SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número297Imitaciones y traducciones: las Ancreónticas del joven VaronaPausanias, el mejor anticuario del arte griego índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Articulo

Indicadores

  • No hay articulos citadosCitado por SciELO

Links relacionados

  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Universidad de La Habana

versión On-line ISSN 0253-9276

UH  no.297 La Habana mayo.-ago. 2023  Epub 10-Jun-2023

 

Articulo original

Las imágenes infieles

Infidels Images

0000-0001-8298-264XRoberto Méndez Martínez1  * 

1 Academia Cubana de la Lengua. Cuba

RESUMEN

Las artes plásticas ocupan un lugar especial en el «sistema poético» de José Lezama Lima. Aunque el escritor solo conoció el arte extranjero por copias o reproducciones, su vasta cultura y su imaginación le permiten reinventar e incorporar a su orbe poético obras que van desde el arte antiguo hasta la pintura de vanguardia. A la vez, su personal interpretación de la historia de la pintura en Cuba tiene entre sus fundamentos el paralelo entre algunas de sus obras fundamentales con creaciones paradigmáticas del arte universal.

Palabras-clave: era imaginaria; grupo Orígenes; José Lezama Lima; Juana Borrero; Julián del Casal; Kikuchi Yossi; tapices Catedral de Zamora.

ABSTRACT

Visual arts take a special place in the “poetic system” from José Lezama Lima. Even though he only saw the main creations of universal arts through copies or reproductions, his extensive knowledge besides his fanciful imagination make possible the “re-invention” and poetic assimilation of key works, since antique arts to the twentieth century avant-garde. At the same time, his particular interpretation of Cuban painting history has among its principles the comparison of some national classic exponents with paradigmatic examples taken from universal arts.

Key words: imaginary era; Orígenes group; José Lezama Lima; Juana Borrero; Julián del Casal; Kikuchi Yossi; Zamora’s cathedral tapestries

El 16 de febrero de 1950 José Lezama Lima publicó un artículo en su sección «La Habana» del Diario de la Marina. Estaba motivado por una exposición de copias de grandes obras de la pintura inglesa que ofrecía por aquellos días el Lyceum. Comenzaba con una pregunta que parecía bastante obvia: «¿Hasta qué punto una copia, aunque esta sea excelente, de un cuadro puede reemplazarlo sin deterioro de la obra original?» (Lezama Lima, 2010, p. 163).1 El escritor no ofrece una respuesta tajante; dedica la mayor parte de su texto a identificar a los artistas en quienes el temperamento predomina «por encima de sus ordenamientos de la materia de trabajo» que son más fáciles de reproducir que aquellos que poseen «una artesanía invisible, una imprecisable gracia». Por eso considera que abundan las copias de Van Gogh mientras escasean las de Velázquez. Por esta vía llega hasta las sutilezas del color y cree que es posible imitar los verdes de los venecianos, pero no los del Greco.

Lo llamativo es que quien redacta este texto no conoce las obras de los artistas citados sino por copias o reproducciones en libros y revistas. Como otros intelectuales y artistas alejados de los grandes circuitos del arte y que tuvieron escasas posibilidades de viajar, el autor de Muerte de Narciso solo supo del arte clásico o de las grandes épocas de la pintura europea por las contadas muestras presentes en el Museo Nacional, en algunas colecciones privadas o por lo que otros copiaron y describieron.

Sin embargo, en la obra de este autor hay una amplia cantidad de referencias a las expresiones del arte universal, que él devora, asimila, reinventa en función de su sistema poético. No presume de una erudición profesoral sino de una capacidad de ficción para recontextualizar las obras en función de nuevos significados e implicaciones que los historiadores del arte y críticos convencionales desconocen. Sea un vaso griego, una escultura oriental, una miniatura en un manuscrito medioeval, cualquier cosa que Lezama contemple, a pesar de la mediación impuesta por la reproducción de dudosa calidad, gana una iluminación especial y es incorporada de manera orgánica a la cultura nacional. Una imagen infiel -la de su texto‒ superpuesta a otra -la de la copia‒ produce una obra nueva.

Al parecer la «Introducción a los vasos órficos» no fue un comentario de Lezama sobre cerámicas vinculadas a tal secta en la Antigüedad, sino sobre el hecho de que presenciara la reinstalación de la colección Conde de Lagunillas en el Palacio de Bellas Artes, lo que ‒junto sus lecturas, primero en la sintética Mitología griega y romana de Jean Humbert y luego en la Nueva mitología griega y romana de Jean Richepin, así como sus encuentros con variadas referencias al orfismo‒ motivó no solo un ensayo que nutre una de sus «eras imaginarias», sino el poema «Doce de los órficos» en Dador. Además, está la imprescindible presencia del orfismo en Paradiso, sobre todo en el final, en la cafetería de la funeraria, donde el «ritmo hesicástico» favorece un resurgir, un levantarse de entre los muertos. Lezama contribuye a que poseamos una Grecia nuestra, con lo que completa un proceso que viene desde los orígenes de la literatura insular.

Para el crítico, el quehacer plástico es revelador sobre todo de la unidad del saber universal; por ello, su valoración de una pieza no se queda en el juicio intuitivo sobre lo sensorial ‒aunque su agudeza en este sentido es excepcional‒; tampoco le interesa el virtuosismo técnico. Su mirada va enseguida hacia la poética que la obra revela ‒u oculta‒ y hacia las relaciones que esta guarda con la historia, la filosofía y hasta la teología. Recuérdese, en el capítulo primero de Oppiano Licario, la conversación que sostienen en París Luis Champollion y Fronesis sobre el Aduanero Rousseau, que los hace derivar hacia Picasso, la técnica de dibujo de los antiguos egipcios y las páginas iluminadas del Libro de horas del Duque de Berry.

Quizá la mayor síntesis del acercamiento de Lezama a las artes plásticas pueda hallarse en «La pintura y la poesía en Cuba (siglos xviii y xix)», texto que leyó como conferencia el 19 de abril de 1966 en el Museo Nacional y que luego incluyó en el último volumen de ensayos que le fuera dado configurar: La cantidad hechizada. El título del texto hace pensar en una especie de juego exquisito en el que se registran convergencias en el desarrollo del discurso poético y el plástico de la Isla. En realidad, se trata de algo más trascendente: la propuesta de un método para configurar la cultura cubana, desde sus orígenes, como la «era imaginaria» que da cima a su sistema y explica el ser íntimo nacional. En este sentido, el trabajo dialoga con otras obras que Lezama prepara por esa época, en las que está empeñado en reinterpretar la cultura cubana, especialmente la del período colonial: su monumental Antología de la poesía cubana (1963), así como la compilación de textos de El Regañón, la Poesía de Zenea y las conferencias que lee en el Instituto de Literatura y Lingüística sobre Zequeira, Rubalcava, Heredia, la Avellaneda y otros románticos.

El poeta aplica aquí el «método mítico» por el que abogara en La expresión americana. No le interesa detenerse demasiado en las «correspondencias» ‒al modo de Baudelaire‒ entre poesía y artes plásticas, sino en el papel que ambas pueden desempeñar en la historia como vehículos de una «invención» que favorece la configuración de una «era imaginaria». Por eso el texto comienza con esa escena en la catedral de Zamora donde Colón, ante los tapices que ilustran la guerra de Troya, inventa el Nuevo Mundo antes de llegar a él:

Cuando el Almirante va recogiendo su mirada de esos combates de flores, de esas escaleras que aíslan sus blancos como aves emblemáticas, del arquero negro cerca de la blancura que jinetea Tanequilda, y las va dejando caer sobre las tierras que van surgiendo de sus ensoñaciones, se ha verificado la primera gran transposición de arte en el mundo moderno. (Lezama Lima, 1994, p. 67).

A Lezama no le importa la imprecisión histórica de que Colón no pudo ver los tapices de la catedral de Zamora porque estos llegaron hasta allí solo en 1608, donados por el Duque de Alba. Para la imaginación del escritor, la relación entre el discurso poético de la Ilíada y el plástico de los tapices es un poderoso alimento. Si la guerra entre aqueos y troyanos aparece en esas telas pasada ya por la temprana retórica barroca, con sus anacronismos -tiendas, armas, adornos que nada tienen que ver con la arqueología clásica, sino que han sido «actualizados» por los artistas anónimos‒, el poeta las toma como punto de partida para otorgar un sentido especial a la expedición colombina que dota al Nuevo Mundo de un imaginario cimentado en la cultura renacentista de raíz clásica, como invitación para nuevas invenciones. Por voluntad del autor el Almirante fabula sobre las tierras a las que aún no ha llegado; es el humanista que fundamenta sus proyectos con citas de Virgilio y Séneca. Es el primero de los que se acercan a estas tierras en busca de un lugar previamente imaginado: la Isla de las Amazonas, la Ciudad de los Césares, La Antilla.

Esta especie de apuesta por el fundamento clásico no le impide a Lezama valerse de una enorme acumulación de referentes para hacer más visibles ciertos vínculos entre lo cubano y los acarreos de otras playas; por eso, lo mismo evoca los blancos de Zurbarán para diferenciarlos de los que aparecen en la naciente pintura de la Isla, que hace contemplar a Julián del Casal el retrato del shogun Taira no Kiyomori del siglo xii, grabado por Kikuchi Yossi en una xilografía de 1878, antes de referirse al tokonoma que años después será el centro de su poema «El pabellón del vacío», en Fragmentos a su imán.

En su labor interpretativa, el escritor descubre a la vez las lagunas en el texto de la cultura cubana y la sobreabundancia de sentido de los vestigios:

Paradójicamente, con mucha abundancia de luz tendemos a la pérdida de lo esencial. La sacralidad de lo que es verdaderamente importante se nos escapa en vida, se desconoce después de la muerte y cuando abrimos los ojos ya nos vemos obligados a reconstruir, pero de la misma manera que la intuición no puede actuar sobre los jardines de Saturno, la imagen se atemoriza ante lo perdido, porque comienza a describir enloquecidos movimientos elípticos, no sobre el vacío engendrado por la pérdida, sino sobre el encuentro, pues actúa pensando no sobre el tesoro perdido en Esmirna, sino sobre lo perdido en Esmirna que se encontró en Damasco. (Lezama Lima, 1994, p. 78).

La construcción de lo cubano como «era imaginaria» no está basada en la confirmación del dato histórico, sino en la imagen poética. Lo que unifica a los materiales heteróclitos es, en último caso, la voluntad edificadora de Lezama. Reconstruir es palabra clave no solo para él, sino para la mayoría de los creadores del grupo Orígenes: parten del reconocimiento de la existencia de una tradición, más o menos fabulosa, pero incompleta, llena de vacíos y pérdidas que es necesario llenar con su obra, para que la totalidad de la cultura gane un sentido. Sus propios textos aspiran en muchos casos, más que a ser novedades, a insertarse en esa tradición, a explicarla y completarla:

En nuestra expresión lo mismo se pierde el rasguño de los primeros años que lo más rotundo y visible de lo inmediato. Lo mismo perdemos un anillo hecho por Darío Romano, nuestro primer platero en el siglo xvi, que se inutiliza por la humedad un baúl lleno de la letra de José Martí en el anteayer que viene sobre nosotros como una avalancha […]. Casi todo lo hemos perdido, los crucifijos tallados y el cuadro de la Santísima Trinidad, de Manuel del Socorro Rodríguez; las recetas médicas de Surí puestas en verso; las frutas pintadas por Rubalcava; las aporéticas joyas de Zequeira, pérdida más lamentable todavía puesto que nunca existieron; las pláticas sabatinas de Luz y Caballero; las cenizas de Heredia; la galería de retratos de capitanes generales, de Escobar […]. Todo lo hemos perdido, desconocemos qué es lo esencial cubano y vemos lo pasado como quien posee un diente, no de un monstruo o de un animal acariciado, sino de un fantasma para el que todavía no hemos invencionado la guadaña que le corte las piernas. (Lezama Lima, 1994, pp. 78-79).

Es innegable el origen simbolista de los paralelos o «correspondencias» a los que el poeta acude para acercar las poéticas comunes de la literatura y la plástica decimonónicas. El ensayo está lleno de esas asociaciones; por ejemplo, cuando acerca la «Silva cubana», atribuida a Rubalcava, a la pintura religiosa de José Nicolás de la Escalera, para ver en el color morado que coincide en ambos «un progreso de nuestra voluptuosidad»; o cuando observa la diacronía entre poesía y pintura en los inicios de nuestro Romanticismo, pues, mientras Heredia tiene ya una expresión desatadamente nueva, la plástica está llena de los lastres del academicismo del siglo xviii, ejemplificado con el retrato Familia Manrique de Lara atribuido a Vermay; o cuando aproxima el poema «La vuelta al bosque» de Luisa Pérez de Zambrana a La dama perdida en el bosque del Aduanero Rousseau, pues considera que nada de la pintura cubana de su época puede seguir «esa excursión casi fantasmal». Se detiene un instante en los grabados de Laplante, Mialhe, Garneray; en el paisaje del valle de Yumurí, fijado por el primero, descubre a los caballeros con el rostro «un tanto vuelto hacia la ciudad, sin continuar avanzando sus corceles para producir el diálogo entre el yo confesional del romántico y el paisaje que se adapta a las violentas imposiciones de los estados de ánimo» (Lezama Lima, 1994, p. 93), mientras que un cafetal lo devuelve al riesgoso paralelo con la poesía: «En el cafetal La Ermita, grabado de Mialhe, sólo hay un tiempo áureo para el refinado sembradío, no hay para el éxtasis con el aroma de la flor del café, donde Plácido hunde su anhelante respiración» (Lezama Lima, 1994, p. 93).

Cuando hace una afirmación tan arriesgada como esta: «en el Museo no hay un solo cuadro de Juana Borrero, sus Negritos 2 son para mí la única pintura genial del siglo xix nuestro» (Lezama Lima, 1994, p. 79), Lezama no está emitiendo un juicio netamente plástico, no compara el valor absoluto del lienzo de la joven artista con todas las creaciones de esa centuria desde Landaluze y Chartrand, hasta Melero y Collazo, sino que trabaja con una cadena de significados que se iluminan: la relación de Casal y Juana Borrero en la casa de Puentes Grandes, vista como arquetipo de la época perdida del modernismo en Cuba, la genialidad de la joven que no llega a rendir sus mejores frutos por su temprana muerte, su experiencia final del exilio donde pinta ese último cuadro, y la lejanía de Cuba, donde mueren en la manigua su novio ‒Carlos Pío Uhrbach‒ y el mayor de nuestros modernistas: José Martí. Pero la cadena no está expuesta en una secuencia lógica por el poeta, sino que funciona por un súbito. Eso le permite valorar la pieza como un absoluto, leerla en una dimensión de profundidad que rechaza ya todo lo accidental:

Las vivencias profundas que produce la contemplación de los Negritos, son semejantes a las que produce la Gioconda. No creáis que deliro. Lo que en un sitio cualquiera puede intentarse con el enigma de una dama renacentista aislada en un coro de rocas, puede intentarse también en otro con enigmáticos negritos sonrientes, donde el coro de rocas está reemplazado por la indescifrable arribada de otro negrito con la gorra cruzada. Yo no hablo de la falsa categoría de lo cualitativo alcanzado en un arte, sino de las vivencias profundas que produce en el espectador el reto de las instantáneas aglomeraciones de lo que es verdaderamente configurador en el hombre. (Lezama Lima, 1994, pp. 99-100).

Así, el culmen de este ensayo es una gran sustitución: la enigmática página arrancada del Diario de Martí,3 correspondiente al 6 de mayo de 1895, está ocupada por los Negritos. No solo sustituye un vacío textual, sino un vacío ético, una frustración que tiene que ver con el destino de la Isla: las desavenencias entre Martí y el mando militar en la guerra, su muerte, el escamoteo de la independencia, todo sustituido por una sonrisa:

De pronto se oyen las reyertas de los reyes en la tienda maldita de Agamenón. Hay una página arrancada. Me detengo absorto ante ese vacío. Pero mi perplejo se puebla, allí están, uno tras otro, los tres negritos de Juana Borrero. La página arrancada ha servido de fondo a la sonrisa acumulativa e indescifrable del cubano. (Lezama Lima, 1994, p. 106).

El procedimiento seguido por Lezama para esta sustitución de una página del Diario de Martí por un cuadro de Juana Borrero parece arbitraria a primera vista o fruto de una fantasía delirante; sin embargo, el escritor no ha hecho otra cosa que seguir un proceso que ha sido definido por el teórico Michel Riffaterre como «una dialéctica de la memoria entre el texto que se descifra y esos otros textos que se recuerdan» (Riffaterre, 1997, pp. 146-147). El poeta, en su lectura de lo cubano, es capaz de asociar tres textos y, de hecho, una obra extremadamente «humilde» desde el punto de vista pictórico como Los negritos gana para él una dimensión insospechada al asociarla con dos vacíos: el vacío dejado por la página del diario martiano en la historia de Cuba y el vacío con que concluye el siglo xix, marcado por la desaparición, en fechas muy próximas, de tres figuras del Modernismo: Julián del Casal, Juana Borrero y el propio Martí. En el fondo está el texto que representa la tradición clásica: volvemos a la guerra de Troya, no ya vista desde el anónimo autor de la tapicería de Zamora, sino desde la riña de Aquiles y Agamenón al inicio de la Ilíada, para resaltar la significación última de esas creaciones cubanas: la división entre los próceres, la pérdida. La imaginación poética ha servido aquí como potenciadora de esa «dialéctica de la memoria».

De manera muy lógica para este poeta, las conclusiones de «Paralelos…» no están al final del ensayo, sino justo a la mitad, cuando la poética de las ruinas y la reconstrucción hermenéutica señalan el hallazgo de la imago como el objetivo final de todo el método lezamiano:

Pero ahora ya sabemos que la historia tiene que comenzar a valorarse a partir de lo que va a ser destruido. Es decir, que vastísimas extensiones temporales que no lograron configurarse se igualarán a grandes extensiones que alcanzaron la ejecución de su forma, pero que fueron destruidas. De tal manera que únicamente la imago puede penetrar en ese mundo de lo que no se realizó, de lo que puede destruirse y de lo que fue arrasado. […] esas épocas que apenas fueron configuradas, tales nuestros siglos xvi, xvii y xviii pueden ser consideradas como arrasadas por un fuego invisible. […] El rastreo de la expresión artística se ha convertido en la lucha entre la imago, ascendida a primer plano, y el fuego extendiéndose como un árbol infinito o replegándose a un punto que vuela. (Lezama Lima, 1994, p. 86).

Sabias palabras, indudablemente, pero, de todos modos, lo que queda rondándonos, entre tantas pérdidas y vacíos del sentido, entre tantas catástrofes cotidianas, son las sonrisas de aquellos negritos, que la precoz artista, poco antes de morir, supo fijar en el exilio de Cayo Hueso y que su fervor trocó en cubanos; esa «sonrisa acumulativa e indescifrable» que nos acompaña, cuando todavía se siguen escuchando, en la tienda próxima, las voces de los reyes irritados.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Lezama Lima, José. (1994). Paralelos: la pintura y la poesía en Cuba en los siglos xviii y xix. En La visualidad infinita (pp. 66-106). La Habana: Editorial Letras Cubanas. [ Links ]

Lezama Lima, José. (2010). XCV. En Revelaciones de mi fiel Habana (pp. 163-165). Compilación y notas Carlos Espinosa. La Habana: Ediciones Unión. [ Links ]

Riffaterre, Michel. (1997). Semiótica intertextual: el interpretante. En Intertextualité, Francia en el origen de un término y el desarrollo de un concepto (pp. 146-147). La Habana: Centro Teórico Cultural Criterios. [ Links ]

Recibido: 01 de Febrero de 2021; Aprobado: 01 de Julio de 2021

* Autor para la correspondencia: aliosha@cubarte.cult.cu

1 Este texto fue incluido por el autor en la sección «Sucesiva o las coordenadas habaneras», en Tratados en La Habana, con el número 68.

2 En realidad la obra se titula Pilluelos, pero Lezama la designa indistintamente como Negritos o Los negritos.

3 En el diario martiano faltan las páginas correspondientes al 6 de mayo; se supone que Máximo Gómez, al tomar estos cuadernos, las arrancó, quizá porque consideraba peligroso divulgar las impresiones del Apóstol sobre sus desacuerdos con Maceo. Tales páginas no han podido ser encontradas en el Archivo de Gómez y se dan por perdidas.

El autor declara que no existen conflictos de intereses.

Creative Commons License