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Arquitectura y Urbanismo

versão On-line ISSN 1815-5898

au vol.36 no.1 La Habana jan.-abr. 2015

 

CON CRITERIO

 

Un modernismo vanidoso: Espacios de ocio turísticos durante los años cincuenta en Miami y La Habana

 

Vanity Modern: Tourist Playgrounds in Miami and Havana of the 1950s

 

 

Dra. Arq. Ing. Styliane Philippou

Investigadora independiente. París, Francia.

 

 


RESUMEN

Ligados por «vínculos de especial intimidad», el Miami y La Habana de los años 1950 daban rienda suelta a la fantasía y la vanidad de los turistas, cumpliendo los sueños de los consumidores norteamericanos, forjados por la publicidad, Hollywood y la televisión. En el Fontainebleau Hotel, el Eden Roc y el Americana, Morris Lapidus reinventó el hotel de Miami Beach: una experiencia completa en Technicolor, con interiores concebidos como productos de consumo para «Mr y Mrs America». Agentes del «estilo de vida americano», suntuosos hoteles-casinos se alzaban también en La Habana de los 1950. Contaban con el apoyo del gobierno de Fulgencio Batista, los especuladores inmobiliarios y conocidos inversores de la mafia estadounidense. Con el Habana Hilton, Welton Becket & Associates crearon el «ícono de la autoridad económica estadounidense». El cabaret Tropicana de Max Borges Recio representó la cumbre de la vida nocturna de La Habana y su escenario arquitectónico contemporáneo.

Palabras clave: Miami, La Habana, turismo, años 1950, Morris Lapidus, Habana Hilton hotel, hotel Riviera, cabaret Tropicana.


ABSTRACT

Bound by ‘ties of singular intimacy’, 1950s Miami and Havana indulged tourists’ fantasy and vanity, living up to North American consumers’ dreams shaped by advertisers, Hollywood and television. With his Fontainebleau Hotel, the Eden Roc and the Americana, Morris Lapidus restyled the Miami Beach hotel as a complete Technicolor fantasy experience, with theatrical interiors devised as ephemeral consumer goods for mid-century ‘Mr and Mrs America’. Agents of the ‘American way of life’, lavish, multimillion dollar casino-hotels were also rising in 1950s Havana, supported by Fulgencio Batista’s authoritarian government, property speculators and notorious US mafia investors, such as Meyer Lansky. The latter’s own luxury Hotel Riviera was designed by Miami architect Igor B. Polevitzky. The last of the series, the Habana Hilton, Los Angeles’ Welton Becket & Associates created the ‘icon of American economic authority’. Cuban architect Max Borges Recio’s Cabaret Tropicana crowned contemporary Havana’s large-scale nightlife and architectural scene.

Keywords: Miami, Havana, tourism, 1950s, Morris Lapidus, Habana Hilton Hotel, hotel Riviera, cabaret Tropicana.


 

 

INTRODUCCIÓN

El siguiente es un análisis de los espacios de ocio turísticos de los años 1950 en Miami y La Habana. Intenta contextualizar histórica y socio-culturalmente el styling de los productos arquitectónicos del arquitecto estadounidense Morris Lapidus en el centro turístico invernal de Miami, y ofrece una discusión crítica de los espacios de ocio del negocio turístico lucrativo en La Habana durante los años cincuenta, en el contexto de la dominación económica estadounidense y los «vínculos de especial intimidad y fuerza»1 entre Cuba y los Estados Unidos.

La arquitectura miamense de Lapidus daba rienda suelta a la fantasía y la vanidad de los turistas de posguerra, cumpliendo los sueños de los consumidores norteamericanos, forjados por la publicidad, Hollywood y la televisión. Agentes del «estilo de vida [consumista] americano», los suntuosos hoteles-casinos multimillonarios que se alzaban en La Habana de los años 1950 contaban con el apoyo del gobierno autoritario de Fulgencio Batista, los especuladores inmobiliarios y conocidos inversores de la mafia estadounidense como Santo TrafficanteJr y Meyer Lansky. El lujoso hotel Riviera, propiedad de este último, fue diseñado por el arquitecto miamense Igor B. Polevitzky, mientras que, con el último de la serie, el Habana Hilton, Welton Becket & Associates crearon el «ícono de la autoridad económica estadounidense». El cabaret Tropicana del arquitecto cubano Max Borges Recio representó la cumbre de la activa vida nocturna habanera y su escenario arquitectónico contemporáneo.

 

MATERIALES Y MÉTODOS

El siguiente análisis de los espacios de ocio turísticos de los años 1950 en Miami y La Habana está basado en una larga y profunda investigación in situ de las obras de arquitectura y en un análisis de la bibliografía internacional y multidisciplinaria sobre el tema y sus varios contextos. El trabajo intenta contextualizar histórica y socioculturalmente la reinvención del hotel de Miami Beach, por el arquitecto Morris Lapidus, como una experiencia completa en Technicolor, producto de consumo para «Mr y Mrs America» de posguerra, al tiempo que, en el otro lado del Estrecho de Florida, los arquitectos estadounidenses, en colaboración con sus colegas cubanos, reconfiguraban radicalmente la silueta de La Habana en plena Guerra Fría, creando íconos de la modernidad corporativa estadounidense, al servicio de la difusión del «estilo de vida [consumista] americano» y de la lucha contra «el pensamiento comunista» (Conrad Hilton).La exploración e interpretación crítica de la arquitectura habanera del próspero sector del turismo y el entretenimiento de los años 1950 asume una perspectiva poscolonial que busca enfocar en las relaciones complejas entre la arquitectura de vanidad y felicidad y la dominación económica estadounidense en la capital cubananeocolonial. Efectivamente, esta mirada permite destacar el vínculo entre arquitectura y política.

Felicidad y placeres exóticos con aire acondicionado

En la novela de Ian Fleming Goldfinger, Junius Du Pont, propietario del hotel Floridiana de Miami Beach, promete acoger «con todas las comodidades»,en su establecimiento a James Bond. En la adaptación cinematográfica del libro, el edificio que sirvió de modelo al autor fue correctamente identificado: no se trata (como el nombre parece sugerir) del mediterráneo hotel Floridian de Miami, sino del modernista hotel Fontainebleau (1952–54) de Morris Lapidus. Fleming no apreciaba la arquitectura de este hotel, el más caro del mundo en el momento de su inauguración, ni sus «lujosos y aburridos» jardines. Sin duda lo eligió porque era a la vez un ícono de la «la gran vida,fácil y lujosa» de 1959 en Miami, y un escenario ideal para reunir millonarios estadounidenses, agentes secretos, jugadores empedernidos, gángsters, sicarios y prostitutas.

Justo debajo de [la suite Aloha de] Bond, la elegante curva del Cabana Club se extendía hasta la playa: dos plantas de vestuarios debajo deuna terraza consillas y mesas dispersas y alguna que otra sombrilla de rayas blancas y rojas. En el interior de la curva se encontraba la oblonga piscina olímpica de color verde brillante, bordeada por interminables hileras de tumbonas acolchonadas, sobre las que pronto los clientes iban a obtener su bronceado de cincuenta dólares diarios. [1 pp. 29, 12, 17 y 30]2 [figuras 1 y 2].

La noche anterior Bond había saboreado «la comida más deliciosa […] de su vida» en el restaurante más caro de Miami. Sin embargo, la idea de «comer como un puerco…la vida fácil, la vida lujosa le causaron repugnancia. Por un momento se avergonzó de su repulsión […] Era su costado puritano el que le impedía soportarlo». [1 pp. 26–27] Los pensamientos de su personaje eran también un guiño de la parte de Fleming hacia sus lectores ingleses, apenas salidos de la severa austeridad de la Gran Bretaña de posguerra, donde el racionamiento de la comida se prolongó hasta 1954, las ruinas de los bombardeos abundaban, la calidad de la vivienda era deficiente o los alojamientos transitorios, el humo neblinoso era denso y amarillo, y donde las escaseces de la guerra se hicieron sentir hasta el final de la década. Pese al optimismo con que el primer ministro Harold Macmillan aseguró en 1957 a sus compatriotas conservadores que la mayoría de ellos «nunca se había encontrado tan bien», los baños externos y la falta de calefacción eran todavía frecuentes. Sus llamamientos al «control y la sensatez» no tenían eco en la vida de Bond, que se deleitaba con ostras, champaña y vacaciones climatizadas.

Durante la Guerra Fría, en cambio, Estados Unidos experimentó una gran prosperidad y un crecimiento económico espectacular. Tras la Segunda Guerra Mundial, el país había ascendido al estatus de potencia mundial y había llegado a ser la nación más rica del mundo. En el año 1955, Estados Unidos produjo cuatro veces más automóviles que en 1946. En los «días felices» (happy days) de los años cincuenta, las zonas residenciales suburbanas crecían seis veces más rápido que las ciudades. Setenta y cinco millones de asalariados gozaban de vacaciones pagadas y de renta disponible, y el consumo de los hogares alcanzó niveles récord, impulsado tanto por la sofisticada propaganda televisiva como por la aparición de la tarjeta de crédito. Sólidamente establecido como el espacio de ocio invernal de Estados Unidos con la mayor concentración de hoteles del país, el Miami de los años cincuenta se volvió un destino accesible a un público cada vez más amplio, aunque todavía exclusivamente blanco. Los pequeños hoteles urbanos de estilo Art Decó [figura 3], que habían sabido reconfortar a la clientela y saciar su sed de glamour durante la Gran Depresión, ya no alcanzaban para satisfacer las necesidades de los nuevos ricos norteamericanos. La búsqueda de la felicidad mediante el aire acondicionado y los placeres exóticos de la generación de posguerra exigía nuevos escenarios de fantasía, en los que pudieran cumplirse los sueños de bienestar forjados por la publicidad, la televisión, las revistas populares, las novelas románticas y, sobre todo, el cine.

El mejor show de la playa: una tierra de fantasía en Technicolor, por Morris Lapidus para «Mr y Mrs America»

Para satisfacer las expectativas de los turistas norteamericanos de posguerra, adinerados como nunca antes y cada vez más suburbanos, el primer hotel que Lapidus diseñara en Miami Beach, a cierta distancia del centro urbano, «debía ser fabuloso y estar a la altura del sueño [americano] moldeado por la publicidad». [Morris Lapidus, citado en 2 p. 243] Adaptado al gusto popular, y a los sueños de opulencia y de escapadas exóticas, el lujosísimo hotel Fontainebleau, con sus 554 habitaciones, hizo del complejo vacacional de posguerra una experiencia completa en Technicolor para «Mr y Mrs America». Para ellos, Lapidus ya había creado, durante las tres décadas anteriores, una serie de espacios comerciales —negocios en el edificio Seagram (1934) y el Seagram Bar en el edificio Chrysler (1936), entre otros— y también un prototipo de un crucero de lujo, encargado por el constructor naval Aetna Marine. «Mirar vitrinas es el pasatiempo preferido» del americano típico, observó Lapidus. Y para el arquitecto que se especializó en el diseño de la «Main Street USA…el mejor show de la ciudad», el hotel era simplemente «un medio más para vender […] la mercancía era la diversión, el descanso y el bienestar físico y emocional» [3 pp. 98 y 144].

Construido en la antigua propiedad de Harvey Firestone, que se extendía desde el océano Atlántico hasta el Canal Intracostero, al comienzo de Millionaires’ Row, y a un costo de trece millones de dólares, el Fontainebleau fue un éxito comercial para sus dos propietarios y para Lapidus [figuras 4 y 5]. Los críticos de arquitectura, igual que ese puritano que llevaba adentro el agente 007, no pudieron aceptar la extravagancia y exuberancia del edificio. Las revistas Progressive Architecture, Architectural Record y Architectural Forum se negaron a dar a conocer una obra que, según el editor de la Architectural Forum, «violaba todos los principios del diseño arquitectónico» [3 p. 183]. El arquitecto, cuya autobiografía se intituló Too Much Is Never Enough (Demasiado nunca es suficiente), hizo todo lo posible por satisfacer los deseos de su cliente: recrear un châteaufrancés, como si fuera «un decorado de película». La suntuosa decoración estimulaba y enaltecía a «Mr y Mrs America», que se sentían en una de las espléndidas y fastuosas fiestas cortesanas del siglo XVI que Catalina de Médici celebraba en sus diversos palacios franceses, como el Château de Fontainebleau y el de Chenonceau. El Fontainebleau de Lapidus y los otros dos «despampanantes» hoteles que diseñó en Miami Beach inmediatamente después —el Eden Roc (1955) y el Americana (1956, demolido en 2007)— se transformaron en «estereotipos del consumismo estadounidense de posguerra, de la pretensión, de lo artificial y de lo vulgar». [4][5 pp. 149–85].

Lo que ni los críticos de la época ni los defensores tardíos de Lapidus parecieron aceptar es que sus interiores exageradamente teatrales hubieran sido concebidos como efímeros productos de consumo, como meras mercancías o espectáculos de corta duración. Los huéspedes de los hoteles no necesitan que lo que han adquirido los acompañe largo tiempo; saben que compran la experiencia de vivir en esos espacios glamorosos durante el período limitado de sus vacaciones. Desde los años 1930, los fabricantes de Estados Unidos habían concebido y adoptado la nueva técnica del styling para promover el consumo de masas y estimular el crecimiento económico. Los publicistas y los defensores del consumo habían definido el «estilo de vida americano» (American way of life) sobre la base de la abundancia consumista. Afirmaban que el capitalismo consumista ofrecía a los ciudadanos de Estados Unidos una nueva libertad —la libertad de elegir— y equiparaban la capacidad de elegir dentro del mercado con la libertad política, elevando el consumismo al nivel de una virtud cívica. [6].

Lapidus era un experto en las técnicas «utilizadas en el styling de productos […] cuyo objetivo era transformar lo común en distinto». El styling, según explican Roy Sheldon y Egmont Arens en su libro Consumer Engineering: A New Technique for Prosperity (La ingeniería del consumo: una nueva técnica para la prosperidad), publicado en 1932, era un conjunto de técnicas utilizadas para «sorprender y satisfacer demandas y deseos latentes e insospechados». [7 pp. 2–3]. Las fachadas iluminadas de estilo streamline que Lapidus creó en todo Estados Unidos durante los años de la Gran Depresión fueron de gran ayuda para los programas del New Deal «shopping for recovery» (comprar para reactivar la economía), cuyo propósito era simular y estimular el regreso a la prosperidad, así como garantizar lo que el presidente Franklin Roosevelt llamó «la continuación del sistema estadounidense». [8, cita en p. 51]. En su discurso de investidura de posguerra (el 20 de enero de 1949), Harry Truman asoció explícitamente la libertad y la paz con la producción, e implícitamente con el consumo. Lapidus no cuestionaba ni la mercantilización de la arquitectura ni la espectacularización de la mercancía. Reconocía que, en una cultura que promocionaba el consumo de masas como una característica central de la identidad nacional y como una obligación beneficiosa para la nación, lo que se le pedía a la arquitectura era que fabricase incesantemente nuevos deseos de consumo. Y los arquitectos debían no solo exponer los productos, sino también crear los espacios para la exposición pública del consumo ostentoso, como signo de estatus social elevado.

En el Fontainebleau, Lapidus trató de reinventar el llamado «sueño americano» —una frase acuñada en 1931— evitando «el rectángulo ubicuo» y optando por una curva dramática, posiblemente inspirada en el hotel diseñado por Oscar Niemeyer para el centro balneario de Pampulha diez años antes (1943, no construido). [3 pp. 158, 149]3. Semejante a los cruceros transatlánticos de los años 1920, el exterior neutro, aerodinámico, modernista del hotel miamense contrastaba fuertemente con el eclecticismo extremo y la decoración recargada del interior.Adelantándose a Disneylandia(1955) y a Las Vegas4, Lapidus creó en el Fontainebleau un centro de diversiones realmente popular y de gran éxito comercial: un reino mágico con una amplia gama de atracciones dentro del estilo definido por su cliente como «francés provenzal, moderno y lujoso». Allí se daba cita el «lujo del Viejo Mundo»: lo hacía en el café Chez Bon Bon, donde las estatuas camp con sombreros tutti-frutti animaban el ambiente; en el hall Boom Boom, que desplegaba temas exóticos; en el cabaret La Ronde, al que se accedía a través de un arco barroco fluorescente y que contaba con un escenario hidráulico ajustable; en el restaurante principal Fleur de Lys, que exhibía estatuas a escala humana en pedestales rococó, muebles dorados de estilo Luis XV y columnas de mármol sobre las que se apoyaban torres de jarrones de porcelana, coronados, a su vez, por candelabros [figura 6].

Una arquitectura del «make-believe»

Del mismo modo que los pioneros del diseño industrial Bel Geddes y Joseph Urban, quienes construyeron su carrera y reputación en Broadway en los años 1920 y 1930, Lapidus había iniciado una carrera de actor, escenógrafo y diseñador de vestuario teatral, antes de decidir estudiar arquitectura, y eso solo como preparación para volver a la escenografía. Con el Fontainebleau, el mejor show de la playa, Lapidus «cumplió finalmente su sueño de ser escenógrafo», al mismo tiempo que complacía a su cliente y a la clientela del hotel. El gusto estadounidense de mediados del siglo XX, sostenía Lapidus, «estaba influenciado por el medio masivo de comunicación y entretenimiento más importante de la época, el cine [nacional]» y no por «las teorías importadas de Gropius y Breuer y Mies van der Rohe […] que solo les interesan a los críticos [3 p. 166]5. Uno de sus elementos teatrales preferidos eran «las grandes escaleras […] la mayoría de las cuales no llevan a ninguna parte […]. Quizás llevan a un balcón o un entrepiso», dice Lapidus, pero su función principal es satisfacer el deseo de la gente «de subir o bajar escaleras circulares a lo grande, como en las películas de Busby Berkley [sic]», el legendario coreógrafo de Broadway y de Hollywood, quien, según Lapidus, había ejercido una gran influencia en su obra. [3 p. 186] [figura 7].

La letra del If I Were a Richman (Si fuera rico), el hit del musical de Broadway Fiddler on the Roof (El violinista en el tejado, por Jerry Bock), de 1964, estaba inspirada en el cuento de Sholom Aleichem The Bubble Bursts (La burbuja estalla), parte de su colección Tevye’s Daughters (Las hijas de Tevye). En este relato, cuando el lechero Tevye habla de la casa de sus sueños menciona «habitaciones grandes y habitaciones pequeñas y graneros llenos de cosas buenas», pero no escaleras [9, p. 9]. Las escaleras de Lapidus, «solo para presumir», probablemente inspiraron la visión de Broadway, infinitamente más teatral, de la ostentación de la riqueza y del lujo excesivo: Si yo fuera rico […]. Construiría una gran casa con muchas habitaciones […]. Una gran escalera de subida / y otra aún más grande de bajada / y otra que no fuera a ningún lado / solo para presumir».

En 1952, el historiador de la arquitectura Henry-Russell Hitchcock había advertido a sus lectores: «jactarse del costo elevado de una cosa —lo primero de lo que presume el productor de cine de hoy— es de muy mal gusto en un arquitecto» [10 p. 17]. Sin embargo, Lapidus recordaba que cuando él había propuesto algo «contemporáneo» al promotor inmobiliario del Eden Roc, Harry Mufson, este había objetado: «mis huéspedes no son intelectuales; no les gusta todo ese jazz moderno. Yo quiero antigüedades, cristales, mármoles y maderas suntuosas […] quiero mucho glamour, tiene que haber lujo por donde se mire». Mufson quería asegurarse de que quien pudiera «gastar cincuenta fulas por día mirara a su alrededor y pensara que la construcción de [su] hotel había costado una fortuna». [4] [figuras 8 y 9] Para el restaurante del Eden Roc, Lapidus hizo pasar de contrabando desde París «veinticuatro reproducciones de cuadros famosos [del Louvre] todos del mismo tamaño» e hizo colgar La Mona Lisa «en un lugar bien visible e iluminado por potentes spots ocultos» [3 pp. 188–89]. Es posible que Lapidus se haya inspirado en la película musical de Busby Berkeley Fashions of 1934 (El altar de la moda, 1934), en la que el protagonista (Sherwood Nash, por William Powell) pregunta a sus socios: «Señores, ¿por qué gastar miles y miles de dólares, cuando podrían mandarse a traer exactamente los mismos modelos [de vestidos] directamente desde París y a una mínima parte del costo actual?».

Populista desvergonzado y comerciante inescrupuloso, Lapidus creó una tierra de fantasía en la playa, donde los huéspedes eran actores y a la vez espectadores, borrando las fronteras entre ficción y realidad, arquitectura y espectáculo. Lapidus sabía que estaba diseñando situaciones transitorias; su magia se desvanecería una vez que los visitantes pusieranun pie fuera del perímetro del complejo vacacional y el verano diera nuevamente paso al invierno una vez que los turistas norteños regresaran a sus casas. Para sostener el éxito narrativo de estos novedosos ambientes, el hotel debía satisfacer todas las necesidades de los huéspedes durante su estancia, evitando que las salidas a la calle interrumpieran el show o rompieran la magia. Una ruptura de la continuidad pondría en peligro la narrativa de la emoción y, por tanto, la ilusión voluntariamente aceptada. Las interrupciones eran cuidadosamente controladas y las oportunidades para el escepticismo estaban rigurosamente excluidas. La tecnología lo hacía todo posible: el poderoso sistema de aire acondicionado (trece mil toneladas) permitía a los huéspedes ostentar sus lujosos abrigos de piel, y las cintas transportadoras trasladaban los platos desde la cocina para servir tres mil comidas simultáneamente.

La televisión y esa «metropolis of make-believe» (ciudad de los sueños) que era Hollywood habían enseñado a Mr y Mrs América a suspender la incredulidad de manera natural e inconsciente; también, a experimentar asombro y placer sin correr el riesgo de vivir una experiencia tan espeluznante como la que, en el show de Buffalo Bill Wild West, aterrorizó al pequeño Morris en el parque de diversiones de Coney Island, cuando vio un ejército de indios que blandían sus hachas montados en caballos salvajes [3 p. 33]. Los clientes de Lapidus pertenecían a la generación que había crecido después de que la cámara cinematográfica se liberara del espacio fijo del proscenio (ese arco que separaba al público del escenario en el teatro tradicional y cuya existencia todavía se sentía en los comienzos del cine). Y Busby Berkeley, que había inspirado a Lapidus con sus ballets caleidoscópicos, había sabido explotar precisamente esta nueva movilidad de la cámara para involucrar al público en los deslumbrantes espectáculos de sus películas musicales. [11 p. 187].

De película fue también el encuentro conspirativo que tuvo lugar en septiembre de 1960, en el Fontainebleau,entre Robert Maheu, representante de la CIA, el gángster de Chicago Sam Gold —considerado «el capo de la Cosa Nostra y el sucesor de Al Capone»— y Santo Trafficante, «el capo de las operaciones cubanas de la Cosa Nostra». La misión de esta reunión era organizar el asesinato del líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro6.

Agentes del estilo de vida americano en el otro lado del Estrecho de Florida

Poco menos de un año antes, tras la entrada triunfal de sus tropas en La Habana, el 8 de enero de 1959, Fidel Castro había convertido en cuartel general provisorio de la Revolución el «ícono de la autoridad económica estadounidense», [12 p. 159] el hotel Hilton (la suite La Continental, habitación 2324 del Habana Hilton, actual Habana Libre). Nunca hubieran imaginado los arquitectos de la segunda explosión turística de Cuba —de 1953 a 1959— que esta no iba a sobrevivir la década. Este auge, centrado en la construcción de hoteles-casinos, ya estaba en declive cuando el Habana Hilton abrió sus puertas a los turistas, el 22 de marzo de 1958. Había costado veinticuatro millones de dólares y fue el último de una serie de hoteles multimillonarios que prometían renovar la industria turística y fomentar la diversificación económica en Cuba.

Entre 1949 y 1954, el mercado turístico de la isla había estado en declive, debido a la competencia feroz de otras islas caribeñas y de México. Estos destinos se veían beneficiados por la estrategia estadounidense que consistía en desarrollar nuevos mercados en América Latina a fin de fortalecer lazos entre los hemisferios y conjurar la amenaza comunista. Los hoteles de La Habana, mayoritariamente urbanos, estaban no solo pasados de moda,sino también alejados de las playas de arena. La inflación, la inestabilidad política, la corrupción generalizada, la violencia y las relaciones con la mafia desalentaban a los turistas, así como a los inversores [13 pp. 105–16]. El presidente Carlos Prío Socarrás (1948–52) sucumbió a la presión y permitió nuevos negocios de juego. Un récord de 188 519 turistas llegó a La Habana en 1951, de los cuales casi el 90 % eran norteamericanos [14 p. 89]. Durante la dictadura de Fulgencio Batista (1952–58), la activa vida nocturna de La Habana fue el foco principal de un negocio turístico lucrativo que desarrolló su propia infraestructura: suntuosos hoteles-casinos y lujosos clubes nocturnos de juego.

Los hoteles de posguerra de Miami publicitaban la «auténtica comida cubana», los «gerentes latinos» y los «auténticos bailes y canciones de Cuba» (la orquesta de Carlos Ramírez de La Habana se presentó en el Fontainebleau). Se dirigían a un público integrado por personas como Fidel Castro, que en 1948, a los veintidós años, fue a pasar su luna de miel con Mirta Díaz Balart en Miami [15 pp. 436 y 434]. Mientras tanto, los establecimientos de La Habana de los años 1950 buscaban tranquilizar a su clientela, principalmente estadounidense, con una estética que se había transformado en sinónimo de la modernidad corporativa estadounidense y que se caracterizaba por la eficiencia, la perfección técnica despojada, la libertad espacial y la estandarización; todo ello combinado con la más reciente tecnología de servicios y marcas de renombre, como las de las grandes cadenas hoteleras. Si bien el Habana Hilton contó con una inversión modesta por parte de Hilton Hotels International, la cadena de hoteles más grande del mundo, esta le garantizaba una gestión eficiente y una clientela de alto nivel. Diseñado por Welton Becket & Associates de Los Ángeles, en colaboración con la firma cubana de Nicolás Arroyo y Gabriela Menéndez, y construido con fondos de la Caja de Retiro Gastronómico de Cuba (crédito apoyado por el gobierno), bajo la dirección de la firma estadounidense Frederick Snare Corporation, el Hilton se transformó en el lugar de referencia turístico de moda de La Habana y un ícono de la modernidad corporativa estadounidense de mediados del siglo XX [figura 10].

En la cúspide de la Guerra Fría, el hotel Habana Hilton se alzaba en el paisaje urbano, moldeado por el lenguaje de la hegemonía estadounidense, introducido en La Habana a principios de la década del 1950 por el segundo edificio puramente moderno del Departamento de Estado: la embajada de Estados Unidos, ubicada en un terreno privilegiado mirando al Golfo de México7. Esta «torre reluciente de travertino y vidrio», diseñada por Harrison & Abramovitz en colaboración con la firma cubana Mira y Rosich Calzada (1950–52), fue elogiada por su severidad geométrica, sus interiores sin columnas y sus materiales de última generación como el vidrio de aislamiento térmico, a pesar de que «la climatización terminó siendo desastrosa» [16 pp. 64–68] [figura 11]. Los críticos de la época se centraron en el contraste entre «el clasicismo pretencioso de la arquitectura soviética oficial en el extranjero» y el estilo «sobrio y acogedor» (clean and friendly) de la embajada estadounidense, que «mostraba al resto del mundo una imagen dinámica de una nación joven y progresista» [17 p. 143]. Como observa Ron Robin, el Estilo Internacional de las embajadas estadounidenses de posguerra era también el estilo adoptado por las grandes sociedades corporativas estadounidenses para sus sedes, que se erigían al mismo tiempo en el mundo entero: «Conscientemente o no, las obvias semejanzas entre los diseños de las embajadas y la arquitectura corporativa transmitían el mensaje de que los Estados Unidos apuntaban a una arena económica global de comercio sin restricciones, profundamente convencidos de los lazos intrínsecos entre comercio libre y gobierno libre» [Citado en 17 p. 145]. Conrad Hilton adhería plenamente a la idea de que la arquitectura era un potente vector de valores culturales y políticos; presentaba sus hoteles en el extranjero como «los frutos [tentadores e irresistibles] del mundo libre», es decir, como agentes que militaban al servicio del estilo de vida consumista americano y como armas eficaces en la lucha contra el comunismo. En una publicación interna, dirigida a los empleados del Grupo, escribió: «Consideramos estos hoteles como un desafío, no a la gente que nos acogió tan cordialmente en su país, sino al estilo de vida preconizado por el pensamiento comunista». [Citado en 12 p. 8].

Siguiendo el ejemplo del exitoso Caribe Hilton de San Juan, Puerto Rico (1949) —el primer experimento de la cadena fuera de los Estados Unidos—, la fachada simétrica de la torre de habitaciones del Hilton de La Habana ostentaba una grilla uniforme de terrazas individuales (muy reducidas por la remodelación de 1994) como si se tratara de un enorme cartel publicitario que prometía palcos privados, protegidos del sol y con una vista ininterrumpida a quien pudiera pagarlos. El bloque vertical, imbuido del espíritu de la modernidad estadounidense, está emplazado sobre un pedestal de tres niveles, cuya fachada principal está dominada por el imponente mural de teselas cerámicas Frutas cubanas, de la pintora y escultora cubana Amelia Peláez [figura 12]. Como era costumbre en los Hilton, el diseño del lobby de la planta baja se proponía reflejar la cultura local. Pero los arquitectos de las estrellas hollywoodenses no pudieron prescindir de ese dispositivo fundamentalmente teatral —la vistosa escalera— que permitía pavonearse en el vestíbulo del hotel.

Uno de los efectos más importantes de la dominación económica estadounidense en La Habana poscolonial fue una transformación radical de la escala. En los años 1950, nuevos rascacielos como el del Habana Hilton, del Edificio FOCSA (Fomento de Obras y Construcciones S.A., Ernesto Gómez Sampera y Martín Domínguez, ingeniero civil Bartolomé Bestard, 1954–56), del Edificio del Retiro Odontológico (Antonio Luis Quintana Simonetti de Quintana, Rubio y Pérez Beato, 1953, Premio Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos 1956) [figura 13], del edificio de apartamentos Rafael Salas (Antonio Luis Quintana Simonetti de Quintana, Rubio y Pérez Beato, 1955–58), del elogiado Edificio del Seguro Médico (Antonio Luis Quintana Simonetti de Quintana, Rubio y Pérez Beato, 1956–58, Premio Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos 1959) y del hotel Habana Riviera (Igor B. Polevitzkyde Polevitzky, Johnson & Associates con los arquitectos cubanos Manuel Carrerá Machado y Miguel Gastón Montalvo, 1957) reconfiguraron radicalmente la silueta de la ciudad. Fueron todos productos de la Ley Decreto 407 del 16 de septiembre de 1952, Propiedad Horizontal en Cuba, firmada por Batista, y el Decreto Ley 750 de marzo 1953, mediante el cual se estableció el seguro de hipoteca y se creó la División de Fomento de Hipotecas Aseguradas (FHA), que plantearon la posibilidad de construir edificios de más de seis pisos en El Vedado y estimularon un boom constructivo especulativo [figuras 14 y 15].

En aquella época, la competencia por la creación y la posesión del edificio más alto era tan intensa que los arquitectos del Habana Hilton llegaron a jactarse de haber construido el «edificio más grande y más alto de Latinoamérica». [18 p. 205, véase también 19 pp. 89–94] Aunque esta declaración distaba mucho de la verdad, fue repetida en los anuncios de la inauguración del hotel por parte de la Hilton Corporation en la prensa internacional. En el momento de la pomposa inauguración del «hotel más alto y más grande de Latinoamérica» (según se reformuló la declaración), el 19 de marzo de 1958, la economía cubana empezaba a desplomarse, la crisis social y política se agravaba, la guerrilla de Castro en Sierra Maestra se extendía, explotaban las bombas en La Habana, se acercaba la fecha de la huelga general prevista para el 9 de abril y los líderes de la insurrección anunciaban la «fase final» de la lucha contra Batista: «guerra total contra la tiranía»8.

El sueño de una joven vendedora made in Hollywood

En los primeros planos de Week-End in Havana —un musical producido en 1941 por la Twentieth Century-Fox (dirigido por Walter Lang)— los neoyorquinos, ya hartos del invierno, aprietan el paso por las calles nevadas de la ciudad, mientras los inmensos carteles con imágenes de orquestas de rumba y chicas semidesnudas los invitan a hacer escapadas románticas en cruceros de lujo a «La Habana: un lugar para divertirse todo el año». Poco importaba que «la dama del sombrero tutti-frutti» que prometía a los norteamericanos una transformación vital en el lapso de un fin de semana («Volverás de prisa a la oficina el lunes, / Pero ya no serás la misma persona») fuera la lusohablante Carmen Miranda, la «bomba brasileña». [figura 16]. Estas películas hollywoodenses de principios de los años 1940, a tono con la política del Buen Vecino, no solamente mezclaban sin empacho los estereotipos latinoamericanos, sino que también adaptaban razas, lugares y culturas al gusto estadounidense. El canto y el baile hermanaban a los habitantes del norte del continente con sus vecinos del sur en una armonía panamericana que promovía la unidad, la amistad y la cooperación entre ambos hemisferios y, de paso, la venta de mercancías a América Latina para recuperar las pérdidas ocasionadas por la guerra en Europa. Hollywood prometía una fiesta sin fin en «la costa caribeña […] donde el paisaje y la música son tropicales […] donde las noches son tan románticas, / y las estrellas bailan la rumba en el cielo»9. La Habana se amoldaba a las exigencias de Hollywood y de la industria turística, fabricando entretenimientos culturales para satisfacer a un mercado cada vez más masivo. Ya a finales de los años 1920 el carnaval, por ejemplo, había sido completamente reinventado y no obedecía al calendario eclesiástico, sino a la temporada turística [13 pp. 74–87].

En efecto, hacia los años 1950, Cuba se había vuelto física y económicamente accesible para los estadounidenses de clase media y obrera como la Srta. Spencer, la joven vendedora de ojos azules de los grandes almacenes Macy’s en Week-End in Havana, quien se había pasado «años ahorrando» para unas vacaciones de dos semanas en Cuba. Pan American Airways ofrecía de sesenta a ochenta vuelos semanales de Miami a La Habana, ida y vuelta, a precios módicos. A ello se sumaba el servicio de otras aerolíneas, haciendo de este trayecto una de las conexiones internacionales más transitadas de la época. Vuelos regulares enlazaban La Habana con otras ciudades de Estados Unidos y al menos veinte barcos de vapor a la semana conectaban los puertos estadounidenses con la costa habanera, mientras los hidroaviones y ferries transportaban carros y pasajeros desde Cayo Hueso (Key West). «El sueño de la joven vendedora» se encontraba a tan solo cuarenta minutos de vuelo y, sin embargo, «tan lejos de todo […] que cualquier cosa podía pasar». La Habana en Technicolor mezclaba romance con glamour y juegos de azar. La rápida secuencia panorámica de Week-End in Havana empezaba por la Bahía de La Habana y el Capitolio Nacional (1911–29) [figura 17] —de un parecido tranquilizador con el edificio homónimo estadounidense— seguía hasta el Malecón, pasaba por el palaciego Hotel Nacional (McKim, Mead &White, 1930) [figura 18] y luego por el Gran Casino Nacional de Marianao, hacía un breve recorrido por La Habana Vieja, se detenía un momento en el hipódromo Oriental Park y concluía su periplo en el bar Sloppy Joe’s, la venerable institución donde acababan las largas noches habaneras y también la canción de apertura de Carmen Miranda [figura 19].

Pero ese sueño no era una invención de La Fox. Ya desde el boom turístico de los años 1920, los estadounidenses habían estado «acudiendo en masa a Cuba […] para experimentar la vida, la libertad y la felicidad en su versión del siglo XX»10. La Habana de mediados de siglo combinaba la modernidad climatizada con el encanto del Viejo Mundo; las instalaciones modernas con la opulencia exótica; los nombres, marcas y entretenimientos conocidos con las antigüedades extranjeras. Pero La Habana de la década del cincuenta no era un simple paraíso tropical climatizado, fácilmente accesible y al alcance del bolsillo, con «comida casera americana» y camas con «colchones de resortes americanos», como se publicitaba en un primer momento. [15 pp. 168] «La dama más bella de América», «la ciudad más sexy del mundo», tal como se conocía a La Habana en los 1920, ofrecía ahora diversiones adicionales que amenazaban con desbancar a Miami de su posición de centro turístico invernal favorito de los estadounidenses. La Perla de las Antillas era abiertamente promocionada en EE.UU. como un lugar donde las aventuras amorosas, el juego y los clubes nocturnos se prolongaban hasta altas horas de la madrugada. La Habana «hipersensual y loca» de Hart Crane11 incitaba desde hacía tiempo al turista a «pecar bajo el sol» (sin in the sun). Resuelta a «pasarla bien» y «divertirse» como lo prometía la agencia de viajes, la Srta. Spencer exigió y finalmente obtuvo lo que había pagado: espectáculos de cabaret con grandes nombres, grandes orquestas y grandes coros exclusivamente femeninos, una noche de ruleta desenfrenada y una aventura amorosa con un latin lover (Cesar Romero). En 1955, La Habana pecadora del productor Samuel Goldwyn (Guys and Dolls, dirigida por Joseph L. Mankiewicz) fue capaz de seducir hasta a una misionera: «una jovencita virtuosa de alma pura e inocente».

Una letrina para tres millones de habitantes

Ya en 1919 el legislador cubano German Wólter del Río había advertido a sus colegas que el negocio del juego iba a transformar a La Habana en una letrina [13 p. 123]. En enero de 1959, Paul Lester Wiener creía que el Plan Piloto del Town Planning Associates (TPA, con los arquitectos cubanos Mario Romañach, Nicolás Quintana, Eduardo Montoulieu y Jorge Mantilla, 1955–58), previsto para una metrópoli de tres millones de habitantes (La Habana metropolitana contaba entonces con 1,36 millones), seguiría en pie. «Desde luego, tengo muchos amigos en Cuba que pertenecen al partido de Castro,» escribió en una carta, «y espero reunirme con el nuevo presidente en los próximos meses para ponerlo al tanto del trabajo que hemos hecho en Cuba […] tengo entendido que la Junta Nacional de Planificación quedará intacta. Solo se remplazará al director», continuó [citado en 20 pp. 181–82]12. En 1953, Batista había querido conferir a la capital una nueva imagen arquitectónica y crear condiciones favorables para atraer inversores de EE.UU. El plan piloto de Lester y Sert, en aquel entonces decano de la Graduate School of Design de la Universidad de Harvard, proponía la construcción de una serie de edificios de gran altura frente al mar para hoteles y apartamentos, así como la creaciónde una extensa isla artificial con ostentosos hoteles y casinos. Para la «zona histórica» (Habana Vieja) proponía la «integración de las funciones financieras, residenciales [y] de oficina» mediante el remplazo del tejido histórico —salvo unos pocos «edificios de interés arqueológico» aislados— por modernos y homogéneos edificios de bancos y viviendas con playas de estacionamiento internas. Los casinos y los clubes nocturnos de la nueva isla prometían no solo disimular el régimen represivo de Batista, sino también apoyarlo económicamente.

Mario Coyula sostenía que la influencia de los jóvenes arquitectos cubanos de la época provenía «del contacto directo durante las visitas a La Habana de Gropius, Sert, Neutra o Albers y aún más de sus viajes a los Estados Unidos». Coyula afirmaba, además, que si incluso Sert y Lester no hubieran trazado su Plan Piloto para La Habana, «los arquitectos cubanos —formados en la irreverencia por el pasado, y cuya única materia docente relacionada con el urbanismo era una olvidada asignatura llamada Arquitectura de Ciudades— hubieran hecho algo parecido al Plan Piloto dos o tres años después. La Habana se salvó de Sert pero también de nosotros mismos», concluyó Coyula [21 p. 566]. Los planes de Sert y Lester contaban no solo con el apoyo del gobierno autoritario de Batista, de la élite económica, de los terratenientes y de los especuladores inmobiliarios de la Isla, sino también con deconocidos inversores de la mafia estadounidense como Meyer Lansky, Charles «Lucky» Luciano y Santo Trafficante Jr, quienes imaginaban la nueva isla frente al malecón como el «Monte Carlo del hemisferio occidental»13. La Conferencia de La Habana, la primera reunión a gran escala de los líderes del hampa de EE.UU. desde el encuentro de Chicago en 1932, se había celebrado el 22 de diciembre de 1946 en el Hotel Nacional. La transformación de La Habana en una verdadera «Las Vegas latina» fue el tema central de la conferencia, que contó con la actuación de Frank Sinatra, conocido por sus conexiones con el mundo de la mafia y artista habitual en los escenarios del Fontainebleau de Miami Beach. [22].

Cofundador del «sindicato nacional del crimen» de Estados Unidos y considerado como uno de los diez mafiosos más importantes del país, Lansky solía manejar sus operaciones en Miami desde una cabañita del Fontainebleau [23 pp. 41–42]. A fines de la década de 1940, la transformación de los clubes nocturnos y casas de juego en importantes atracciones turísticas había erigido a Miami en la capital del vicio de Estados Unidos. A la deriva por la campaña estadounidense de principios de los cincuenta contra las apuestas, que expulsó los casinos ilegales de la costa de Florida, las lucrativas empresas de juego controladas por la mafia, así como sus sofisticados equipos y experimentados gerentes, se desplazaron hacia Cuba, donde fueron acogidos por el gobierno de Batista. Apenas asumió el poder, en 1952, Batista pidió asesoramiento sobre el funcionamiento de los casinos a Lansky, su antiguo vecino de Florida, que no solo había adquirido reputación por garantizar la integridad de los juegos y apuestas dentro de sus locales, sino que, además, ya había reorganizado los casinos de La Habana y el Hipódromo en 1938, también a pedido de Batista [14 p. 89]. La nueva Ley Hotelera 2074 de 1955 aprobada por Batista concedía jugosos subsidios, licencias de juegos y exenciones fiscales y aduaneras extraordinarias para todas las inversiones hoteleras en La Habana superiores a un millón de dólares estadounidenses. Poco antes de la entrada de Fidel Castro en La Habana, la ciudad albergaba trece casinos. Tras la exitosa reforma del Montmartre Club y la adquisición del Hotel Nacional por la Intercontinental Hotel Corporation, Lansky propuso añadir al recién renovado hotelsuites para jugadores empedernidos y un casino al estilo de los de Las Vegas, dirigido por su hermano Jake. La noche de gala para su inauguración, protagonizada por la estrella popular de Broadway EarthaKitt, el gobernador de Nevada fue un invitado especial de la capital del juego de Batista. [13 p. 153].

Juego, brillo y glamour

Tras el éxito del casino del Hotel Nacional y con la experiencia en la administración de varios casinos, Lansky empezó a planear la construcción de su propio hotel-casino de lujo, que incluiría hasta una escuela de crupieres. El Hotel Habana Riviera, de cuatrocientas cuarenta habitaciones, se erigió en un terreno privilegiado del Malecón a un costo de catorce millones de dólares estadounidenses. En 1957, año de su inauguración, era el hotel-casino más grande del mundo fuera de Las Vegas. Siguiendo los principios que Lapidus y sus clientes habían establecido para los complejos hoteleros de Miami Beach, el hotel no se privó de la fantasía ni de la vanidad, brindando a sus clientes las comodidades y la seguridad de las zonas residenciales, combinadas con la emoción del shopping mall, los decorados irresistibles de los musicales hollywoodenses y la soleada pasarela junto a la piscina, en la que desfilaban las celebridades, como en los legendarios cruceros transatlánticos.

El proyecto original para el hotel situado en la costa marítima habanera, ideado por Philip Johnson (con Junco, Gastón y Domínguez, 1956), quedó sobre el papel. El hotel Riviera, con su casino ovoide de coloridos azulejos, fue diseñado finalmente por Igor B. Polevitzky, uno de los principales arquitectos de hoteles Art Decó de preguerra, edificios comerciales modernistas y casas birdcage de la posguerra en Miami. Para la torre de las habitaciones Polevitzky empleó un plano en forma de «Y», perpendicular al océano y elevado sobre pilotis para aprovechar las vistas al Golfo de México. Losas voladas y ligeramente curvadas hacia el mar forman balcones que ofrecen protección del sol y añaden un elemento alegre a la fachada. Las paredes externas están cubiertas de azulejos vidriados en dos tonos de turquesa, una solución ambientalmente apropiada y expresiva de la lealtad del edificio a su situación marítima más que a su contexto urbano [figuras 20 (a y b)].

La piscina del Riviera estaba enmarcada por un club de cabañitas de dos niveles y setenta y seis vestuarios individuales, una de las cuales estaba reservada exclusivamente para Lansky. El trampolín de tres niveles arqueado sobre el agua azul destellante se convirtió en el centro del decorado para los espectáculos acuáticos. Las piruetas acuáticas de Hollywood ejercieron una gran influencia en la cultura popular estadounidense de posguerra y, durante las décadas anteriores, los lugares de recreación con piscinas —de los que los hoteles de Miami eran pioneros— eran de rigor para los estadounidenses cada vez más preocupados por su salud y su físico. Desde el patio del hotel Albion (1939) de Polevitzky, los ojos de buey ofrecían vistas subacuáticas de la piscina ubicada en el primer piso. Polevitzky también había estado experimentando con el diseño de trampolines de varios niveles, en una oportunidad con el clavadista olímpico Pete Desjardins (MacFadden Deauville hotel, Miami Beach, 1945). [24 pp. 339–45].

Emblemas del lujo y del glamour, los cada vez más elaborados complejos hoteleros con piscina desempeñaban durante el día un papel semejante al de los hoteles con clubes y restaurantes por la noche. Estos establecimientos constituían espacios sociales montados como espléndidos escenarios teatrales para «las personas [a las que les encanta sentirse como si estuvieran en escena cuando viajan o se alojan en un hotel elegante», [3 p. 186] y también para mirar a la gente desde las terrazas de las piscinas y los balcones de las habitaciones. En 1957, durante la inauguración en El Vedado del hotel Capri (José Canaves Ugalde), de dieciocho pisos y doscientas cincuenta habitaciones (todo bajo control de Santo Trafficante, Jr), los invitados pudieron disfrutar de un espectáculo subacuático ofrecido en la piscina de la terraza a través de claraboyas especiales [13 p. 177]. La película Goldfinger expandió esta función voyerista de la instalación acuática en la escena de la partida de cartas junto a la piscina, cuando Jill Masterton (Shirley Eaton), en traje de baño, ayuda al villano (Gert Fröbe) espiando con binoculares el juego de su adversario desde el balcón de una habitación del hotel [figura 21]. Our Man in Havana (Nuestro hombre en La Habana, 1959, dirigida por Carol Reed, adaptación de la novela de Graham Greene de 1958) comienza con una vista panorámica de la capital cubana desde la piscina situada en el penthouse del piso 29 del primer edificio Someillán (Fernando R. de Castro, 1957), la vivienda del mismo Guillermo Someillán González. [figura 22] La frívola vida social en los bordes de las piscinas habaneras —como la glamorosa «Cabana in the Sky» de la terraza del hotel Capri— fue captada magistralmente por Mikhail Kalatozov en el filme Soy Cuba, el relato épico y poético de la Revolución Cubana narrado desde el punto de vista cubano-soviético, rodado el mismo año que Goldfinger pero estrenado apenas en 1992 en Estados Unidos14 [figura 23 (a y b)].

Los eclécticos interiores del Riviera, el primer gran edificio con aire acondicionado central de La Habana, fueron diseñados por Albert Parvin de Parvin-Dohrman de Los Ángeles, la empresa responsable de la decoración de los más recientes complejos hoteleros de Las Vegas. Estos interiores rivalizaban en su ostentación del lujo con las deslumbrantes invenciones de Lapidus en Miami Beach. Ginger Rogers fue la estrella de la gala de inauguración (el 10 de diciembre de 1957) en el fastuoso Copa Room, la gran atracción del Riviera. Como de costumbre, el casino carecía de ventanas —para eliminar toda sospecha del paso del tiempo— pero sus clientes deseosos de oxígeno estaban envueltos en la magnífica luz que reflejaban las paredes y el domo dorados a la hoja, así como sus extravagantes arañas de cristal. El número de la revista Life del 10 de marzo de 1958, que trataba de «La mafia estadounidense del juego en Cuba», presentaba el «hotel más selecto de la Habana» donde «el turista norteamericano se siente como en su casa en las mesas de craps […] [y] de blackjack». Life también señalaba que La Habana estaba en vías de transformarse en «un serio rival de Miami» [25 pp. 34–36]. Las publicaciones que promocionaban «Dining in the Grand Manner» (cenar a lo grande) en el suntuoso restaurante L’Aiglon del hotel ponían de relieve el «ambiente cosmopolita, el decorado tropical, el servicio continental, la comida exquisita» [26 p. 91]. Arañas deslumbrantes, alfombras mullidas, candelabros barrocos, sillas Art Decó y la vajilla de porcelana especialmente diseñada se combinaban con los murales del artista español Hipólito Hidalgo de Caviedes, que representaban escenas festivas del carnaval para darle al restaurante un toque de autenticidad caribeña. Los cubanos negros alegraban las paredes de L’Aiglon, mientras que el Riviera observaba reglas estrictas de segregación racial15 [figura 24].

Varios elementos del hotel recuerdan los complejos turísticos de Lapidus en Miami Beach; entre ellos, la estatua de bronce Lady Normandie, que se había rescatado del famoso transatlántico francés SS Normandie (1932) y que se encuentra en el camino de entrada del Hotel Fontainebleau. Al bajar de sus coches con chofer, los huéspedes del Riviera eran acogidos por la estatua de cemento blanco sobre fondo negro de Florencio Gelabert, Ninfa con hipocampo. En el inmenso vestíbulo del Riviera se encuentra la escultura Ritmo Cubano, del mismo artista, y los murales abstractos de Rolando López Dirube. Una escultura abstracta de metal del mismo López Dirube forma el eje de la magnífica escalera circular que desciende al café Primavera, asciende hacia el vacío y termina en un rellano a medio camino del cielo raso, siguiendo al pie de la letra la fórmula de Lapidus y de Hollywood. Hasta hoy en día, parejas de novios utilizan este escenario teatral para dar glamour a sus fotos16 [figura 25]. La legislación de la época exigía que el 3 % del costo de construcción de cada edificio privado se destinara a la adquisición de obras de artistas cubanos, una concesión modesta al talento nativo si se tiene en cuenta que el gobierno cubano había cedido seis millones de dólares estadounidenses para la construcción del Riviera. El 18 de abril de 2012 el hotel Riviera fue declarado Monumento Nacional por el Consejo Nacional de Patrimonio Cultural.

En The Godfather Part II (El Padrino II, 1974, dirigida por Francis Ford Coppola), HymanRoth (Lee Strasberg), el personaje inspirado en Meyer Lansky, celebra en La Habana no solo su cumpleaños, sino también eso que el crimen organizado estadounidense «siempre había necesitado: una verdadera asociación con un gobierno». El gobierno de Batista participaba en los lucrativos negocios de la mafia estadounidense, que controlaba las drogas, el juego y la prostitución, primordialmente mediante su apoyo a los complejos turísticos. El director de los fastuosos espectáculos del famoso cabaret Tropicana —el deslumbrante club nocturno cuyo casino había sido tomado en 1956 por «el capo de la mafia estadounidense del juego» Harry «Lefty» Clark (William Bischoff)17— también había controlado las máquinas tragamonedas de La Habana, junto con el cuñado de Batista, el general del ejército y director de deportes del gobierno, Roberto Fernández y Miranda. Pero el «palacio de la felicidad» (palace of happiness) para playboys «ricos y saludables» (wealthy and healthy) como William Campbell, el «millonario de las sopas» de Guillermo Cabrera Infante, también reivindicaba una fama arquitectural [27 pp. 15–19]. Fue uno de los cinco edificios cubanos que Henry-Russell Hitchcock seleccionó para la exposición Latin American Architecture Since 1945 (Arquitectura latinoamericana desde 1945), realizada en el Museum of Modern Art/ Museo de Arte Modernode Nueva York (MoMA) en 1955. En la publicación que acompañaba la exposición, Hitchcock escribió que el Tropicana «compite con la obra de Niemeyer en calidad autóctona latinoamericana». Aludiendo a la cultura del placer de La Habana de los años1950, señaló: «No es de extrañar que el edificio nuevo más fascinante de aquí sea un club nocturno […] Cuesta adivinar que este ejercicio de virtuosismo en la construcción de cascarones de hormigón se deba a un arquitecto [Max Borges Recio] formado en el Instituto Tecnológico de Georgia y en Harvard» [28 pp. 109 y 56–57]. Cuesta menos adivinar que las bóvedas parabólicas de ferrocemento de Max Borges tienen una deuda con la obra de Félix Candela, con quien el arquitecto cubano colaboraría posteriormente. [figura 26].

El moderno y premiado «paraíso bajo las estrellas» habanero (Medalla de Oro del Colegio Nacional de Arquitectos 1953) también hace su aparición en el filme Nuestro hombre en La Habana. [figura 27] Cincuenta millones de telespectadores estadounidenses seguían semana a semana la serie más popular de los años 1950, I Love Lucy, que narraba las aventuras de Lucille Ball y su esposo cubano Ricky Ricardo (Desi Arnaz), cantante y líder de la orquesta de rumba del ficticio club Tropicana de Manhattan18. Las grandes estrellas de la época que pasaron por el escenario del Tropicana —Nat «King» Cole, Josephine Baker, Billy Daniels, Carmen Miranda, Liberace, Benny Moré etc.— eran tan populares para el público cubano como para el estadounidense. Como en otros clubes nocturnos de La Habana que abrieron casinos en la década de 1950, los dispendiosos espectáculos del «club nocturno más atractivo y suntuoso del mundo» (Mario Olave Agusti), la legendaria «fábrica de entretenimiento habanera con cuatrocientos trabajadores», [13 p. 125] atraían multitudes para el lucrativo casino que operaba en el mismo predio. Muchos fueron los viajeros que volaron en los años 1950 a La Habana para pasar tan solo una noche en el casino y en el mítico cabaret donde más de dos mil caballeros en esmoquin y damas adornadas de diamantes podían compartir una noche de ensueño con celebridades como Elizabeth Taylor, Marlon Brando, Tyrone Power, Ava Gardner, Errol Flynn, Edith Piaf y Ernest Hemingway, quien llevaba años viviendo en La Habana. En 1956, la Compañía Cubana de Aviación realizó el primer vuelo chárter semanal bautizado «Tropicana Special» (convertido luego en un viaje diario de ida y vuelta, en el que los pasajeros regresaban a Miami a las 4.00 de la mañana del día siguiente), con un arco de proscenio plegable, iluminación y sonido especialmente diseñados, una orquesta de tamaño reducido y un show promocional de la pareja de canto y baile del Tropicana Ana Gloria y Rolando (Ana Gloria Varona and Rolando García), a tres mil metros de altura sobre el mar.

A modo de conclusión: los «vínculos de especial intimidad y fuerza» y su ruptura

Los vuelos que traían turistas norteamericanos a Cuba también llevaban habaneros adinerados a Miami, adonde solían ir de compras, solo por el día o para pasar unas vacaciones en el Delano, el Deauville o el Fontainebleau. En los albores de los años 1950, más de cincuenta mil cubanos viajaron a Florida anualmente y gastaron más de setenta millones de dólares estadounidenses, aprovechando precios significativamente más bajos que en Cuba. También invirtieron más en bienes raíces en Miami y en Nueva York que en La Habana [29 pp. 208–09]. En la época de los Cadillacs —de los que la isla poseía la mayor cantidad per cápita del mundo— la cultura consumista «americana» estaba firmemente arraigada en las vidas de los cubanos, fomentada desde principios de siglo por poderosas agencias de publicidad de Estados Unidos, que no solo identificaban consumo con bienestar personal y estatus, sino que además los ligaban con las nociones de civilización, progreso y modernidad [15 pp. 132–33]. Los turistas derrochadores, Sears y Woolworth’s, las tiras cómicas estadounidenses, las películas de Hollywood, los diarios y revistas habaneras, la radio y la televisión cubanas —«una adaptación exitosa del sistema televisivo comercial de EE.UU.» [30 p. 282]—, todos moldearon gustos y modas, y se empeñaron en sostener la insaciable demanda de bienes de consumo masivo, hábitos de consumo y estándares de vida made in the USA. En su excelente estudio de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos hasta el triunfo de la Revolución, Louis A. Pérez Jr afirma que «era efectivamente imposible distinguir el mercado cubano de su homólogo en EE.UU.» [15 p. 459].

Ya en 1934 el Miami Herald había notado: «que, sin duda, ahora La Habana forma parte de nuestro atractivo turístico», y efectivamente, las agencias de viaje incluían entre las atracciones turísticas de Miami una excursión a La Habana [15 p. 433]. El número de septiembre de 1955 de L’Architecture d’aujourd’hui presentó una serie de imágenes del hotel Fontainebleau de Lapidus, el hotel Comodoro (1953, Miguel R. Rosich) y el cabaret Tropicana de La Habana [31 pp. 46–57] reconociendo implícitamente los «vínculos de especial intimidad y fuerza» que unían las dos ciudades. Aunque la arquitectura contemporánea brasileña y venezolana, ampliamente difundida, ejerció cierta influencia, tanto en los arquitectos cubanos como en los gustos y estándares de construcción, los arquitectos, ingenieros, contratistas de obra y la clientela —especialmente en el próspero sector del turismo y el entretenimiento— provenían de Estados Unidos, junto con el 80 % de las importaciones cubanas. Cuba estaba plenamente integrada en las estructuras del mercado estadounidense, del mismo modo que su arquitectura de vanidad y felicidad. Pero para la mayor parte de los cubanos, la economía basada en la exportación de azúcar y la fuerte dependencia de las importaciones no podían sostener el estilo de vida americano, que se fundaba en los patrones de consumo estadounidenses. La nueva economía del vicio controlada por los gángsters no logró paliar la crisis cada vez más aguda. Mientras el creciente desempleo, los ingresos en declive y los precios en alza frustraban las esperanzas de prosperidad de los cubanos, las voces de indignación se multiplicaban y denunciaban la americanización de una ciudad donde «todos los edificios de apartamentos construidos en los últimos diez años [tienen] la apariencia de rascacielos norteamericanos». La limpieza de «uno de los antros de perdición más legendarios del mundo» se imponía19.

La creciente represión policial no logró aplastar el movimiento revolucionario. En enero de 1959, tras haber anunciado en su primer discurso de la Revolución en Santiago de Cuba (2 de enero de 1959) que «esta vez […] no será como en el 1898 que vinieron los americanos y se hicieron dueños de esto», Fidel Castro rebautizó el Habana Hilton como Habana Libre. En septiembre de 1963, cuando La Habana acogía junto con la Ciudad de México el séptimo congreso mundial de la Unión Internacional de Arquitectos, el Habana Libre fue el lugar elegido para celebrar el primer Encuentro Internacional de Profesores y Estudiantes de Arquitectura. Ernesto «Che» Guevara pronunció el discurso de apertura, poniendo de relieve el vínculo existente entre arquitectura y política. Dirigiéndose a los estudiantes, destacó que «la técnica es una arma, y […] quien sienta que el mundo no es perfecto como debiera ser, tiene, debe luchar porque el arma de la técnica sea puesta al servicio de la sociedad, y por eso rescatar antes a la sociedad para que toda la técnica sirva a la mayor cantidad posible de seres humanos, y para que podamos construir la sociedad del futuro, désele el nombre que se quiera». [32 p. 14].

En la última Bienal de La Habana (2012), la artista cubana Glenda León invitó a los espectadores de su instalación Sueño de verano (El horizonte es una ilusión)a atravesar a nado el Estrecho de Florida, representado por la piscina del FOCSA, el segundo edificio más alto de La Habana (121 m). [figura 28] «Puede llevar bañador y chancletas», aclaraba la invitación de León. En ambos extremos de la piscina, el piso estaba cubierto con ampliaciones de los planos de las zonas costeras de Miami y La Habana. Inspirada en el collage del artista conceptual estadounidense George Brecht, Mapa N° 3 (Boda entre Miami y La Habana), —una parte de su serie LandmassTranslocation, que proponía «resolver conflictos geopolíticos»—la obra de León imagina la posibilidad de nuevos encuentros entre las dos ciudades separadas tan solo por doscientas millas de agua.

Nota de los editores. Versiones de este artículo fueron publicados antes en francés (Modernisme et vanité :Happy Days à Miami et La Havane B2: París, 2012) y en inglés (Vanity Modern: Happy Days in theTourist Playgrounds of Miami and Havana, Architectural Research Quarterly, vol. 17, núm. 1, pp. 73–88). Dado el interés del tema tratado, el colectivo editorial decidió publicar una nueva versión en español del material.

Notas

1 En el primer año de la ocupación militar de Cuba (1899), el presidente de los Estados Unidos William McKinley presentó al Congreso el 5 de diciembre su mensaje anual, declarando: "La nueva Cuba que está aún por surgir de las cenizas del pasado, tiene que estar necesariamente ligada a nosotros por vínculos de especial intimidad y fuerza, si es que ha de asegurar su perdurable bienestar".

2 La versión cinematográfica de Goldfinger, dirigida por Guy Hamilton (EON Productions), salió en 1964. Una clara referencia al "Fountain Blue", la pronunciación local de "Fontainebleau", se encuentra en Thunderball (Ian Fleming, 1961). En el Scarface de Brian de Palma (1983, guion de Oliver Stone), el criminal Tony Montana (Al Pacino), un joven inmigrante cubano, también aparece al borde de la piscina del Fontainebleau (Scarface es una nueva versión de la película de gángsters de 1932, dirigida por Howard Hawks y Richard Rosson, escrita por Ben Hecht y producida por Howard Hughes, una adaptación de la novela de ArmitageTrailScarface (1929), el apodo de Al Capone en la prensa sensacionalista.

3 Lapidus admiraba la arquitectura de Oscar Niemeyer, especialmente su complejo de obras en Pampulha, y visitó al arquitecto brasileño en Río de Janeiro en 1946, aunque no su obra.

4 Los parques de diversiones de Coney Island, cuyo desarrollo empezó luego de la construcción del puente de Brooklyn en 1883 (el Luna Park se construyó en 1903 y el Dreamland en 1904), habían desaparecido o estaban en declive tras la Primera Guerra Mundial.Coney Island también contaba con hoteles de lujo frente al océano, como el Manhattan Beach Hotel, el Oriental Hotel, el Brighton Beach Hotel, el Elephant Hotel y el Sea Beach Palace.

5 Alfred H. BarrJr, director del Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York, había previsto en el prefacio de The International Style, la publicación que acompañó la exposición de 1932 Modern Architecture: "Tal vez, la oposición más fuerte contra el Estilo tenemos que esperarla del lado de los arquitectos modernistas con éxito comercial". HITCHCOCK, Henry-Russell y JOHNSON, Philip. The International Style. Nueva York y Londres: W. W. Norton, 1966 [The International Style: Architecture since 1922. 1932], p. 14.

6 El documento de 702 páginas de la CIA, conocido como "Family Jewels" (Joyas de la familia), producido en 1973 por orden del entonces director de la agencia James Schlesinger y desclasificado el 26 de junio de 2007, está disponible en www.foia.cia.gov. [Consultado el 17 de diciembre del 2014].

7 Harrison &Abramovitz habían diseñado la embajada de los Estados Unidos en Río de Janeiro, en 1948. Entre 1945 y 1946, Wallace K. Harrison fue director de la Oficina de Asuntos Interamericanos, presidida por Nelson A. Rockefeller.

8 Título del manifiesto firmado por Fidel Castro y Faustino Pérez, líder del Movimiento 26 de Julio y de la resistencia civil en La Habana, en marzo de 1958, que llamaba a la huelga y también esbozaba los planes políticos para el periodo posterior a Batista. GOTT, Richard. Cuba: una nueva historia. Madrid: Akal, 2007 [originalmente publicado en inglés por Yale UniversityPress en 2004], p. 242.

9 'the Caribbean shore […] where the view and the music is tropical […] where nights are so romantic, / Where stars are dancing rhumbas in the ski-yi-yi.'

10 STONE, Isabel. 1928. [Citado en 15 p. 185].

11 GEYER, Georgie Anne. 1991; LAWRENSON, Helen. 1955; CRANE, Hart. 1926. [Citados en 15 pp. 188-89 y 535].

12 En abril de 1954 Paul Lester Wiener visitó La Habana e impartió conferencias en la Facultad de Arquitectura y el Colegio Nacional de Arquitectos.

13 Scarpaci, Segre y Coyula describen la isla de Sert como "una parodia banal de la Cité des Affaires en el Río de la Plata de Le Corbusier en su plan maestro para Buenos Aires". SCARPACI, Joseph L., SEGRE, Roberto y COYULA, Mario. Havana: Two Faces of the Antillean Metropolis. Chapel Hill y Londres: The University of North Carolina Press, 2002 [1997], pp. 83-84, 102, 121. Sobre el HavanaPilot Plan de TPA "para una ciudad concebida a la manera norteamericana para los usos predadores del turismo y la organización de juegos y prostitución", véase también 20 pp. 177-83 y HYDE, Timothy. '"Mejores Ciudades, Ciudadanos Mejores": Law and Architecture in the Cuban Republic'. En Aggregate, Governing by Design: Architecture, Economy, and Politics in the Twentieth Century. Pittsburgh: University of Pittsburgh Press, 2012, pp. 109-15.

14 Coproducida por Mosfilm (USSR) y ICAIC (Cuba), guion del poeta soviético Yevgeny Yevtushenko y el novelista cubano Enrique Pineda Barnet, fotografía de Sergei Urusevsky, cámara de Alexander Calzatti.

15 "Posiblemente el efecto más pernicioso de la presencia norteamericana" en la Cuba poscolonial, apunta Pérez, "fue que las delineaciones raciales ganaron una respetabilidad generalizada en la vida diaria". [15 p. 323].

16 Según la leyenda, se le había encargado al ingeniero civil que hiciera cálculos para construir una escalera que no se iba a usar. Sin embargo, el ingeniero la calculó como si fuera una verdadera escalera y luego confesó gran alivio cuando se dio cuenta de que en realidad el público hacía uso frecuente de ella.

17 Miami Herald. [Citado en 15 p. 196].

18 Los cubanos se enojaron por la representación que Ricky Ricardo hacía de ellos. El productor de televisión Joaquín Condall se quejó en 1954: "Todos los que vivimos en Nueva York nos sentimos humillados cuando vemos el programa". Citado en 15 p. 472. Con sorna, el escritor y estudioso Gustavo Pérez Firmat se refirió a Ricky Ricardo como "el hispano que ha ejercido la influencia más fuerte en la historia de la cultura americana [sic]. Varias generaciones de americanos [sic] aprendieron de Cuba [de Ricky Ricardo]". PÉREZ FIRMAT, Gustavo. 'Gustavo, Cuba Inside and Out: Book Presentation: Cuban Fiestas [por Roberto González Echevarría] y TheHavanaHabit [por Gustavo Pérez Firmat]'. Americas [sic]Society. Nueva York, 31 de marzo de 2011, [Consultado el 17 de diciembre del 2014].

19 LLADA, José Pardo. [Citado en 15 p. 474];Time. 1952. [Citado en 29 p. 225] "Hasta nuestro mal gusto era importado de Miami", se quejó el escritor Pablo Armando Fernández. [Citado en 29 p. 211].

 

 

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Recibido: 31 de agosto de 2014.
Aprobado: 28 de diciembre de 2014.

 

 

Styliane Philippou. Investigadora independiente. París, Francia. Correo electrónico: styliane@philippou.net

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