captarse sin grandes dificultades. Similar ha sucedido en las humanidades o ciencias humanísticas, como a veces se les llama, al igual que en la filosofía, que ha sido considerada tanto una ciencia social como un componente más de las humanidades, aunque realmente es un saber específico, que no entra en ninguna de esas clasificaciones.
En la filosofía, el positivismo también ha tenido una presencia palmaria y no solo en la escuela filosófica positivista, aunque esto último parezca una reiteración innecesaria. La asunción de las ideas gestadas por Augusto Comte, por ejemplo, la sobrevaloración de la razón, no ha sido un problema para una considerable cantidad de escuelas filosóficas, porque en la conocida como ciencia madre tiene un gran peso lo racional, pero de igual modo se ha hecho sentir la ausencia de la afectividad y del sujeto, relegados a planos inferiores o a la invisibilidad, por el afán de alcanzar la mayor objetividad posible.
No obstante, la fuerza que todavía tiene el positivismo, su influencia ha ido disminuyendo desde mediados del siglo XX, como consecuencia de varios hechos, entre ellos, el despliegue de miradas diferentes a la ciencia y al quehacer científico, por ejemplo, aquella según la cual a ambos se observa en nexos estrechos con la comunidad de científicos, con la sociedad y con la cultura, por lo que son concebidos con su condicionamiento sociocultural y no como hechos eternos e inmutables. No obstante, el positivismo todavía existe, y se hace notar porque aún es influyente, sobre todo mediante sus posiciones epistemológicas, determinantes en no pocas comunidades científicas y académicas.
En la educación superior la epistemología de corte positivista se ha hecho evidente en muchos aspectos, entre ellos, en la parcelación del conocimiento y, como consecuencia, en la división estricta de las asignaturas, las cuales deben responder a la especialización científica, o sea, a las disciplinas de la ciencia a la cual pertenecen. Sobre esta base, los especialistas se han encargado de diferenciarlas y establecer, con esmero y criterios rigurosos, lo que pertenece a cada una. Por otro lado, el positivismo ha influido en gran manera en el hecho de entender que el profesor es el único productor y difusor de conocimientos verdaderos, mientras que al alumno le queda reservado el rol de receptor pasivo y reproductor de los mismos.
Desde la perspectiva positiva, la educación superior ha de abrirse exclusivamente al conocimiento científico. Esta característica puede parecer genial, porque significa que está abierta al progreso, pero el asunto no es tan simple, porque solo es valioso y verdadero, el saber de la ciencia, mientras que se excluye del proceso enseñanza aprendizaje lo otros tipos de saber, por ejemplo, el de las tradiciones culturales y el de las especificidades sociales.
Por otro lado, en el positivismo se le brinda una importancia enorme a la cuantificación y a los resultados cuantificables, este hecho favorece que las instituciones de educación superior que se desarrollan guiadas por esta filosofía lleguen a ser concebidas como entidades que han de aportar cifras y no porque se dediquen con profundidad extrema a las matemáticas, lo cual sería genial, sino por la cantidad de graduados, la cantidad de cursos y, entre muchos ejemplos posible, por la cantidad de dinero que ingresan. De este modo, son vistas como parte de los mecanismos del mercado y, de esa manera, se transforman en una empresa, que, como tal, ha de competir con sus similares y ascender en la escala internacional de dichas instituciones.
Esa lógica se basa en el financiamiento que otorgan el Estado, diversas organizaciones y empresas privadas, donde se privilegia a las instituciones y las especialidades con más capacidad para obtener resultados prácticos y ganancias financieras; en este caso tienen un sitio privilegiado las ciencias naturales y las técnicas.
Tal fenómeno comenzó a tomar una fuerza mucho mayor a partir de los años 1980, cuando en la arena internacional se reforzó el protagonismo del mercado y con él, el de las mercancías y lo cuantificable, como consecuencia de la amplia difusión del neoliberalismo y su ideología pertrechada con el racionalismo instrumentalista, pertrechado de positivismo.
Esa postura ha estado asociada a la prioridad que se le ha dado a la investigación científica fáctica. En consecuencia, en la educación superior que sigue la tendencia mercantilista, se prioriza la formación de profesionales preparados para llevar adelante este tipo de investigación, que es valiosa, pero no la única, además, ello no justifica que se desatienda la teoría y las investigaciones teóricas. Cada una tiene su valor; pero hay más, ambas se complementan.
Los diferentes aspectos señalados anteriormente han influido en todos los sentidos en la educación superior, pero sobresale en lo que respecta al proceso enseñanza aprendizaje, que ha llegado a ser concebido con la finalidad de formar un profesional competente para el mercado, o sea, con potentes competencias para producir lo que puede venderse, lo que aumenta las ganancias materiales, sobre todo las metálicas y, por tanto, es valioso en el mercado. Pero todo esto ha dado lugar a un gran contraste “misterioso”, “extraño”, porque en reuniones científicas no es difícil encontrar personas con un discurso opuesto al mercantilismo, pero al mismo tiempo dan a entender que ven este fenómeno como algo natural y, lo peor del caso, como algo valioso.
Resultados de las posiciones mercantilistas en la educación superior hay varios, como que el desarrollo del pensamiento crítico de los estudiantes no es un objetivo a lograr en la docencia y no son importantes la ética ni la política, a su vez, como si lo anterior fuera poco, desde esa modalidad de pensamiento no pocas personas opinan, como destacan los autores Matías & Fernández (2018), que “la historia, la literatura y la filosofía como materias no deben aparecer en los currículos” (p. 15).
A propósito de este tema es oportuno traer a colación algunas reflexiones de la filósofa estadounidense Nussbaum (2010), quien asevera que “en casi todas las naciones del mundo se están erradicando las materias y las carreras relacionadas con las artes y las humanidades, tanto a nivel primario y secundario como a nivel terciario y universitario” (p. 17) y asegura que quienes sostienen el mercantilismo en la educación superior las conciben como ornamentos superfluos, porque no son útiles para ser competitivas en el mercado global y, por ende, solamente son aptas para ser eliminadas.
Enfatiza Nussbaum (2010) el menosprecio y el rechazo a todo lo que cabe en lo humanístico de las ciencias, como la imaginación y la creatividad, pero mucho más al pensamiento crítico. De este acota que “está perdiendo terreno en la medida en que los países optan por fomentar la rentabilidad a corto plazo mediante el cultivo de capacidades utilitarias y prácticas, aptas para generar renta” (p. 17) y recalca que, con ese afán de crecimiento económico en el mundo, las personas no se están interesando tanto como debiera por el rumbo de la educación y la democracia. En correspondencia, afirma lo siguiente: “Con la urgencia de la rentabilidad en el mercado global, corremos el riesgo de perder ciertos valores de importancia enorme para el futuro de la democracia, sobre todo en una época de preocupaciones religiosas y económicas” (p. 19). Del razonamiento de esta filósofa estadunidense se puede entender que el empobrecimiento del componente humanista en la formación universitaria se hace sentir en muchos lugares del mundo.
El criterio de que las humanidades son innecesarias, lo sostienen no solo los teóricos y apologistas del neoliberalismo o de otras corrientes teóricas cercanas a él, sino también jóvenes estudiantes universitarios, quienes, como asegura el autor Monge Ortiz (2020), claramente influenciados por esas posiciones ideológicas, opinan que esas especialidades, “no contienen cursos ni carreras productivas” (p. 7) y por tanto consideran “las humanidades como un gasto de tiempo y no como una inversión de la manera más comercial que se pueda” (p. 8).
Esos modelos educativos cargados de desestimación hacia las humanidades tienen una base teórica con una marcada propensión a lo empírico; por tal razón, son, de hecho, manifestación del empirismo o, para decirlo con mayor propiedad, de un neompirismo o un “pseudoempirismo, ya que no sustenta su saber en la práctica en su sentido genérico sino en un determinado tipo de prácticas, a saber, las que tengan que ver con la validación y legitimidad del discurso dominante de la tecno-modernidad” (De la Torre, 2020, p. 130). Enfrentar el mercantilismo es luchar contra un neoempirismo y esto, al mismo tiempo significa combatir contra posiciones antiguas, aunque maquilladas y arropadas según la moda actual, como por lo general sucede con las doctrinas, movimientos, estilos, que portan el prefijo neo, que, en su caso específico, además está cerrado a lo teórico y sus avances.
Todo esto hace pensar en la conveniencia de instrumentar en la educación superior debates críticos sobre contenidos de epistemología para superar el legado positivista en sus predios. A través de la polémica científica la comunidad universitaria puede tomar conciencia de la importancia que tiene asumir paradigmas que incorporen dimensiones sociales en la comprensión del conocimiento.
Así como actualmente se enfatiza la participación del estudiante en la conformación de su propio currículo y en el proceso de aprendizaje, y como cada día se comprende más y con mayor amplitud y profundidad, que es improcedente la segmentación del contenido y que la educación superior del futuro no puede estar ligada ni al conocimiento fragmentado, ni a la discriminación de algún tipo de conocimiento, hoy se debe pensar mucho más, con mayor énfasis, en la conveniencia educativa de que los programas docentes de las ciencias técnicas y naturales tengan materias humanísticas.
Vale acotar que las reflexiones expuestas anteriormente no pueden interpretarse como una negación de la atención que ha de brindársele en la educación superior a los aspectos del mundo laboral, de la eficiencia productiva, ella no puede ser ajena a tales asuntos, pero no puede limitarse a ellos. Concebir el conocimiento de un modo instrumental, es un reduccionismo y, a su vez, la negación de la complejidad humana, o cuando menos, su desatención.
A pesar de que en la educación superior muchas ideas positivistas aún son influyentes, sobre todo epistemológicas, simultáneamente existen otros ideales y enfoques; de ellos algunos han llegado a fortalecerse y a hacerse perceptibles e influyentes en cierta media, como el pensamiento complejo, con una gran consistencia epistemológica, que conduce a pensar y ver de manera diferente no solo los asuntos relacionados con el conocimiento y la ciencia, sino también otros, nuevos y viejos, a los que es preciso entender, explicar y tratar de una manera distinta.
Pensamiento complejo y educación superior: notas sobre sus relaciones
La noción de pensamiento complejo fue introducida por el filósofo francés Edgar Morin a finales de la década de 1960, pero su difusión se intensificó en el empalme de los siglos XX y XXI. La palabra complejidad hace alusión a la cualidad de complejo; vocablo este que tiene más de un significado, entre ellos: que se compone de elementos diversos; complicado, enmarañado, difícil. Con la primera de estas acepciones es que Morin toma el término complejidad para referir la diversidad de todo lo existente, no solo por la variedad de componentes, sino también y sobre todo, porque estos existen en múltiples relaciones.
El propio Morin (1999) puntualiza con pocas palabras que “hay complejidad cuando son inseparables los elementos diferentes que constituyen un todo” (p. 15). Pero, al parecer, no queda satisfecho con esta exposición verbal y añade, como aclaración, que “la complejidad es la unión entre la unidad y la multiplicidad” (p. 16). Esta acotación la subraya con visión epistemológica y llega a expresar, sin perder brevedad y concisión, que “existe un tejido interdependiente, interactivo e inter-retroactivo entre el objeto de conocimiento y su contexto, las partes y el todo, el todo y las partes, las partes entre ellas” (p. 16).
El pensamiento complejo destaca, con todo un engranaje teórico, el tejido de eventos, acciones, interacciones, retroacciones, determinaciones, azares, que constituyen el mundo fenoménico donde vive el ser humano. Así, la complejidad se presenta con los rasgos inquietantes de lo enredado, de lo inextricable, del desorden, la ambigüedad, la incertidumbre, pero también de lo unido, de la totalidad y, en consecuencia, opuesta al fraccionamiento impuesto por el ser humano en dependencia de sus intereses e incluso, de sus caprichos. Morin (2020) señala que “la realidad humana, tal como suele concebírsele, está cortada en pedazos o fracciones, dispersos para su estudio en un montón de disciplinas separadas, aisladas entre sí” (p. 33) y afirma que se debe romper esas parcelaciones infundadas construidas a lo largo de los siglos y que hace falta andar rumbo a la integración, sobre todo del saber, lo que presume incorporar enfoques de complementariedad, intercepción y aproximación del conocimiento.
El pensamiento complejo nace como reflexiones que incitan a la apertura entre los saberes y a la comunicación entre ellos. Esta condición, al ser llevada al marco concreto de las investigaciones científicas, se traduce como el requerimiento de que todos los miembros de los equipos de investigación en vez de encerrarse feudalmente en sus materias, se abran a las otras, las concomitantes y las lejanas y que se propongan compartir un bagaje conceptual que garantice un diálogo y una búsqueda conjunta. He aquí la esencia del quehacer interdisciplinario.
Al observar la educación superior a través de esas ideas y afirmaciones del filósofo francés sobresale la necesidad de realizarle transformaciones, que implican cuestionamientos y rupturas de estructuras tradicionales, no solo de la organización administrativa, que no es tema a tratar en esta ocasión, sino también, y más enfáticamente, de todos sus otros asuntos, como es el proceso enseñanza aprendizaje, donde tienen una importancia singular el currículum y sus actores, que son las personas quienes lo hacen realidad, con independencia de la posición que ocupen en él.
El pensamiento complejo ofrece estrategias de experimentación en un ambiente de aprender haciendo para crear, explorar, probar, evaluar. Todo esto, al ser llevado al ámbito de la educación superior se une a la finalidad de construir un proceso de enseñanza aprendizaje esencialmente nuevo, por su amplitud y apertura, pero también en él tenga una mayor cabida el enriquecimiento espiritual humano y con su utilización en beneficio de la sociedad. Es una tarea difícil y no es individual, sino colectiva, entre otras razones, porque necesita el intercambio entre quienes trabajan en dominios disjuntos y, sobre todo, vertidos hacia su interior.
Los cambios que señala Morin (1999) se fundamentan no solo en el conocimiento y la realidad objetiva; en ellos posee una importancia raigal el modo como concibe al ser humano, es decir, la concepción acerca de él que desarrolla, la cual tiene su base en que concibe la esencia humana no en componentes aislados, como a lo largo de la historia se ha realizado de manera general, sino en su complejidad, constituida por varios componentes y no solo en la armonía alcanzable entre ellos, sino en sus contradicciones, en sus oposiciones.
Morin (2020) apunta que hace falta interiorizar que el humano no es solo un ser individual, o social, o únicamente uno biológico o animal, sino que hay que entenderlo en la relación permanente de retrointerrelación entre el humano biológico que produce al humano cultural, el cual continúa produciendo al humano biológico. Ilustra esta misma idea con otras palabras, con un modo diferente, cuando afirma lo siguiente: “Homo no es únicamente homo sapiens, es también homo demens” (p. 34) y para que quede más clara la complejidad con la cual concibe al ser humano, sentencia seguidamente: “La locura no es un extremismo de los locos que se encuentra en los asilos. La locura se encuentra siempre presente en cada uno de nosotros como la ira y la furia, la ambición, la violencia” (p. 34).
Junto a ello hace falta comprender otra idea que expone Morin (2020) apoyado en los estudios sobre el cerebro y en la demostración realizada por ellos en cuanto a que al activarse lo racional en el cerebro humano, se activa también lo emocional y, por tanto, que la razón no existe sola, de manera pura; de tal suerte, sostiene que “no hay razón sin pasión, sin emoción” (p. 34) y, también, como para enfatizar la idea anterior, advierte lo siguiente: “No debemos quedarnos ni en una razón fría ni debemos caer en la locura y la pasión sin control de la razón. Siempre debemos establecer, cada vez de nuevo, una dialéctica de la razón y de la pasión” (p. 34).
De esas reflexiones del filósofo francés se desprenden dos ideas importantes, conocidas, pero no atendidas con la dedicación y el esmero adecuados; por un lado, que la afectividad, es decir, las emociones, los sentimientos y las pasiones, precisan de una mayor atención, y por otro, que no se puede perder de vista la dialéctica entre la razón y la afectividad. Respecto a esto último vale una aclaración, aunque para algunas personas puede ser innecesaria o sumamente reiterativa, y es que, por darle importancia a la afectividad, no se ha de menospreciar la razón; no es caer en el otro extremo.
Desde finales de la centuria pasada, según se puede ver no solo en las publicaciones especializadas, sino también en las reuniones científicas, ha ido incrementándose el interés por los nexos entre la razón y la afectividad, así como por su importancia en el quehacer diario. Aquí es oportuna otra precisión: la afirmación anterior no significa, ni remotamente, que antes de dicho período nadie se hubiese interesado por tal tema.
En el sector educacional y específicamente en el del nivel superior, tienen lugar reflexiones valiosas acerca de la conjugación de lo racional y lo afectivo, aunque sobresalen las centradas en la afectividad, más que nada en las emociones y en un tipo de sentimiento: el amor. En cuanto a este último puede hallarse, con cierta frecuencia, afirmaciones al estilo de la siguiente: “Enseñar como un acto de amor debe verse como un proceso de transformación y cambio que permite conocer nuestra realidad, para luego tomar acción” (Maldonado-Torres et al, 2018, p. 10), donde se subraya su papel en la labor académica, específicamente en la enseñanza.
En la educación superior la enseñanza ha de ser siempre un acto de amor, y seguramente así sucede con frecuencia; por eso es oportuna otra precisión y es que el pedido de atender con mayor esmero a la afectividad no significa que ella haya estado ausente; es imposible que haya sucedido, ante todo porque el ser humano es afectivo por esencia, la afectividad forma parte de su esencia, toda persona tiene la tiene en uno u otro grado y, por tanto, es imposible que alguna obra humana se haga con su ausencia total. De lo que se trata, valga la insistencia, es de darle mayor importancia, de atenderla con racionalidad y afectuosidad, o sea, de justipreciar a las emociones, los sentimientos y las pasiones en el quehacer de la educación superior, en la enseñanza y también en el aprendizaje.
El aprendizaje debe ser un acto de amor. Hay que priorizar y enfatizar, el empeño de hacer que el alumnado despliegue amor a la hora de aprender, que este sea un acto de afectividad y sobre todo, de cariño, ternura, placer, regocijo. En la labor, trabajosa y muy urgente, de incrementar lo afectividad en la educación superior, la enseñanza afectiva no es lo más difícil de lograr, porque el profesorado, por lo general, lleva adelante la docencia con afabilidad y otras cualidades similares, ahora bien, esto no significa que no haga falta brindarle una mayor atención.
A esos empeños, difíciles tanto como valiosos, se le suma hoy la utilización de las tecnologías de información y comunicación, que es un reto no solo para el profesorado, sino también para la masa estudiantil; hoy el alumnado va teniendo, in crescendo, mayores y mejores posibilidades para estudiar de manera independiente, así que sería muy provechoso, en el sentido del tema que se está tratando, que todo profesor y toda profesora tenga muy en cuenta la afectividad en las orientaciones que hace llegar a cada estudiante, no solo para que reciban cariño, sino para que realicen sus tareas con amor, esto es, que disfruten el estudio y durante ese tiempo explayen su capacidad amorosa, que seguramente llevarán, posteriormente, a las relaciones con sus congéneres. No hay por qué permitir que el ser humano del futuro sea esencialmente frío.
En todo el quehacer científico y en su propio fruto: la ciencia, están presentes las pasiones y los sentimientos, también las emociones, incluidas las muy grandes y las muy fuertes; lo que sucede es que cuando la ciencia se concibe sobre el fundamento positivista, en aras de la objetividad y del logro de resultados sosegados, la afectividad tiene que quedarse al margen, a la zaga, para cederle todo el espacio a la razón, tan propensa al cálculo frío y a la serenidad e imperturbabilidad que la favorecen. En la educación superior de corte positivista sucede de modo similar en cuanto a la relación entre la razón y la afectividad y, de igual modo, en ella también existe la necesidad de remediar la desproporción referida. Al logro de este afán puede contribuir la interdisciplinariedad y en ello, las humanidades pueden jugar un papel muy importante.
La interdisciplinariedad. En torno a su realización en la educación superior
El término disciplina es propio de la Modernidad. Anteriormente había relaciones estrechas entre diversos saberes, ni había una diferenciación estricta de las ciencias; tampoco barreras infranqueables al interior de los conocimientos. La diferenciación de la ciencia comienza a manifestarse, por lo menos marcadamente, en el Renacimiento y fue resultado de la especialización y el fortalecimiento de las fronteras entre cada rama del saber, que tuvo lugar con el desarrollo de los conocimientos; a su vez, se fue independizando de la filosofía.
En el marco de ese proceso de especialización, cada estudioso se refugiaba en la rama del saber a la cual se dedicaba y, más aún, lo encerraba en las fronteras que iba construyendo, sin relaciones con los demás saberes, o, en el mejor de los casos, con vínculos muy delimitados y por lo general, muy afianzados en las especificidades de cada ciencia. Para decirlo con lenguaje figurado: las ciencias apenas conversaban entre sí, el diálogo entre ellas era casi inexistente. No obstante, esta afirmación no puede entenderse como que todos los científicos actuaron así y que este tipo de comportamiento fue único desde ese entonces. Por lo general, los científicos y pensadores de mayores luces, a lo largo de la historia han mostrado una mentalidad abierta que les ha permitido traspasar las fronteras de sus especialidades y transgredir lo estipulado, lo concebido como natural y obligatorio; así mostraron que hay algo valioso, cierto, correcto, más allá del cerco que llega a parecer insalvable.
La especialización y más aún, la superespecialización, ha tenido una significativa repercusión en el ámbito académico, sobre todo en cuanto a la concepción de lo que se debe enseñar y de cómo debe hacerse. En este contexto, por lo general, se ve las disciplinas como cuerpos de conocimientos formados históricamente y en constante transformación, que se derivan de las diferentes ciencias, con las cuales mantienen nexos básicos. La pedagogía las ha hecho accesible al estudiantado a través de las diferentes categorías didácticas, para proveerlos de conocimientos, hábitos, habilidades y valores (Gutiérrez, 2004).
Pero, como se acaba de decir, no todos los estudiosos y especialistas se limitaron a una determinada especialidad, así que las fronteras entre ellas se fueron abriendo, según lo permitían las condiciones histórico-sociales concretas y la intrepidez de esas personas, quienes, tal vez, no pocas veces recibieron calificativos despectivos al estilo de desordenadas, transgresoras, herejes. En este proceso de ruptura de contornos, abrimiento, traspaso y de cierre y censura, fue conformándose la noción de apertura e intercambio entre las disciplinas o especialidades.
La autora Gutiérrez (2004) afirma que el vocablo interdisciplinariedad algunos estudiosos lo adjudican al sociólogo Louis Wirtz y lo ubican en 1937, que una serie de especialistas subrayan que el incremento de su utilización se produce desde los años 1970, que como propuesta epistemológica comenzó a finales del XIX y que tiene sus raíces en las ideas del filósofo e historiador alemán Friedrich Herbart (1776-1841). Respecto a él vale subrayar su quehacer encaminado a integrar saberes, específicamente la lógica, la metafísica y la estética.
Con la categoría interdisciplinariedad se hace alusión básicamente a un proceso de apertura y diversificación de relaciones entre las ciencias, que puede ser de dos tipos, entre más de una ciencia o especialidad o disciplina, y al interior de ellas, o sea, entre las especialidades o las disciplinas que forman parte de una ciencia. En cada caso lo primario es el vínculo, el diálogo, que se establezca entre ellas.
Sobre esa base puede compartirse la opinión del autor Guzón (2020), en cuanto a que lo novedoso de la interdisciplinariedad respecto a la multidisciplinariedad es que proporciona “una mayor relación e imbricación de las diversas ciencias” (p. 104). Estos dos aspectos son esenciales, imprescindibles para entender la interdisciplinariedad y, de igual modo, para hacer uso de ella. Vale enfatizar que son valiosos los dos aspectos juntos; no basta que solo haya mayor relación entre las ciencias; es preciso que, simultáneamente, haya solidez en los nexos y más aún, que haya articulación y, sobre todo, que se llegue a la complementación, que puede ser lo que quiso decir, de manera metafórica, el mencionado autor cuando escribió imbricación, palabra que, según los diccionarios, significa superposición parcial de cosas similares.
La interdisciplinariedad no es una articulación caprichosa de disciplinas. El autor Bazdresch (2020) señala una serie de ideas de gran importancia para este tema. Primero que es “relativizar las disciplinas e ir a un punto de partida integral” (p. 46), o sea, es volver a integrar lo que se había separado a la luz del pensamiento occidental, con las muy buenas intenciones de profundizar en la actividad cognoscitiva; segundo, que la fragmentación y el distanciamiento entre las ciencias permitió, y sigue haciendo posible en una medida considerable, la obtención de grandes e impresionantes avances de la ciencia, pero al mismo tiempo ha impedido y muchas veces continúa impidiendo que se vean “los ‘efectos secundarios’ de la aplicación de verdades parciales en una realidad compleja y articulada” (p. 47); tercero, que con esas verdades, que son resultados de las disciplinas por separado, cada una se satisface “sin revisar cómo los avances de otras matizan, completan o incluso desmienten tales afirmaciones unidisciplinarias” (p. 47).
La interdisciplinariedad se corresponde con la esencia del pensamiento complejo. A la luz de este modo de pensar se observa la necesidad de establecer diálogos, es decir, nexos, entre las diferentes especialidades involucradas en un asunto específico “sin poner delante disciplina, currículo, segmentación de contenidos y fronteras de conocimiento, todo lo que esas palabras y conceptos, hoy instrumentos acostumbrados para la organización de la formación, instruyen y propician” (Bazdresch, 2020, p. 46). Para poder entender los problemas que se caracterizan por su complejidad, es necesario tratarlos, o sea, estudiarlos, simultáneamente, desde varias perspectivas y esto incluye, como un paso preliminar, que quienes están implicados en una determinada investigación científica, deben intentar comprender el lenguaje de los otros camaradas de equipo.
El diálogo interdisciplinario no es una estrategia más; es el paso inicial de la interdisciplinariedad. Esta tiene su punto de partida en la valoración sincera de uno respecto al otro, así como en su capacidad para acercarse a aspectos de un problema, que serían inaccesibles fuera del contraste de puntos de vista. Hace falta que se entienda esta posición, que se interiorice y se tome conciencia. Además, vale acotar que la palabra diálogo no significa simplemente compartir un criterio, o pensar de modo similar; en ese intercambio de ideas y pareceres que es la conversación, no solo tiene que haber entendimiento; de hecho, también puede haber contradicción, oposición, aunque el objetivo que se persiga en este encuentro sea entenderse y sobre esta base hallar la solución a un problema o a varios, llegar a un acuerdo. En su desarrollo, los conocimientos son parciales e hipotéticos y siempre es oportuna la opinión de los otros investigadores, para ganar claridad y profundidad. Sobre esta base salen a relucir una serie de nexos, como son los que existen entre los fenómenos naturales y los humanos, así como entre los sociales y los individuales. Desde esta perspectiva es posible no solo verlos en red, sino también con su dinamismo natural.
La apertura de relaciones entre las ciencias, así como la articulación y la complementación que se aspira lograr entre ellas y que se recoge en la categoría interdisciplinariedad, con gran rapidez se extendió a la educación superior, porque toda especialidad científica está indisolublemente ligada a su enseñanza y aprendizaje.
Entre las definiciones acerca de la interdisciplinariedad desde la perspectiva de la docencia, está la de la autora Gutiérrez (2004), quien la comprende como “un proceso de intercambio y colaboración entre dos o más disciplinas o asignaturas” (p. 96). Sobre esta base, describe las características que se logran mediante dicho proceso planificado sistemáticamente: grado de complejidad creciente; nueva visión del objeto de estudio debido a la apertura epistemológica, metodológica, axiológica, ontológica, psicológica y pedagógica; flexibilización de las fronteras del conocimiento, que enriquece a las personas que se encuentran involucradas en dicha relación y a las disciplinas, sin que ninguna de ellas renuncie a su identidad y; acortamiento de la distancia entre la teoría y la práctica.
En el ámbito académico, al referirse a la apertura a otros diálogos y discursos, el autor Cepeda (2021) trata un asunto de extrema importancia y, al mismo tiempo, difícil de abordar, porque puede ser mal interpretado: la utilidad del trabajo interdisciplinar. Apunta que el beneficio está dado no solo para “identificar las dificultades que sacuden al engranaje escolar, sino también, para contrarrestar las barreras con que se enfrentan educandos y maestros en su cualidad de diferencia” (p. 129). La significación de estas palabras está no tanto en que señala la identificación de dificultades, ni a la urgencia de derribar barreras, sino en que incluye a los profesores y a los alumnos. Si se puede hablar de víctimas de la disciplinariedad cerrada, tal condición la tiene no solo el contenido, ni la tan polemizada realidad objetiva, sino también quienes enseñan y quienes aprenden, sobre todo estos últimos, porque reciben un conocimiento caricaturizado, ya que así, tan separado y distante, no existe, porque así no es la vida.
La interdisciplinariedad en la educación superior sigue siendo un desafío, sobre todo para las ciencias de la educación. Para desarrollarla, por ejemplo, en Cuba se ha pensado en una serie de vías, entre las cuales están las siguientes: Ejes transversales; programas directores; método de proyectos; líneas directrices (Gutiérrez, 2004). Todas estas proposiciones tienen su valor y han tenido sus frutos; ahora bien, hay algo imprescindible, que no puede olvidarse ni relegarse a planos inferiores, cuando se trata de este asunto: “Para que haya interdisciplinariedad, se requiere integración de las contribuciones de varias disciplinas a la hora de afrontar un problema” (Alonso, 2020, p. 188), aquí está el núcleo de cualquier idea o propuesta interdisciplinaria.
La educación superior actualmente se encuentran ante el desafío de adaptar los planes de estudio a las características de la investigación científica de estos tiempos, entre ellas están las que menciona el autor Vázquez (2020), una de las cuales es que los pedidos para que se realicen “proceden mayormente de empresas, organismos públicos y fondos o fundaciones privadas” (p. 219) y que ellos mismos son “la fuente principal de la financiación para los programas de investigación” (p. 219) y que “exigen la elaboración de proyectos de investigación cada vez con mayor componente de interdisciplinariedad, dada la complejidad de los problemas que preocupan” (p. 219). Es decir, que la interdisciplinariedad en la educación superior tiene al mismo tiempo dos causas: una de ellas es la necesidad interdisciplinaria de la sociedad, a partir de la exigencia objetiva de que se abran los saberes entre sí y que se estudien determinados objetos, cuyas particularidades solo pueden estudiarse en el marco interdisciplinario, dado ante todo por el incremento de la complejidad de los mismos. La otra causa visible es que las instituciones que sustentan financieramente las investigaciones científicas exigen que estas se realicen de modo interdisciplinario sobre la base de la conciencia de las mencionadas características de la sociedad y los saberes.
Respecto al aumento de su uso, así como de la aceptación y reconocimiento por parte de la sociedad y sobre todo, de la comunidad académica universitaria, es llamativo el criterio de los autores Suárez Monzón et al (2018) en cuanto a que en una sociedad que se caracteriza por la globalización, la universalización y la internacionalización, “nadie duda de que la interdisciplinariedad es una condición sine qua non en la práctica docente universitaria” (p. 55). De ser cierta esta afirmación tan categórica, que, sin pretensiones de recurrir al positivismo, habría que demostrar, sería verdaderamente significativo, primero que se hubiese llegado a ese nivel de aceptación generalizada y, segundo que se hubiese llevado a la práctica de un modo tan sistemático que no se concibiera la educación superior sin ella.
Una de las características del quehacer científico de estos tiempos es la formación de equipos interdisciplinarios, que pueden formarse entre las disciplinas de una ciencia o entre disciplinas de ciencias diferentes. Respecto a ello hay un asunto a tener en cuenta, muy importante, hacia el cual llama la atención el autor Carvajal (2010) y es que dichos equipos “pueden aportar muy poco, si contribuyen únicamente con una visión técnica, sin integrar su conocimiento con las demás disciplinas” (p. 156) y no solo las afines; por ejemplo, las humanidades pueden serles útiles a todas las ciencias en sus diversos desempeños, también en el que corresponde a la educación superior.
El contexto histórico actual globalizado propicia la emergencia de saberes y la necesidad de reinterpretar los referentes y tradiciones. No hay dudas de que sería un contrasentido histórico, quedarse en los modelos y las tradiciones del saber científico que son propios de la Modernidad. Hoy se impone pensar en el conocimiento de manera que articule elementos que otrora eran descartados porque se consideraban menos racionales. Estas posiciones aumentan su valor en el marco de la educación superior y le abren el camino a la interdisciplinariedad y a esos otros saberes, entre los cuales están las humanidades.
Humanidades e interdisciplinariedad: un tema para atender mucho más
La categoría humanidades es sumamente polémica; acerca de ella hay disímiles criterios y no pocos están encontrados entre sí. En las reflexiones que siguen se hará referencia solo a algunas especialidades de las que, por lo general, se incluyen en ella; se hace de este modo para ganar precisión y no a causa de reduccionismo o cierre epistemológicos. Además, no ha existido en ningún momento la pretensión de caer en detalles, ni de ofrecer recomendaciones metodológicas a partir de especificidades.
El tratamiento de este contenido tiene un lado práctico que conduce a la develación de la utilidad y, en consecuencia, a la respuesta de la pregunta siguiente: ¿Qué beneficio pueden aportar las humanidades en la interdisciplinariedad a las otras especialidades no humanísticas? El interés por tal develación no puede interpretarse como un burdo utilitarismo y no lo es, porque no existe la pretensión de hacer del beneficio un absoluto; ahora bien, no se puede dejar de pensar en lo útil que algo puede ser, por el hecho de no querer correr el riesgo de caer en esa posición teórica evadida muchas veces por los teóricos.
En este trabajo no se cuestiona, en absoluto, la valía de la enseñanza y el aprendizaje de ninguna ciencia, ni la capacidad que tiene cada una para desarrollar un proceso de enseñanza aprendizaje con una calidad de excelencia; ponerlas en dudas sería, cuando menos, una torpeza. Tampoco se ignora la archiconocida importancia de las carreras universitarias que resuelven problemas prácticos de la sociedad, entre las cuales figuran las ingenierías, la informática, el derecho, la comunicación social o la administración de empresas, por solo mencionar unas pocas.
El asunto esencial que se trata en este texto, es destacar una idea que seguramente la conocen, de muchas maneras, los especialistas de todas las ciencias, pero que no la justiprecian, por lo menos, como debiera ser. Es asunto es que todas ellas obtienen beneficios de las humanidades cuando participan, conjuntamente, en la interdisciplinariedad. En tal caso, la labor de las no-humanidades puede mejorarse, llegar a ser más completa, a pesar de que alguno de sus especialistas haya creído y opine, que ha llegado a un nivel insuperable. De este modo, el punto de partida que justifica la afirmación anterior es el siguiente: Las humanidades aportan conocimientos y perspectivas que contribuyen al mejoramiento como seres humanos de quienes están implicados en la mencionada interdisciplinariedad.
Puede pensar el médico, el informático o el ingeniero, que su especialidad es suficiente para lograr ese propósito, y no están totalmente equivocados, porque cada una de ellas aporta conocimientos que, indiscutiblemente, elevan el nivel cultural e influyen en el comportamiento humano en la sociedad. En la docencia de cualquiera de estas especialidades y en otras, similares o muy distintas, se puede hablar de arte, literatura, idiomas, historia o de temas que se relacionen con estos saberes, incluso es posible obtener resultados propios de las humanidades. Por ejemplo, el profesor de Química puede hablar de la belleza que se observa cuando una sustancia reacciona con otra, el biólogo puede orientar tareas en inglés, el ingeniero puede mostrar la presencia en una novela de una de las maravillas ingenieriles de un país. La realización de tales conexiones depende, primeramente, de los profesores de cada una de esas disciplinas, que quieran y se propongan hacerlo, y luego, de los estudiantes, que se interesen por temas como estos; además, que se haga de manera sistemática, porque si se efectúa muy esporádicamente no tendría resultados relevantes. Pero lo significativo es que lo que se acaba de exponer no es propiamente la interdisciplinariedad; o sea, y para decirlo con otras palabras, la interdisciplinariedad, como se ha visto más arriba, no se limita a esto; concebirla así, es, en el mejor de los caos, reducirla y malentenderla.
La interdisciplinariedad no consiste en la apertura de espacios que se haga en una disciplina a contenidos de otra disciplina. Ciertamente, como se reiterado, intencionadamente, varias veces, la interdisciplinariedad precisa de apertura y diálogo, pero en una primera instancia. La esencia de la interdisciplinariedad está en la articulación, en la integración, que, a su vez, presupone complementación. Claro que todo esto es imposible sin la apertura entre disciplinas y el diálogo entre ellas.
La afirmación expuesta anteriormente de que las humanidades aportan conocimientos y perspectivas que contribuyen al mejoramiento como seres humanos de quienes están implicados en la mencionada interdisciplinariedad, merece un poco más de explicación. Es preciso exponer algunos argumentos de por qué, por ejemplo, desde las ciencias técnicas y las naturales ha de pensarse en la interdisciplinariedad con las humanidades.
Entre las muchas razones que se pueden esgrimir está el propósito de enriquecer el universo espiritual de los estudiantes, a lo cual las obras de arte y literatura pueden contribuir de modo especial. Este propósito se logra no solo cuando tales obras gustan o cuando propician placer, disfrute, sino también cuando se llega a comprender en qué consisten, cuáles mensajes transmiten y cómo lograr entenderlos. El águila tiene mayor capacidad visual que el ser humano, pero este último ve mucho más que ella, y esto se debe a sus conocimientos.
Aquí amerita una acotación: cuando en este texto se habla del universo espiritual no se está haciendo referencia directa a lo religioso; antes bien, con esa categoría se alude a la vida espiritual de la sociedad, es decir, a la producción, difusión, consumo, y cambio de ideas y teorías, a su conservación y destrucción, a los puntos de vista, así como a la afectividad y a la conjugación de ambas capacidades humanas. De tal suerte, con la categoría universo espiritual humano se reconoce el papel y lugar de los pareceres, valores, creencias, ideales y propósitos individuales y sociales, así como a su encarnación en la ciencia, la religión, la filosofía, la política, la literatura, la moral, la ecología, la estética. De ahí su estrecha relación con las necesidades, intereses y fines sociales e individuales, así como con su realización.
Mientras más rico es el universo espiritual de cada individuo, es decir, mientras mayor es la carga de saberes, valores y poesía, más grande es la posibilidad de que ataque la indolencia ante las ideas y los hechos que engendran odio y discriminación, que conducen a la degeneración de los seres humanos a limitar, impedir o desdeñar su mejoramiento, que frenan y desvirtúan sus potencialidades. La riqueza espiritual es una fuerza para enfrentar el mercantilismo y la indiferencia y el menosprecio a la riqueza espiritual; es, asimismo, un poderío para oponerse a la propensión a lo insustancial, a las expresiones prosaicas, a la disminución de la cortesía, entre otros hechos que evidencian la degeneración humana y que al mismo tiempo conducen a ella.
Las obras de arte y literatura contribuyen al mejoramiento del ser humano, no porque lo dotan de cualidades angelicales y así lo purifican moralmente, sino porque le dan una riqueza espiritual inigualable que se deja observar en el crecimiento de la sensibilidad en sus diversas manifestaciones y esto se logra porque con los conocimientos que transmiten ponen en movimiento no solo las capacidades racionales, sino también las afectivas: los sentimientos, emociones y pasiones. ¿Por qué ha de darle importancia a la afectividad? Ante todo, porque ella, a diferencia de la razón, no es excluyente. Así, uno de los grandes valores de este tipo de realización humana, con lo cual puede jugar un rol de inimaginable importancia en la interdisciplinariedad, es su capacidad para despertar el razonamiento permeado de afectividad y a esta última estimularla insuflándola de racionalidad.
Las obras de arte y literatura estimulan la racioafectividad. Destacable es, de tal suerte, su papel ennoblecedor, entre otras razones, por las vivencias profundas que produce en quien se pone en contacto con ellas, porque puede reconfortar de los golpes que da la vida y al hacerlo, impulsa a seguir viviendo y a hacerlo de la mejor manera posible; además, porque limita impulsos aparentemente poco racionales y propicia un proceder más adecuado a las exigencias del momento. La vida demuestra que en las adversidades los seres humanos son capaces de deleitarse con dichas obras y de olvidar penas, aunque sea momentáneamente, de sobreponerse a los obstáculos y crecer como seres humanos, aun cuando no se lo propongan. Las creaciones artísticas y literarias son, al mismo tiempo, una fuerza que estimula a los seres humanos a la revelación de sus potencialidades y a su mejoramiento, sobre todo de un modo crítico y creativo; son una gran fuerza para enriquecer el universo espiritual mediante el incremento de acciones que estimulan la afectividad y simultáneamente conducen a pensar y a actuar.
La carga racioafectiva que poseen las obras de arte y literatura las dota de armonía: ni frialdad racionalista, ni afectividad vaporosa. Esta capacidad les proporciona el poder de incitar en los seres humanos una percepción crítica de talla mayor, apta para alcanzar vuelos encumbrados; ellas mismas son un tamiz crítico por donde pueden pasar muchos contenidos de las ciencias y así abrir en el estudiantado el entendimiento afectivo y la afectividad razonada que puede traer como resultado hombres y mujeres de ciencia mejor preparados, con una cualificación más amplia, más equilibrada, con un grado mayor de integralidad, con la cual se aprovecha, en una medida mayor, las capacidades humanas.
Por otro lado, pero en nexos con lo anterior, amerita traer a colación al lenguaje. Es de tener en cuenta las siguientes palabras del autor Jiménez Castaño (2018) en cuanto a que la ciencia “se asienta sobre la sensación y la experiencia, pero gracias al lenguaje y la razón es capaz de obtener la objetividad, universalidad y fiabilidad” (p. 65). Junto a todos los otros componentes del quehacer científico, el lenguaje tiene un papel insustituible, porque con él es posible el entendimiento y la transmisión de información, en ambos casos gracias a la expresión oral y a la escrita. Esta última es indispensable en las faenas de la ciencia, por el valor que tienen los textos científicos, que, a su vez, tienen que estar redactado en correspondencia con las normas vigentes de la regulación del uso del idioma.
La lengua materna, su cuidado y la observación de las estipulaciones de su utilización no es un asunto único para quienes se dediquen a esta especialidad y otras afines, además, emplearla de modo correcto no quiere decir, ni remotamente, que se usen los “adornos” propios de los poemas o las narraciones.
Cada científico, cada investigador y cada estudioso, es también responsable de la conservación de su idioma y no únicamente porque este es parte de la cultura y la nación, respecto a las cuales denota, como ninguno de sus otros componentes, el sentido de pertenencia a ellas; ni solo porque el modo como se utiliza muestra el nivel cultural y de educación que se posee, sino, porque cada hombre y cada mujer que se dedique a la ciencia pretende que su mensaje sea entendido por el receptor, que capte sus ideas como se lo propuso, y la garantía de que este propósito de realice en su justa dimensión depende, mucho, de la redacción. Para que el texto cumpla su función comunicativa, quien lo redacta debe cumplir celosamente las normas actuales de la lengua española, no solo la ortografía y los signos de puntuación, que tienen una importancia comunicacional básica. Estos “detalles”, entre otros asuntos no menos importantes, forman parte de las especialidades de referencia.
La historia general es otra de las humanidades que puede jugar un papel de extraordinaria significación en el despliegue de la interdisciplinariedad de las ciencias. Su rol puede ser amplio y rico en la diversidad de matices. Entre los aspectos que pueden mencionarse está el de imposibilitar que un pueblo olvide su trayectoria y, asimismo impedir que se repitan los hechos indeseados, los que atentan de un modo u otro contra la patria y, también, contra la humanidad.
Con la historia general sale a relucir la articulación y la conjugación entre lo nuevo y lo viejo. Con ellas salen a flote las tradiciones y los saberes de antaño en juego dialéctico con los del presente, que provoca un proceso de apertura hacia lo que ya sucedió, así como a lo que está aconteciendo y a lo que ha de ocurrir, incluido en este caso lo que se pretende evitar.
La historia de un pueblo no es solo su recorrido político, con sus batallas y enfrentamientos o con sus conquistas, logros y desafíos. Además de todo esto, que es muchísimo, en la historia de un pueblo se recogen todas sus acciones, incluidas las cognoscitivas y estas, con el eje de relaciones del pasado con el presente y el futuro, al incluirse en la interdisciplinariedad con las ciencias impiden que todo el trayecto de un pueblo quede en el olvido o que se relegue a planos inferiores al que su importancia merece. Esta continuidad es de extraordinaria valía para el quehacer científico propiamente dicho y para el desarrollo de la educación superior, en particular de la interdisciplinariedad que puede y debe tener lugar en su ámbito.
Los frutos de la ciencia, al mismo tiempo, generan problemas sociales de diversas índoles, y es preciso no solo entenderlos, sino también aprender a entender a los otros seres humanos, a tolerarlos y a respetarlos. Uno de los propósitos de las humanidades es, como asevera el autor Monge Ortiz (2020) “integrar a la persona a la sociedad, no solamente como técnico de saberes sino a sí mismo como parte de ese colectivo” (p. 3) y para esto hace falta tanto el razonamiento y los conocimientos que puede dar una u otra ciencia, como la riqueza del universo espiritual, a lo cual contribuyen, de muchas maneras, estas especialidades.
Las humanidades tienen un rol destacable en el desarrollo del pensamiento crítico. Hoy se le da una importancia creciente a la formación de investigadores, pero no siempre se pretende formarlos para que piensen de esta manera. No se puede olvidar que en la actividad cognoscitiva pueden influir, como aseguran los autores Zanotto & Gaeta González (2018), “las falsas creencias sobre la forma de aproximarse al conocimiento” (p. 168), por eso, como ellos mismos enfatizan, hace falta que hoy se reconozca “la necesidad de fortalecer la crítica, la reflexión y el razonamiento” (p. 169), pero, vale enfatizar una vez más, para que estas cualidades devengan óptimas han de enriquecerse con la afectividad: los sentimientos, las emociones y las pasiones; sobre todo estas últimas le dan un toque especial a la actividad cognoscitiva y al despliegue de la crítica, que, dicho sea de paso, ha de rebasar los límites de la aproximación al conocimiento y debe hacerse sentir en todo el quehacer del científico.
Al desenvolvimiento de la capacidad crítica humana, racioafectiva por esencia, también favorece mucho la filosofía, aunque ella, más que perteneciente a las humanidades, es un saber específico, independiente, con su propia cualidad; no obstante, a veces se incluye en las humanidades. Dejando a un lado esta delimitación, sin que ello signifique que no se le da importancia, y con la aceptación de esta inclusión, aunque con ciertas reservas, se puede hacer alusión al papel que ella puede tener en la interdisciplinariedad con las ciencias.
La filosofía se asocia, por lo general, a la capacidad racional y se ignora o menosprecia el peso que en ella tiene la afectividad. Con la conjugación de ambas cualidades, aunque a veces sobresalga la racional, cumple sus funciones, entre ellas, cosmovisiva, lógico-metodológica, axiológica, práctico-educativa, emancipadora, ética, ideológica, estética, humanista. Ahora bien, una característica común a todas ellas es el carácter crítico.
Esa última cualidad, que no es privativa de la filosofía, es de gran importancia en la interdisciplinariedad; su contribución a la misma puede ser muy amplia y variada, puede, por ejemplo, conducir a la evaluación de las bases epistemológicas de la ciencia con la cual esté sosteniendo vínculos interdisciplinarios o a la valoración de la sociedad contemporánea y desde ahí enfocar la posición social que ha de tenerse respecto a determinadas características, que puede ser el mercantilismo.
La esencia crítica de la filosofía puede contribuir a despertar al ser humano, como señala el autor Araos San Martín (2019), “para que vuelva a tomar la iniciativa y se reconozca como lo que es: no solo un habitante, sino un abridor de mundo; la libertad de pensamiento deviene libertad de acción” (p.241). La filosofía posibilita el despliegue de críticas sólidas, es decir, muy bien fundamentadas y construidas con suma coherencia, por eso, quien reflexiona desde ella generalmente parte de los cimientos y las entrañas de los hechos y aquí radica su poder para impulsar al ser humano a salir del letargo que algunas fuerzas poderosas tratan de crear por doquier. El poder no es únicamente político. Para imponerse e imponer sus criterios, los poderosos pueden valerse, por ejemplo, de la ciencia y la tecnología, con los hechizos que provocan sus resultados, pero también pueden hacerlo con la absolutización de lo material y su utilidad. Desde la perspectiva filosófica se puede tener en cuenta el mundo con todas sus características, con lo conocido y lo ignoto, y verlo en su totalidad.
A lo anterior se le puede agregar el valor que tiene la aprehensión del objeto de estudio no solo de un modo instrumental, o sea, con la finalidad de uso, sino también con el propósito de sentirlas fruitivamente. Esto es, invitar, con argumentos, al ser humano a que se constituya desde el amor, pero no exactamente el amor hacia los objetos materiales, que “conduce a hacernos esclavos de las cosas en lugar de ser sus dueños” (De la Torre, 2020, p. 123), sino desde las profundidades de lo espiritual. Esta posición no significa desprecio a lo material.
El ser humano es un torbellino de posibilidades y realizaciones. Su potencialidad le permite ser poseedor de tales cualidades, que pueden ser aprovechadas a la luz de las humanidades con una intensidad grandiosa. La potencialidad de las humanidades, integrada a la de las ciencias, ha de tener efectos de incalculable valía. Amerita justipreciarla. Estos son tiempos de integración. La integralidad en la educación ha de tener, entre muchos frutos, que los científicos no se vuelvan máquinas pensantes, prominentes por su insensibilidad a todo aquello que no está en el marco de sus intereses, los cuales puede ser que estén, cada vez, más distante de aquellos pertenecientes a los demás seres humanos y a la sociedad. Todo esto puede suceder en cualquier parte del mundo, y más pronto de lo imaginado.
La implementación de la interdisciplinariedad en la educación superior, con mayor fuerza y vigor, es una exigencia actual de la ciencia y en general, de la sociedad y la cultura. El pensamiento complejo proporciona ideas que pueden resultar valiosas en el logro de este propósito, como la apertura entre los saberes y las capacidades humanas. Además, hoy, cuando son fuertes las posiciones mercantilistas, hace falta desplegar mayor cantidad de meditaciones filosóficas y epistemológicas en torno al papel de la espiritualidad en la educación superior y, en correspondencia, a las humanidades y a su papel en el desarrollo de la interdisciplinariedad.
Conclusiones
La tendencia mercantilista en la educación superior es fuerte y lo es, no solo porque en la sociedad de estos tiempos se tiene muy en cuenta el mercado y las ganancias, sobre todo financieras, que pueden lograrse en él, sino también porque sus apologistas mantienen una labor, no pocas veces tácita, solapada, que ha calado en los diversos sectores de la educación superior y ha condicionado la existencia de un contraste: por un lado se condena a la misma y, por otro, se acepta como un hecho natural que debe existir, que trae beneficios y que ha de seguirse.
El positivismo, sus posiciones teóricas y prácticas en la educación superior se han fortalecido en la articulación que ha desarrollado con el mercantilismo. Este engranaje se evidencia, sobre todo, en muchas manifestaciones epistemológicas de este nivel educacional, que, a su vez, responden a une a serie de intereses de varios sectores sociales de la ciencia y también de los poderes económicos y financieros. Los otros aspectos de esta escuela filosófica reducen su influencia e importancia en la educación superior, así como en la sociedad y la cultura.
El quid de la interdisciplinariedad está en el tratamiento de un problema que solo se hace soluble mediante la integración de varias disciplinas. Básicos e imprescindibles para su existencia son los factores siguientes: formulación de un bagaje conceptual que compartan todos los implicados, que garantice el diálogo y la búsqueda conjunta; establecimiento de relaciones comunicacionales entre las disciplinas y el logro de la integración de las disciplinas. Pero ellos no son la interdisciplinariedad en sí, ni tampoco la médula de la misma.
La interdisciplinariedad no es un fin, sino un medio, cuyo resultado la supera. Lo importante no es implementar investigaciones científicas, ni siquiera desarrollarlas, aun cuando se cuente con los recursos necesarios. Lo significativo está en el resultado que solo se puede lograr con ella.
En la educación superior, la interdisciplinariedad que tiene lugar en el marco de disciplinas no humanísticas aumenta su calidad humana cuando incluye a las humanidades. Esto se debe, entre otras causas, a que estas últimas aportan la perspectiva humana, que, cuando se atiende con esmero, lejos de afectar la objetividad de los resultados científicos, los enriquece al ponerlos en función directa de los seres humanos; además, desde aquí se le puede dar la atención adecuada a una serie de asuntos en el desarrollo de la investigación científica, como son la importancia de la afectividad, de la conjugación de las capacidades racional y afectiva, del lenguaje y del pensamiento crítico, además de poner todos estos factores en función del desarrollo del ser humano.