INTRODUCCIÓN
Entre los múltiples escenarios de confrontación que han tenido los pueblos subyugados con sus antiguas y actuales metrópolis, y dentro de las propias poblaciones del llamado mundo civilizado y de la periferia, existe uno, la mente humana, que se revela como el bastión más importante para garantizar cualquier propósito.
Eso ha sido más visible, con el nacimiento de las sociedades explotadoras, desde que el hombre subordinó a otros para garantizar el establecimiento y conservación de sus intereses de clase. También ha sido un objetivo importante estudiado por las fuerzas progresistas de cualquier parte del mundo, incluyendo en Cuba, no solo para imponerse o sobrevivir en un contexto internacional, históricamente hostil hacia los proyectos anticapitalistas, sino en condiciones nacionales muy adversas donde la efectividad cotidiana por superar el capital, resulta difícil de probar.
Contar con el respaldo de la mente humana sin embargo, no solo se circunscribe a lo que tradicionalmente se ha entendido como éxitos de la lucha ideológica donde (por encima de lo que pueda ser demostrado a través de la ciencia) se defiende, con mucha vehemencia, una posición política concreta, conformada y sistematizada, a primera vista, por cualquier grupo humano organizado, pero que refleja, casi imperceptiblemente, profundos intereses de clase. La mente humana asimismo incluye otras formas, menos complejas, de expresión popular que, con frecuencia inimaginada, llegan a ser hasta más efectivas.
A estas se vincula lo que muchos llamamos sentido común; la respuesta que suelen dar las personas, en primera instancia, como consecuencias de patrones de conducta propios o colectivos, forjados a nivel familiar, de las tradiciones étnicas o nacionales y de las costumbres, así como de los modos y estilos de vida que, a lo largo de su existencia, condicionan su psicología popular y, por consiguiente, su manera primaria de actuar ante cada desafío.
Pero el propio sentido común, donde no intervienen formas de actuación o de pensar, profundamente meditadas, es otro de los espacios más socorridos para ganar el apoyo, o rechazo, de los seres humanos a los más variados proyectos políticos. Por medio de este, es menos complicado (a nivel de reflexión primaria), confiar en el liderazgo de un político, aparentemente humano y decente, como Obama que, siendo negro, ha llegado a ser presidente de los Estados Unidos (EE.UU) y promete convertir a todos los pobres en clase media, que otorgar el voto a un humilde sindicalista como Lula, en Brasil, que apenas tiene manera de probar su inocencia ante las acusaciones de corrupción que hoy se le hacen.
Es justamente en este escenario, de profundas confrontaciones sociales y de clase, donde, tradicionalmente gana quien goce del beneplácito del sentido común, que se desarrolla el gran debate, no público (silencioso), elaborado y desarrollado con las más finas sutilezas, para la conquista y conservación de la mente humana; el espacio físico en que los medios de información y comunicación dominantes siguen llevando la avanzada.
LAS INSTITUCIONES LIBERALES CÓMO “TRINCHERAS IDEOLÓGICAS” DEL PODER CAPITALISTA
En este contexto, es importante reconocer que existen varios conceptos (categorías) vinculados a la superestructura de los estados capitalistas y difundidos por la teoría política liberal que han “calado” profundamente en el sentido común de los hombres y se muestran “a la vista” y “a la pluma”, incluso de teóricos políticos renombrados, como “verdades absolutas” que, con frecuencia, ni siquiera deben ser explicadas. Es la manera en que se han difundido los conceptos democracia, división de poderes y sufragio universal, entre muchos otros, por ejemplo en el otrora Diccionario Encarta o en Wikipedia; la llamada enciclopedia libre.
Pero aunque a la democracia, en todas esas publicaciones, se le reconoce, justamente, su origen griego en las palabras demos kratein o kratos y se divulga, por su significado etimológico, como “poder o gobierno del pueblo”, su esencia no solo ha sido mostrada como la evolución de formas más excluyentes y bárbaras, aparecidas con el esclavismo, a prácticas más incluyentes y civilizadas, sino que se ha presentado al capitalismo, como la máxima expresión de la voluntad ciudadana. Es la forma acrítica en que se muestra, a nivel discursivo y hasta en la práctica, la participación de la población en el nombramiento de representantes para el ejercicio de los poderes ejecutivo y legislativo del Estado, como si esto fuera un proceso lineal, sin fracturas que cuestionen su autenticidad.
Tal razonamiento también se utiliza primero para distinguir que hay estados “buenos” (“más democráticos”) y estados “malos” (o “totalitarios”), en dependencia de, lo que se considera, el nivel de garantías a las “libertades políticas y civiles” promovidas por el liberalismo. Y, en segundo lugar, para destacar que, al igual que las formaciones precapitalistas, los estados socialistas, per sé, no son democráticos, por no cumplir las más importantes libertades burguesas.
Estas tesis, más allá de las reales limitaciones que ha tenido el socialismo para mostrar su auténtica vocación por la opinión y las decisiones que emanen del pueblo, soslaya, a toda costa, que si, en sus orígenes, la categoría democracia fue enunciada para denominar el régimen político que, priorizando a los esclavistas, excluía a la mayor parte de la sociedad (por ejemplo, a los esclavos, las mujeres y los extranjeros, en el caso específico de Grecia), entonces, para ser coherente con ese principio básico de la participación ciudadana, todo Estado que se denomine “democrático” tendrá que ser siempre, en algún sentido, excluyente, lo que incluye tanto al socialismo como al capitalismo, justamente por la propia esencia de clase que los caracteriza.
El problema que se desprende de este último análisis sin embargo, está en definir quién excluye a quién y, dentro de este cuestionamiento, qué sistema político es más excluyente de la más genuina voluntad ciudadana, que otros. Aquí está el núcleo central de todo el andamiaje superestructural que ha construido la teoría política liberal para garantizar la supervivencia del capitalismo y que, por su real y potencial asimilación ideológica por parte de las grandes masas, Gramsci (2004) llamó a superar mediante la “guerra de posiciones o trincheras”1.
Es el mismo análisis que se puede hacer con respecto a la llamada “separación o división de poderes”2, que constituye, junto a la consagración constitucional de los derechos fundamentales, uno de los principios enarbolados, de mayor fuerza, para la defensa del denominado Estado de Derecho moderno. Es el nombre que se le ha dado al ordenamiento y división de sus funciones.
Así, mientras el poder legislativo, representado por lo que se conoce como Parlamento (Congreso en los Estados Unidos, la Dieta en Rusia o las Cortes en España) se ha asumido en tanto facultad de elaborar, aprobar o modificar leyes (o normas con rango de ley), y el poder ejecutivo organizado en el gobierno, se asimila como la institución encargada de hacer cumplir la legalidad de acuerdo con las políticas generales trazadas, el poder judicial (representado por los órganos judiciales o jurisdiccionales: juzgados y tribunales) por su parte, es entendido como la facultad que tiene el Estado para administrar justicia, como parte de la resolución de conflictos, lo que no excluye comprobar la constitucionalidad de los actos de los otros dos poderes.
En este sentido, aunque a nivel teórico es comprensible el argumento, brindado por los politólogos occidentales, con respecto a que cada una de esas facultades o funciones, constituye una buena contribución al “control y balance” de los distintos poderes, con el objetivo de que ninguno, por separado, pueda ser preponderante en relación a los otros, tampoco es falso que este equilibrio nunca se romperá, radicalmente, mientras las tres instituciones estén de acuerdo en lo esencial: conservar, a toda costa, el derecho inconmensurable a la propiedad privada; el fundamento básico de clase sobre el que se monta toda la estructura básica del sistema capitalista, que convierte en frases vacías los principios de justicia e igualdad.
Desde sus orígenes, hasta hoy, ninguna sociedad ha resuelto el dilema esencial de garantizar, en condiciones de igualdad, no solo elevados niveles de cultura para todos los sectores sociales nacionales, que les otorgue iguales puntos de partida ante las múltiples perspectivas de desarrollo humano3, sino, incluso, la posibilidad de encontrar un trabajo estable y disfrutable que garantice niveles de ingreso suficientes para una existencia decorosa (Rojas, 2011).
Más allá de las conocidas historias de colonialismo y de intercambio desigual, que han derivado en la implantación de formas democrático-liberales de gobierno desde Occidente a la periferia; en Asia, África y América Latina, y en la dependencia del Sur de las estructuras económicas y culturales del opulento Norte, tampoco se ha logrado garantizar que todos los sectores sociales tengan iguales posibilidades de acceso a las posiciones, de carácter político, más importantes para la toma de decisiones, sobre los asuntos de mayor trascendencia, en los distintos países.
Histórica y perspectivamente se ha comprobado que si, en los diferentes Estados, quien diseña las estructuras de poder privilegia lo privado, como condición del desarrollo humano, donde las personas de mayores recursos siempre han dispuesto de la prerrogativa resolutiva de qué hacer, entonces las instituciones y organismos encargados de ejercer el poder legislativo elaborarán constituciones, códigos penales, civiles y administrativos, así como leyes complementarias que, no atentando contra la preponderancia de la propiedad privada, tampoco van a beneficiar a los que no sean, o no puedan ser, propietarios. Es el mismo condicionamiento que tendrá igual repercusión en los poderes ejecutivo y judicial en correspondencia con las funciones para los que fueron diseñados.
En igual medida, si, hasta hoy, quien ha tenido el control del Estado, entendido como grupo humano (con intereses específicos de clase) que ostenta la hegemonía política en el proceso de toma de decisiones, pondera lo social por encima de lo privado, entonces tanto el poder legislativo, como el ejecutivo y el judicial, estarán articulados alrededor de la defensa de lo colectivo, en detrimento de la conservación a ultranza de lo privado. Esto último, en sentido contrario a las estructuras de poder capitalista, debe tributar, consiguientemente, a la creación de similares condiciones de partida, entre las que están los adecuados niveles de cultura e ingreso para todos (y no, sobre todo, para una parte), que permitan garantizar el cumplimiento de las expectativas del desarrollo humano, expresadas, al menos, en la satisfacción de sus necesidades fundamentales.
La superación de la desigualdad social entre los hombres como sus expectativas de desarrollo sin embargo, tampoco han encontrado solución en el llamado “sufragio universal”4 que se ha asumido como “el derecho político y constitucional a votar los cargos públicos” como si esta fuera, finalmente, la garantía de que toda persona, en realidad, pueda emitir, libremente, su voto y, al mismo tiempo, ser potencialmente elegida.
La grandeza de esta categoría, como símbolo del fundamento básico para una auténtica democracia, no se salva con la cacareada superación del otrora sufragio restringido o censatario por el que, únicamente, podían votar las personas que aparecían en un censo o lista, muchos de los cuales solo debían ser hombres o tenían que mostrar un mínimo de propiedades. Tampoco se supera, con la aseveración, en la llamada Enciclopedia Libre, de que: “Hoy en día, en muchos estados occidentales, el derecho al voto está garantizado, sin ningún tipo de examen descalificador, como un derecho de nacimiento, sin discriminación de raza, etnia, clase o género”.
En la más estricta verdad, aunque todas las formas de discriminación mencionadas, subsisten como trasfondo de las desigualdades sociales y limitan la participación real de los pueblos en los procesos electorales, se debe reconocer que otros son los “exámenes descalificadores” que mantienen cercenadas, todavía con mayor sutileza pero significativa fuerza, las aspiraciones de las grandes mayorías ciudadanas de emitir un voto realmente libre, o de ser representante local, estatal o federal por elección popular, directa o indirecta.
Estos, no solo están relacionados con los escasos niveles de instrucción e ingresos, en la mayor parte de los habitantes del planeta tierra que, por insuficiente preparación o complicada situación económica, no logran hacerse visibles en las contiendas electorales. Se vinculan, sobre todo, a un problema de cultura, alejada de la comprensión de la lucha de clases, a la existencia de fantasías que, trabajadas sobre la opinión pública, siguen omnipresentes en el sentido común de muchas personas y garantizan, consciente o inconscientemente, el respaldo a las estructuras políticas democrático-liberales.
Sin embargo, todas estas formas de incidencia mediática y educativa en general, “armadas” para garantizar la modulación del pensamiento y la actuación de los seres humanos, se confabulan alrededor de otro de sus objetos básicos más importantes que constituyen otra de sus “trincheras ideológicas” de mayor trascendencia: la defensa de los “partidos políticos”, como supuesta forma ideal de organización de la voluntad ciudadana para garantizar mayor pluralismo político y mejor participación política. Es la idea que percibe a los “partidos políticos” como aquellas organizaciones
…creadas con el fin de contribuir de una forma democrática a la determinación de la política nacional y a la formación y orientación de la voluntad de los ciudadanos, así como a promover su participación en las instituciones representativas mediante la formulación de programas, la presentación y apoyo de candidatos en las correspondientes elecciones, y la realización de cualquier otra actividad necesaria para el cumplimiento de sus fines… (Encarta, 2008, s/p)
Esta manera de entender el tema, confirma la tesis de los apologetas de las tradiciones democráticas occidentales, de los siglos XX y XXI, sobre la necesaria existencia de partidos políticos como fundamento esencial del Estado de Derecho. Todos los teóricos políticos liberales, aun los más críticos con las debilidades del sistema capitalista, difunden la idea, sutilmente edulcorada, de que los afiliados a los partidos tienen derecho a ser electores, y elegibles, para todos los cargos, a estar informados sobre sus actividades y situación económica, y a concurrir para formar sus órganos directivos mediante sufragio libre y en la mayoría de los casos secreto, aunque no necesariamente directo.
Tal forma de proyectar la imagen de estas organizaciones políticas que, tras lo que consideran “el derecho”, esconde la imposibilidad real de ser electos, también enmascara el papel decisivo de las élites partidistas que, con el tiempo, cada vez más, son las que imponen, mediante múltiples subterfugios, legales e ilegítimos, su verdadera voluntad al resto de los miembros del partido a que pertenecen.
El surgimiento del fenómeno partidista sin embargo, no es una creación del siglo XX. Aunque ya se encontraba en el mundo antiguo y en el renacimiento, su aparición, tal y como se concibe en la contemporaneidad, coincidió con el nacimiento del régimen burgués parlamentario y el desarrollo de los procedimientos electorales que, ulteriormente, descansaron en la confrontación de unos partidos políticos con otros. Pero cuando se habla de la competencia entre partidos políticos, en el sentido de elemento mínimo de un estado democrático, tal y como lo difundió en su momento el economista austríaco J. A. Schumpeter (1942), se soslayan muchas cosas importantes5.
Primero que, en sus orígenes, los partidos políticos fueron legalizados, solo, cuando la oposición al gobierno burgués, por parte del régimen feudal, dejó de ser entendida como un peligro para la seguridad del Estado y se le consideró indispensable para la organización política de la sociedad. Y, en segundo lugar que, si su aparición tuvo su origen histórico-concreto en la necesidad de organizar políticamente una sociedad que tenía como objeto proclamar el derecho de propiedad “para todos”, pues, cuando cambien las condiciones que causaron su surgimiento (entre estas, la comprobación de que la existencia de la propiedad privada solo beneficia a unos en detrimento de otros), los partidos políticos, como formas de representación popular, también podrán ser sustituidos por otras.
En este sentido si, a diferencia de etapas anteriores del desarrollo humano (cuando los partidos políticos brindaban la apariencia de competencia entre ellos), hoy se hace cada vez más visible que en realidad son las instituciones bancarias y empresas financieras transnacionales las que deciden qué medidas aplicar en cada Estado y cómo sortear las crisis económicas, en correspondencia con las necesidades de expansión o restricción de los gastos sociales6 para acrecentar las ganancias de los grupos económicos que representan, entonces no hay por qué seguir creyendo en el mito acerca de la validez de la libre competencia entre partidos políticos como si estos, realmente, decidieran algo. En condiciones de necesidad de ponderar lo social, por encima de lo privado, se tendrá que pensar, inevitablemente, en otras formas de organización ciudadana, lo que, además de la experiencia de Cuba, ya está teniendo lugar en Latinoamérica, a través de gobiernos como el de Venezuela, Bolivia y Nicaragua, entre otros, algunos de los cuáles están intentando evaluar el papel de las comunas o accionar a través de los movimientos sociales como contrapartidas válidas a los partidos políticos.
Particular relevancia, dentro del campo de lo que se conoce como cultura política en las condiciones de países capitalistas, lo ocupa actualmente lo que muchos llaman la existencia de amplias garantías legales para el ejercicio de los derechos humanos que son asumidas, básicamente, como la “libertad de prensa”, de “organización”, de “reunión”, de “prácticas de credos religiosos”, y de posibilidades reales para que, cada ciudadano del país en cuestión, pueda ejercer, de forma libre (sin presiones), sus derechos políticos
Esta categoría, trabajada por importantes autores cubanos como Cabrera (2004), Plain-Radcliff, (2004), Simón Rojas (2004) y Pérez (2010) ha sido definida por el periodista cubano Luis René Brizuela Brínguez como el
Conjunto de conocimientos, ideas, normas, valores, opiniones, habilidades, juicios, creencias, sentimientos, universos simbólicos de tipo político portados por individuos, clases o grupos sociales; que se conforma histórica y situacionalmente y se expresa en contextos sociohistóricos particulares a través de ciertos comportamientos políticos relacionados con la posición y/o identificación de dichos individuos, clases o grupos sociales respecto a un determinado sistema de relaciones políticas. (2011, p. 15)
Pero salvando la distancia de lo que debe ser entendido como derechos humanos7 y, sobre todo, de libertad, que, en términos del sentido común de los hombres, se suele relacionar con la posibilidad indiscriminada de decir y actuar, por parte de los individuos, sin el seguimiento de normas jurídicas concretas, e incluso morales, que limiten sus posibilidades de expresión oral o de organización, lo cierto es que ninguna sociedad, tampoco la capitalista, permite que los ciudadanos se organicen y se expresen sin normas formales que regulen su conducta8. Esto, por supuesto, no justifica que el socialismo, como proyecto, según probaron varias experiencias del llamado socialismo real, se arrogue el derecho de suprimir, per sé, libertades individuales que, por razones elementales de justicia y de mayor humanismo, deberán ser definidas, con claridad, y garantizadas, con mayor vehemencia, como refleja la nueva Constitución de la República de Cuba discutida por el pueblo a nivel nacional y aprobada, mediante referendo, el pasado 24 de febrero, sino que ninguna experiencia de existencia del capitalismo real, tampoco, per sé, puede ser considerada como modelo de garantía de las libertades ciudadanas.
Más allá de las formas conocidas de control social que se multiplican en el mundo capitalista y que van desde la elaboración de códigos jurídicos y leyes concretas que llegan a penalizar, con frecuencia de manera cruel, a los ciudadanos en respuesta sus protestas populares, hasta el lanzamiento de gases lacrimógenos y el encarcelamiento, lo cierto es que los detentadores del poder real en los estados burgueses, no necesitan prohibir a los partidos comunistas u obreros, o a los nuevos movimientos sociales, de sus contiendas electorales nacionales, para ponderar la sobrevivencia del sistema.
Los verdaderos dueños del poder en los estados burgueses han creado todas las condiciones legales y de cultura para que las instituciones anticapitalistas queden siempre, o casi siempre, fuera del juego electoral. Tienen el poder económico, basado en poderosas empresas nacionales y transnacionales, que garantiza la defensa de la propiedad privada por encima de lo social, y disponen del control sobre todos los mecanismos jurídicos básicos (incluyendo las formas en que se realizan las campañas electorales y los fundamentos monetarios con que se sufragan), para legitimar la reelección de los partidos burgueses. Pero, sobre todo, han llegado a disfrutar de lo que, posiblemente, sea el valladar de mayor consistencia entre todas las estructuras del poder capitalista: el consenso ciudadano a sus propuestas de gobierno.
No importa que el acceso real al gobierno, por parte de los pobres y hasta de las clases medias, del pueblo norteamericano, inglés, italiano, francés o alemán, sea, en realidad, una ficción. No importa que, en la práctica, no puedan castigar a sus representantes, por mal trabajo en el período de mandato, hasta la próxima contienda electoral que puede tener lugar cada 4, 5 o 6 años. Basta con que estos excluidos crean que son los que, en verdad, eligen, o son elegibles, y que las potenciales trampas en los procesos electorales que defienden pueden ser enmendadas dentro de los propios espacios del estado democrático-liberal, para que el sistema sea ponderado por ellos mismos.
ALGUNAS PRECISIONES CONCLUSIVAS
Razonamientos como estos últimos, que trasladan la fuerza real del capitalismo desde su estricta armazón burocrático-estatal, (que ordena los mecanismos e instituciones legales, instancias punitivas, las cárceles, la policía, entre otras, para garantizar el ejercicio de la fuerza) hacia las estructuras y componentes de la sociedad civil donde se articula, en realidad, todo el sistema de contradicciones y conflictos entre los hombres (que tiene en su centro la cultura y todas sus formas de manifestación externa como las tradiciones, las costumbres y los gustos), fue lo que llevó a Gramsci a desarrollar su teoría revolucionaria de la “guerra de posiciones” o de “trincheras” como estrategia superior de lucha de clases en las condiciones de la Europa de la década del XX del siglo pasado. Pero también fue lo que, mucho antes, llevó a los fundadores del marxismo a concebir la destrucción del Estado burgués como objetivo básico de la Revolución proletaria.
Aunque, en su conjunto, tanto Marx como Engels reconocían que el Estado se caracterizaba por varios elementos comunes importantes9, para este último por ejemplo, lo que también se asume en Marx, el Estado no solo era, y seguiría siendo, el instrumento básico de dominación en la sociedad de clases que, de alguna manera, tratara de regular el funcionamiento de la sociedad en su conjunto (para que unos hombres no devoraran a los otros como parece haber sido aceptado por muchos pensadores de la antigüedad, el medioevo, la modernidad y hasta la época contemporánea), sino que, por regla general, es “el Estado de la clase más poderosa, de la clase económicamente dominante que, con ayuda de él, también se convierte en la clase políticamente dominante, adquiriendo con ellos nuevos medios para la represión y la explotación de la clase oprimida” (Marx & Engels, 1976, p. 346 ).
Esto significa que si lo esencial, en la propuesta del marxismo acerca del Estado, era el reconocimiento de su carácter de clase, entonces habría que convenir que, en su opinión, todo lo que fuera diseñado, históricamente, por parte de los estados esclavistas, feudales y capitalistas y todo lo que se siga diseñando, en materia de estructura del Estado y de participación política en general, debe articularse alrededor de los intereses de la clase que tenga el control fundamental en la toma de decisiones políticas. Fue una de las traducciones prácticas más concretas e importantes de su concepción materialista de la historia que justifica los cambios superestructurales, a pesar de su relativa independencia, de acuerdo a las transformaciones que puedan tener lugar en la base económica. Es lo que explica que ellos consideraran a los partidos políticos como entes, también, esencialmente clasistas por la voluntad de última instancia de sus liderazgos de clase y no por su potencial composición social pluriclasista en general, y es lo que, asimismo, condiciona su rechazo a los parlamentos burgueses y a la propagandizada tripartición de poderes.
En este sentido, si la burguesía al control del Estado, como en épocas pasadas, va a seguir utilizando todos los recursos a su alcance para conservar el capitalismo, y los teóricos políticos liberales, siguen promoviendo sus más rebuscadas interpretaciones para garantizar el consentimiento popular a la existencia de ese sistema, entonces la teoría política revolucionaria, en la nuevas condiciones históricas de superación del capital, también deberá hacer ajustes, significativos, en su propia “guerra de posiciones”. Tendrá que seguir buscando una crítica más audaz a las estructuras y, sobre todo, al espíritu del capitalismo, pero creando los fundamentos propios de una auténtica participación popular en la toma de decisiones políticas. Es, en las actuales condiciones del desarrollo socio-histórico, no solo reflejo de la necesaria superación del sentido común por el pensamiento científico para derrotar los mitos y garantizar el asalto final al poder capitalista, sino la única manera de convertir la mente humana de un escenario favorable a la lucha ideológica por el desarrollo del capital, en un espacio idóneo para ganar la guerra a nombre de los excluidos.