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Universidad de La Habana

On-line version ISSN 0253-9276

UH  no.282 La Habana July.-Dec. 2016

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Del punto de vista del narrador al del lector. Amor y violencia y la subversión del mito en la obra de Lourdes Ortiz

 

From Narrator's to Reader's Point of View. Love and Violence, and the Subversion of Myth in the Work by Lourdes Ortiz

 

 

Carmen Gallardo

Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Autónoma de Madrid, España.

 

 

 


RESUMEN

El presente trabajo se propone examinar el uso de los mitos grecolatinos en la obra dramática de Lourdes Ortiz para expresar la tensión entre el amor y la violencia en las relaciones humanas. Las historias de Aquiles y Pentesilea, Circe y Penélope, recreadas por la autora, permiten ver que, ahora como entonces, esa tensión continúa y es causa de frustración, injusticia y destrucción, al entender el amor asociado, sobre todo, a las ideas de posesión y dominación y no como una relación de seres libres e iguales.

PALABRAS CLAVE: Odisea, mitos grecolatinos, recepción, reescritura.


ABSTRACT

This paper aims at examining how Greco-Roman myths are used by Lourdes Ortiz in her dramatic work to express the tension between love and violence which pervades human relations. The stories of Achilles and Penthesilea, Circe and Penelope, as recreated by the author, enable us to see that today, just as back then, this tension continues to cause frustration, injustice and destruction. This is due to an understanding of love manly related to ideas of possession and dominance, and not as the relationship between free and equal individuals.

KEYWORDS: Odyssey, Greco-Roman myths, reception, rewrite.


 

 

Introducción

No es lo mismo leer un texto de manera desinteresada, abiertos a su decir, a la espera de ver qué nos insinúa o qué nos propone, que situarnos ante él desde un punto de vista concreto; en esta ocasión, desde, o a la luz de, dos conceptos: el amor y la violencia.

Para realizar esta lectura, he elegido la producción literaria de Lourdes Ortiz, una escritora nacida en Madrid en 1943. Sus años en la universidad coinciden con los años 60, años de represión en los que comienza a formar parte de grupos con aficiones teatrales y políticas, lo que será muy fecundo para su formación literaria y cultural. Ha alternado la docencia con la escritura y, durante muchos años, ha colaborado en diarios y revistas con una presencia notable en la vida cultural española. El mundo clásico y el mito en su obra literaria han sido una referencia recurrente. Títulos de obras teatrales como Penteo (1982), Fedra (estrenada en 1984, publicada en 2013), Electra-Babel (1992), Aquiles y Pentesilea (2002), Dido en los Infiernos (1994, inédita y sin estrenar) o un librito de relatos llamado Los motivos de Circe (1988) dan cuenta de esa afinidad o seducción por la Antigüedad clásica. De ellas he seleccionado dos textos narrativos tomados de Los motivos de Circe -los de "Circe" y "Penélope"- y un texto dramático, Aquiles y Pentesilea.

Circe, la mujer abandonada

En Los motivos de Circe, la autora reúne una serie de breves narraciones dedicadas cada una de ellas a una figura femenina que nuestra tradición ha reconocido como "arquetipo mítico". Conjugando la Antigüedad con la tradición cristiana y la cultural, recrea a Eva, Circe, Penélope, Betsabé, Salomé y la Gioconda. Son, como es evidente, los relatos de Penélope y Circe los que vamos a leer, poniendo el foco en ese paradójico binomio que constituyen el amor y la violencia.

Lourdes Ortiz, aunque con algunas libertades, respeta la leyenda en ambos textos; apenas altera la historia que conocemos. Es más, la narración se desarrolla, en ocasiones, a partir de las citas textuales de la Odisea. La recreación o, incluso, la transgresión o subversión, en este caso, no está en transformar a estas figuras míticas en mujeres de nuestro tiempo, ni en modificar los hechos que les sucedieron, sino en darles voz, en dejar que expresen sus sentimientos, en permitirnos escuchar lo que piensan, lo que les mueve a actuar como lo hicieron, lo que les emociona o les horroriza. Ambos relatos se escriben en tercera persona. El narrador viene a ser la voz de Penélope y Circe, que hablan y reflexionan desde el recuerdo.

Así comienza la historia de la maga:

Como cerdos…. Esa mirada torcida, agria, los ojillos turbios por una lujuria insatisfecha. Ahí están de nuevo. Antes de que penetren en el umbral conoce ya esas sonrisas avarientas, esos labios glotones, resecos por la sal marina y el viento: quemaduras del deseo [...]

Y siempre es igual. [...] ese mar que periódicamente vomita a sus costas una manada de hombres peludos, sucios, desdentados, hombres torvos [...] cargados de quimeras y de anhelos de posesión: oro y rebaños, mujeres dóciles que han de quebrarse bajo el abrazo torpe y apresurado del macho, que se encela y encabrita. (Ortiz, 1991, pp. 59-60)

De este modo siente Circe la llegada de los marineros a su isla. La subjetiva y destructiva descripción física que de ellos hace está motivada por el enorme rechazo que le provoca la actitud que muestran, un ansia de posesión de todo, también de mujeres a las que, como objetos, pueden copular y violar sin que ellas sean capaces de rebelarse. Y su recuerdo continúa:

Héroes cenicientos de mil guerras, siempre insensatos, ofuscados por su propia desdicha [...] trastornados por Marte, avariciosos y tenues en su pequeñez, confiando en el botín [...], en el cuerpo de la esclava, conquistada por la fuerza, robada al rival, acaparada y guardada, como si fuera el tener, la posesión [...] lo único que sirviera para dar gallardía a esas costras, a esos brazos forjados para una lucha que nunca ha de detenerse, a ese terror que se dibuja en los ojos, dispuestos en todo momento al salto, a la competencia, al reto, a la locura. (Ortiz, 1991, p. 62)

A Circe le desespera e irrita la violencia de la violación, la conducta de esos héroes que, arrastrados por un afán de posesión, ejercen su fuerza bruta también en el acto sexual. Por ello, al observarlos como bestias, los convierte en leones, lobos o cerdos, según el modo de ser de cada uno. Y el narrador, que sabe lo que Circe siente, nos dice: "Y así será una vez más sin que ella, Circe, pueda hacer nada por impedirlo, aunque añore compañía y cuerpo de varón" (Ortiz, 1991, p. 63).

Frente a estos desagradables recuerdos, la hechicera cierra los ojos, deja que la nostalgia se apodere de ella y piensa en aquel Odiseo, "el de multiforme ingenio que un día llegó hasta su casa [...] ni cerdo, ni lobo, ni león, sino espíritu diestro en la palabra y en el juego [...] Odiseo hablaba y sus palabras tenían la cadencia convincente del aedo, la potencia del verso bien templado, del retruécano, de la metáfora atrevida e inesperada" (Ortiz, 1991, p. 64). Y, entonces, Circe nos hace ver que fue consciente de que con él no era necesaria ni la varita ni el conjuro. Supo que no podía transformar a ese hombre en un animal. Y aquí Lourdes Ortiz se permite una licencia y una subversión del mito o, mejor, una inversión. La singular manera de contar Ulises sus aventuras hechizaba a Circe. Ya no se trataba de la maga Circe, sino de Odiseo el mago que con su narrar de aedo, mientras le acariciaba las doradas trenzas, había seducido y fascinado a la hechicera. No la conmovía el navegante, ni el viajero infatigable, sino el poeta y narrador, al que escuchaba enamorándose, temerosa de que el cansancio lo hiciera callar.

Y así transcurre un año. Pero parece que el amor sin lucha y sin rival no es posible. La cruel Circe, que la autora reescribe como una simple mujer enamorada, no pudo retener a su lado al héroe. Él precisaba de un competidor que le disputara a la mujer. Circe se daba cuenta de que no le impulsaba a abandonarla la añoranza y el deseo de Penélope, sino el miedo a que otros tomaran posesión de lo suyo, incluida su mujer; el temor a perder su poder y sus propiedades y el afán de retar. Y, entonces, ella resulta víctima de la ruptura, de una pérdida no querida. Y soporta una suerte de violencia, menos perceptible, más sutil: la del sometimiento a la voluntad del hombre, la que ejerce Circe sobre sí misma, al hacer algo contra su gusto por consideración al héroe. Lo dejó ir, a pesar de que sabía que también a él le esperaba la soledad, la desesperanza y la infelicidad, pues la maga de Lourdes Ortiz intuye que el regreso a la casa familiar va a ser un fracaso, ya que una vez muertos los pretendientes -ella sabe que les vencerá- no habrá competencia, sino una mujer que, resignada, "se le entrega y que ya no es disputada por ninguno" (Ortiz, 1991, p. 72). Una mujer para la que él será nadie, "Nadie", como fue para aquellos que le preguntaban al cíclope quién le había hecho daño. Y Odiseo, viejo y cansado, echará de menos "la magia de la isla" y añorará "a esa bruja Circe que durante un año entero fue fuente de miel" (Ortiz, 1991, p. 72). En los recuerdos de Circe parece escucharse no solo la nostalgia de una mujer abandonada, sino el sufrimiento que conlleva, el daño que puede llegar a causar; y, en ese sentido, puede hablarse de cierta violencia, la producida por una ruptura amorosa, por una renuncia al amor, provocada por la ambición de poder y posesión. No es solo dolor y tristeza lo que padece una mujer abandonada, sino que su voluntad se ve violentada al ser obligada a hacer algo que no desea: separarse del hombre al que ama.

Penélope

Esta historia continúa en el relato de Penélope. Circe en sus evocaciones no menciona el nombre de esta, pero sí alude a una mujer-niña de la que Odiseo vivió alejado durante tantos años, una esposa que auguraba que, al regreso de este, sería una mujer sumisa, pero para quien su esposo ya no significaba nada. A esta mujer también le da voz Lourdes Ortiz: "Vuélvete a tu habitación. Ocúpate de las labores que te son propias, el telar, la rueca [...] del arco nos ocuparemos los hombres y principalmente yo, cuyo es el mando de esta casa" (Ortiz, 1991, p. 75). Estas autoritarias e imperativas palabras de Telémaco, tomadas textualmente de la Odisea (Od., XXI, 330-354), pero desplazadas, abren significativamente el breve texto en el que escuchamos el interior de Penélope. Unas órdenes no exentas de la violencia que arrastra toda actitud de dominio del ejercicio del poder, que es lo que manifiesta el hijo hacia la madre. La mujer víctima de un poder dominante que la recluye en su pequeño espacio, el del telar, donde pasa los días "recatada y triste, tejiendo y recordando las palabras, los cuentos del incansable narrador, aquel diestro en embustes que rompió su doncellez y le hizo un hijo, ese hijo que ahora crece como imagen del padre, frente a ella, y que vuelve a recordarle una y otra vez quién es el amo: "vuélvete a tu habitación"" (Ortiz, 1991, p. 79).

Tal reescritura del mito o del personaje mítico viene a ser una llamada de atención al conflicto que plantea la desigualdad entre hombre y mujer, generadora de diversos tipos de violencia; en esta ocasión, una violencia doméstica, materializada en palabras humillantes que relegan a la mujer-madre y a la mujer-esposa a un espacio de sometimiento, incluso de aniquilación.

Esta nueva Pénelope soporta en su retiro un intenso debate. Se acuerda de aquel hombre que lleva ausente veinte años e intenta recomponer sus rasgos ya desdibujados; cree reconocerlos en Telémaco, su hijo: esos mismos pómulos y facciones finas del rostro, esas duras y fuertes piernas como las de Ulises. Lo compara también con los pretendientes, con la gallardía de Antínoo o con la nobleza de Antifonte, pero todos le parecen "bosquejos inacabados y torpes" de ese que en sus sueños aún se mantiene joven, sin las huellas del paso del tiempo. Sin embargo, en medio de tales ensoñaciones, oye las risas de las esclavas, que se revuelcan en el atrio con los pretendientes, y sufre "unos celos que muerden sus entrañas desgarrándola y le hacen presentir a todas las Circes y Calipsos" (Ortiz, 1991, p. 81). A todas esas exóticas mujeres sabias en el amor. E imagina escuchar los gemidos entrecortados de Ulises. Y se ve mayor, "siente la sequedad de su carne que se va arrugando". En su lucha interior, en su comprensible contradicción, pide a las criadas que la maquillen y baja provocadora para sentirse atraída por aquellos que ocupan su casa. Pero allí está su hijo, "observándola, censurándola", que de nuevo le dice: "Vuelve a tu habitación [...] ocúpate de las labores que te son propias" (Ortiz, 1991, p. 82). Y Penélope acepta, una vez más, la orden y sumisión al hijo, trasunto del padre, que no actúa así movido por el cariño hacia su madre, sino por el temor a que los pretendientes le quiten lo suyo, a que la hacienda y el reino que un día ha de heredar pasen a manos ajenas. Y encerrada en su habitación lleva su pensamiento hacia Helena, la causante de la ausencia de Ulises -otra vez, el amor compañero de la violencia: el amor de París por Helena ha suscitado la guerra-. Para la reina de Ítaca, Helena es una puerca a la que desprecia. Sorprendentemente no se rebela e irrita contra su hijo, se enfurece contra esa mujer cuyo adulterio ha causado su desgracia y se jura que ella purificará esa falta.

La Penélope de Lourdes Ortiz sigue siendo fiel, pero no por amor a Ulises -aquí el relato se aleja de las fuentes-; el motivo que le lleva a Penélope a ser fiel es "desmentir a los viejos cantores que manchan sus bocas maldiciendo a la mujer que, como Pandora, abrió la cajita de todos los males" (Ortiz, 1991, p. 83); esto es, asumir en ella las faltas de las mujeres deshonestas. Ello le supondrá soportar una vida triste, solitaria y fracasada. La autora pone de manifiesto lo que esconde el mito de la fidelidad: la frustración. Porque, al final del relato, cuando Penélope en sus evocaciones revive, con palabras literales de la Odisea enredadas en el texto, su vacilación y resistencia a reconocer, en el hombre envejecido que llegó, a Odiseo, toma conciencia de lo que le espera. Y llora. Le aguardan desganadas y resignadas caricias a un hombre que sueña con Circe, Nausicaa o Calipso, mientras ella misma, sabedora de su error, se arrepiente de haber renunciado al "tacto de los cuerpos jóvenes" y añora, ahora que por su edad ya no puede ser madre, la risa de Eurímaco y la belleza de Antínoo, es decir, añora y sueña con un goce imposible. Y, si se escucha atentamente su voz, aún nos descubre otras pesadumbres. Se siente "sierva" del padre y del hijo, "objeto del deseo que puede ser disputado, poseído y conquistado" y, todavía más, con la vuelta de Ulises, tiene la sensación de que "ha dejado de existir, ha pasado a ser la sombra que trasiega en el cuarto de las mujeres". En una situación tal, no hay golpes ni insultos, pero la mujer vive una velada violencia, la de experimentar que solo existe en función del hombre con el que comparte su vida, que es mero objeto de posesión, que la sociedad patriarcal le ha relegado a un lugar del que no se le permite salir. Y es la violencia de la autodestrucción, del aniquilamiento interior (Gómez Martínez, 2012, p. 66), que es lo que le procura esa obcecada defensa de los valores tradicionales que Penélope se impone. En definitiva es la violencia que genera la "opresión del entorno familiar y comunitario" (Gómez Martínez, 2012, p. 68).

Esta imagen innovadora de los arquetipos míticos, de la seductora Circe y de la fiel Penélope, situados en primer plano, dejando en un segundo lugar a los héroes, protagonistas de las historias, puede ser leída como expresión y puesta en cuestión de las consecuencias, en ocasiones trágicas y, por tanto, no libres de violencia, que la legitimación de los valores tradicionales y el orden establecido como realidades y verdades únicas puede llegar a tener cuando afecta a la vida amorosa de los individuos, en especial de las mujeres.

Aquiles y Pentesilea. Cuando el amor coincide con la muerte

En 1991 se representó en el Festival de Teatro Clásico de Mérida Aquiles y Pentesilea, obra que hasta 2001 no fue editada. El flechazo que cuentan que Aquiles sintió en el momento de dar muerte a Pentesilea,(1) la reina de las Amazonas, impresionado por su belleza, es recreado por Ortiz en este drama por el que parece transitar también la ópera Pentesilea, de Heinrich von Kleist.(2)

La pieza presenta a Aquiles y Pentesilea que, apasionadamente enamorados, deciden abandonar la guerra e imaginan una vida, juntos, en paz, conviviendo griegos, troyanos y amazonas en un valle fértil, en el que la lanza ha sido sustituida por el arado. Frente a ellos aparecen sus dos antagonistas, la Gran Sacerdotisa de las amazonas y Ulises, representantes ambos del poder, en cuyas manos está concebir el modo de hacer desistir a los protagonistas de su insensato y transgresor plan y restaurar el orden.

La obra comienza en la cueva de un bosque apartado y oculto, donde las amazonas rodean a su reina Pentesilea, que se halla enferma. Esta, en una especie de delirio, enormemente airada y excitada, se rebela contra su castrada naturaleza, contra el engaño en el que las obligan a vivir, y descubre a sus compañeras su pasión por Aquiles:

Cuando la lanza me rozó supe que todo era mentira. Vi en sus ojos una verdad más profunda [...] ¡Era tan dulce su mirada!, tan…. [...] tengo que encontrarle de nuevo, tengo que decirle que todo es un disparate, un malentendido, que nosotros definitivamente tiramos las armas [...] Cuando mis labios rozaron su frente, entendí que el tiempo del agón había terminado, que podíamos comenzar de nuevo, amazonas, griegos y troyanos en esta dura y agrietada tierra, que será feraz para acogernos. (Ortiz, 2001, pp. 14-15)

Protoe, el aya de la reina, y otras dos amazonas sin nombre, llamadas 1.ª y 2.ª, intentan convencerla de que desvaría, de que un daimon pernicioso la ha atrapado, pues ellas esperan su oportunidad, están ansiosas por enfrentarse a los argivos: "Por las noches, sigilosas, se aproximan al campamento de los griegos, huelen en el aire el sudor de los cuerpos y se relamen [...] son muchachas en celo y sus cabellos se erizan ante el rumor de las voces y el ruido de los cascos. Señora, todas anhelan que se reanude la lucha" (Ortiz, 2001, p. 12).

Pero resulta un diálogo infructuoso. Pentesilea tiene su cabeza y su corazón lejos de esas palabras, lejos de las normas y costumbres que su pueblo determina, lejos del odio hacia los hombres que transpiran las amazonas. Para ellas, son "hienas, animales repugnantes a los que hay que derrotar y devorar. Hambrientos, insaciables, hipócritas, astutos, traicioneros, sedientos de sangre y oro, avariciosos y corruptos, engendros que devastan las tierras, incapaces de la calma y el goce. Solo sirven…. para lo que sirven" (Ortiz, 2001, p. 13).

A esta voz, que parece repetir de memoria una lección aprendida, se añaden otras que, como si recitaran los diez mandamientos, ordenan "odiarás al varón", "renegarás de él", porque ellos son brutos, ciegos y desenfrenados, destruyen todo a su paso y nunca se sacian. Quieren poseer mujeres, riquezas y tronos.

Lejos, como decía, está Pentesilea de estas palabras, pero lejos también del mundo de los griegos, que, como ellas, viven engañados. En medio de su somnolencia, afirma levantándose del lecho: "No es por Helena por lo que cruzan los mares, no es por Helena por lo que, como lobos hambrientos, van al encuentro de los Troyanos [...] ¡Ah! ¡Si al menos fuera por Helena! [...] Siempre hay una Troya que conquistar, una fortaleza que derribar, petróleo que defender, castillos que profanar, mujeres que violentar y someter" (Ortiz, 2001, p. 14). Este grito de Pentesilea, que el "petróleo" actualiza o convierte en intemporal, viene a ser un manifiesto de la violencia que generan el deseo de posesión y las fuerzas poderosas que dominan los pueblos -todo ello asociado a los hombres-, y que entra en conflicto con un mundo en el que el amor y el placer se puedan establecer como normas.

En la escena 2.ª, los soldados griegos se preparan para la lucha. Ulises se acerca a Aquiles, que, dibujando en la arena, piensa en Pentesilea y siente preocupación por el número de muertos que caerán en la batalla. El de Ítaca, al escucharlo, le recrimina: "las fiebres nublan tu cerebro", "hablas como una mujer"; pero Aquiles está convencido de que "esa lucha es idiota" y confiesa que comprende a Helena y que él haría lo mismo: correr tras su amazona. De ninguna manera quiere esa guerra y está decidido a dirigirse a las tropas y decirles que desistan y que regresen a sus casas. Ulises, que no busca en la guerra ni tierras, ni poder, sino el placer de la contienda, harto e indignado, le increpa: "Eres hombre y es propio de hombres la batalla. Para las mujeres está hecha la rueca. Lo que le pasa a tu Amazona, como a todas esas viragos que la acompañan, es que no ha encontrado el hombre que sepa domarla. Es una fiera acostumbrada al látigo. Y requiere mano bien adiestrada que sepa compaginar la caricia y el sopapo" (Ortiz, 2001, p. 21). Este discurso machista del héroe, cargado de intimidación y de brutalidad, interpolado de expresiones que lo sitúan en nuestra época, da cuenta de esa asociación entre el amor y la violencia cuando el amor se entiende como posesión, como dominio del hombre sobre la mujer.

Aunque Aquiles no escucha a Ulises, lo que habla consigo mismo se convierte en una evidente respuesta: "Igual a mí. Altanera y sabia, fiera y sin embargo amable. Mi otra cara. Es esa la mujer que yo amo y no sierva [...] Ella no es Penélope, no. Por eso es a ella a quien deseo. Porque cuando podamos encontrarnos, nada podrá separarnos. Hombre y mujer iguales" (Ortiz, 2001, p. 23). Ulises, que va perdiendo la paciencia, le advierte de lo que le espera si continúa en ese desvarío y le aconseja que se retire a su tienda a ver si en el sueño los dioses le devuelven la cordura.

El enfrentamiento entre los dos héroes subraya cómo la desigualdad en la relación amorosa, la convicción por parte del hombre de su superioridad sobre la mujer, crea una situación de injusticia y violencia, potenciada al ser Ulises, ávido de disputas y guerras, quien propugna esa desigualdad en la pareja, en oposición a Aquiles, que ansía la paz.

Las escenas 3.ª y 4.ª nos ofrecen una visión de los dos pueblos guerreros que van a combatir. En la 3.ª, las amazonas están sacrificando a un niño que acaba de nacer, mientras la madre llorosa y Pentesilea lo reclaman. El coro acompaña la escena y renueva los insultos y el rechazo a los hombres, a la vez que canta el himno de las amazonas, que es una jaculatoria de alabanza a las mujeres, defensoras de un mundo "sin afanes de lucro, sin envidias, sin guerras". En la brevísima escena 4.ª, el canto que se oye es el de los soldados dispuestos a combatir, para lo que se les ha preparado desde niños. Ulises comunica que ha puesto en marcha una estratagema a fin de que Aquiles vuelva a la pelea.

La escena 5.ª resulta clave: anticipa, en alguna medida, el resultado de esa tensión entre amor y guerra, entre pasión y violencia, entre deseo y realidad. Es ineludible reparar en las acotaciones que ilustran la escena: "Un lugar idílico en medio del bosque. En el escenario Aquiles y Pentesilea. Les separa una barrera de cristal [...] Intentan rozar sus manos y sus labios, pero la barrera impide el roce" (Ortiz, 2001, p. 33). El coro de la pasión canta antes de que la barrera caiga y los cuerpos se encuentren, pero otra acotación indica: "Atmósfera encantada e irreal. Todo transcurre en el mundo del deseo. Deseo de Aquiles y sueño de Pentesilea [...] algo que podía haber sido" (Ortiz, 2001, p. 34).

Es, pues, en un espacio idílico, pero irreal, donde los enamorados se declaran apasionadamente su amor: "Siervo tuyo soy que quiere ser comido", son las palabras de Aquiles, y a ellas responde la amazona: "Muerte de amor me das y no otra muerte quiero". Palabras que desplazan la cruenta costumbre de las amazonas al ámbito de una poética pasión y que hablan del poder destructivo del amor. Un amor, en este caso, que les aleja de la realidad hasta el punto de creer Pentesilea que su enemiga, la Gran Sacerdotisa, se ha rendido a sus razones -¡qué falsa ilusión!-, y de asegurar Aquiles que ha dado órdenes a sus generales para que abandonen las armas, y que Ulises, persuadido, está a su lado e intenta convencer a los demás -¡qué hermoso deseo!

Pero esta atmósfera de deseos y sueños se rompe con la conversación que Ulises y Agamenón mantienen en el campamento griego sobre el ardid ideado por el astuto héroe y la Gran Sacerdotisa, que, ante el estupor del rey, consiste en celebrar la boda de Aquiles y Pentesilea: "Quieren abrazos, tendrán abrazos" [dice Ulises] "Tú déjame a mí [...] He hecho un trato con la Gran Sacerdotisa" (Ortiz, 2001, p. 36). La realidad se impone. Amazonas y griegos aliados urden una estrategia a fin de continuar la guerra. No pueden tolerar la transgresión de su orden.

La obra llega a su fin. En la sexta y última escena tiene lugar la ceremonia nupcial; mientras preparan a la novia, esta conversa con Protoe, su aya. La reina de las amazonas defiende la libertad de elegir pareja y hace un alegato contra la intolerancia de quienes consideran la tradición como única verdad. La vieja aya, que sospecha que la Gran Sacerdotisa está tramando algo, piensa que esa boda es un "dislate y que no es bueno que las Amazonas rompan su tradición y convivan amigablemente con los hombres" (Ortiz, 2001, p. 38). Pentesilea, entonces, le responde: "Que cada cual se junte y goce con su media naranja de acuerdo con su deseo: hombre con hombre, mujer con mujer y varón con hembra. Elige tú y déjame elegir. La unión del hombre y la mujer no puede ser contraria a los dioses" (Ortiz, 2001, pp. 38-39). Pero la conservadora Protoe insiste: "No reniegues de la Ley de tus mayores [...] Lo que no puede ser, no puede ser" (Ortiz, 2001, p. 39). Un nuevo testimonio este de que quebrar la ley por amor, romper las barreras que la sociedad o los familiares imponen suele llevar consigo situaciones o acciones violentas.

En el bosque de las amazonas se celebra la ceremonia y todos beben. Ulises y la sacerdotisa ejecutan su plan. Esta ofrece a los novios unas copas en las que ha vertido un somnífero. Ellos, después de su noche de amor, caen en un profundo sueño. Pero, mientras duermen, un grupo de hombres, conducidos por Ulises, llevan a la tienda nupcial el cuerpo decapitado de un esclavo, devorado por una fiera, que dejan junto a Pentesilea en lugar de Aquiles, al que raptan.

Las amazonas, por su parte, cuchichean y ríen contando detalles de la noche de amor de los recién casados, hablan de los suspiros, los jadeos, los gritos y las risas. De pronto, sale de la tienda un alarido de espanto y aparece Pentesilea arrastrando el cuerpo desgarrado del esclavo. Cree -y, con ella, las demás amazonas- que, siguiendo su antropófaga costumbre, ha devorado a Aquiles después de la copulación. Enloquecida se maldice y maldice a su pueblo. La Gran Sacerdotisa, temerosa de que el enamoramiento de la reina cunda entre las mujeres guerreras, revela lo que ha sucedido. Aunque tal revelación es, en realidad, la mentira maquinada por ella, se convierte en la verdad oficial y, por tanto, en la única verdad. Y todas la creen:

Nuestra reina [declara] ha tenido que soportar unas nupcias no deseadas, entregándose en un simulacro a un hombre al que aborrece, lo ha hecho, sacrificándose por su pueblo, para que comprendieran que solo hay un camino [...] Habrá, como tantas veces, festín y nupcias tras la batalla. Primero nupcias y luego un festín, un festín, como el que acaba de recordarnos nuestra reina con su ejemplo y su valentía. (Ortiz, 2001, p. 42)

Pentesilea, incapaz de sobrellevar el terrible crimen que, engañada, está convencida de haber cometido con el esposo que le "hizo compartir durante horas algo parecido a la vida", abrazada a él, se da muerte, clavándose una flecha en el pecho.

El epílogo de la obra es el triunfo de la protección de las normas, del acatamiento de la tradición y de las costumbres sobre aquellos que osan traspasar los límites, que se atreven a no admitir la verdad que se les impone. Pero estas normas, esta tradición y estas costumbres son pura violencia que se opone frontalmente al amor sellado con la paz, que es el deseo de Aquiles y Pentesilea. Un sueño utópico, una "utopía sexual", como Doménech la llama (Ortiz, 2001), que contrasta con los intereses de las fuerzas poderosas que dominan.

Muerta la reina, la sacerdotisa susurra al oído de Protoe la verdadera razón de esa muerte: "quiso corromper a nuestras jóvenes e introdujo el desorden en estos bosques"; para, a continuación, ya en voz alta, difundir la mentira, que todas van a admitir: "ha dado su vida por nosotras, asqueada por haber yacido con hombre y gozado con él, aunque solo fuera una estratagema". Y concluye: "todo se ha restablecido".

Una situación similar se vive en el campamento griego. Aquiles, al despertarse y ver el lecho vacío, pregunta por Pentesilea. Ulises, que está a su lado, le hace creer que la noche de amor vivida ha sido un sueño; aunque aquel abriga alguna sospecha, acaba aceptando lo que este le cuenta: que Pentesilea perdió el sentido, se dio un banquete destrozando a un pobre esclavo y, saciada de su "macabro festín", se ha suicidado. También Aquiles, como le sucedió a la amazona, asume la mentira de Ulises y regresa a la batalla.

Las palabras de Ulises con las que el drama termina remiten a las pronunciadas por la Gran Sacerdotisa, su cómplice. El héroe, abrazado a Aquiles, sale del escenario diciendo: "las cosas son como son y, por lo general, están bien establecidas". "Todo está restablecido", dice ella. Música de guerra y relinchar de caballos se oyen antes de caer el telón.

De este modo la historia de amor entre Aquiles y Pentesilea, esa sugestiva imagen que la cerámica nos ha transmitido, donde coinciden trágicamente el amor y la muerte, es reescrita por Lourdes Ortiz para hacernos reflexionar sobre algo que, situado en la mítica tierra de amazonas y griegos, puede trasladarse a la actualidad. Una reescritura o lectura que parece tener, sobre todo, una clave social y política. La gran pasión de estos míticos personajes los convierte en terribles enemigos del poder, en subversivos que agreden al sistema. Todo intento de alterar o trastornar el orden establecido fracasa ante las maniobras de los poderes. El deseo de transformar un mundo violento, en el que el amor, el placer y la paz sean la norma, queda desplazado a un espacio onírico. Resulta un sueño irrealizable, una quimera.

Pero este drama invita, además, a otras reflexiones, como la que nace de las machistas manifestaciones de Ulises en las que justifica el uso de la fuerza para domar a la mujer, y que quieren ser, sin duda, un claro exponente de violencia doméstica. El texto, por tanto, no habla solo de la intimidación y fuerza que practican los poderes, sino de aquella que ejerce el hombre sobre la mujer cuando el amor se entiende como una relación de posesión y dominación y no entre iguales.

Todavía más, Lourdes Ortiz nos sitúa ante la violencia que en el ámbito amoroso o sexual puede efectuar la propia naturaleza en conflicto con las normas aceptadas por la sociedad. A Pentesilea se la obliga a no amar a un hombre, ya que los hombres son para las amazonas unos animales repugnantes a los que hay que derrotar y devorar, pero esa norma colisiona con su cuerpo y sentimientos de mujer. Por otro lado, Pentesilea sufre porque las costumbres de su pueblo han violentado su cuerpo, lo han castrado; su pecho vacío le produce inseguridad y dolor, un cierto rechazo de sí misma.
Por último, hallamos en esta pieza teatral la unión de estos dos conceptos antagónicos, amor y violencia, en esa declaración que Aquiles y Pentesilea se hacen en un lenguaje casi místico. Lourdes Ortiz juega intertextualmente con el relato de la brutal y macabra costumbre de las amazonas y el del enamoramiento de Aquiles al clavar su lanza en el pecho de Pentesilea, condensándolos, en un extraordinario ejercicio de síntesis y sensibilidad poética, en unas breves frases, las que salen del corazón de Aquiles: "siervo tuyo soy, que quiere ser comido"; y las de Pentesilea: "muerte de amor me das, y no otra muerte quiero darte". Esta declaración da cuenta del poder destructivo de la pasión, del intenso deseo de ser uno con el otro, hasta el punto de ser comido, de ser aniquilado por él. Más allá del sentido metafórico de estas palabras, en el drama de Ortiz se hacen realidad. Pentesilea se suicida por amor, al creer que ha devorado a quien amaba.

Y, haciendo mías las palabras que Fernando Doménech ofrece en el prólogo a esta obra, en Aquiles y Pentesilea el mito se reescribe para hacernos ver que, ahora como entonces, un mundo en el que "la norma sea el placer de seres libres e iguales y no la forma de dominación sexual en la que suele convertirse" (Ortiz, 2001) resulta imposible. Un sueño utópico.

Conclusiones

No quiero concluir sin destacar las dos ideas que parecen vertebrar las obras aquí expuestas de Lourdes Ortiz. Una es el enfrentamiento entre amor y violencia, violencia que la autora rechaza firmemente, pero que sale triunfante en un mundo de destrucción, de guerra y de muerte, movido por el ansia de posesión y amparado en una razón de Estado impuesta por la tradición de siglos. Y la otra, la presentación de la mujer como depositaria de la paz y del amor y que, como tal, es víctima de una sociedad patriarcal, de un mundo regido por hombres.

 

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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CASADO VEGAS, ALICIA (2004): "La destrucción o el amor. La obra dramática de Lourdes Ortiz", Acotaciones: Revista de Investigación Teatral, n.º 12, Real Escuela Superior de Arte Dramático, Madrid, pp. 33-44, <http://www.resad.es/acotaciones/acotaciones12/12casado.pdf> [14-10-2015].

GÓMEZ MARTÍNEZ, MIGUEL (2012): "Proyección argumental de "Circe" y "Penélope" en los relatos de Lourdes Ortiz" (trabajo fin de máster), Universidad Complutense de Madrid, <http://www.eprints.ucm.es/22973> [13-10-2015].

ORTIZ, LOURDES (1991): Los motivos de Circe. Yudita, edición, introducción y notas de Felicidad González Santamera, Editorial Castalia, Madrid.

ORTIZ, LOURDES (2001): Aquiles y Pentesilea. Rey loco, prólogo de Fernando Doménech, Colección Teatro Español Contemporáneo, n.º 13, IX Muestra de Teatro Español de Autores Contemporáneos, Alicante.

ZOVKO, MAJA (2010): "El mito y la figura femenina en la obra de Lourdes Ortiz", La Mancha, <http://www.delamanchaliteraria.blogspot.com/.../el-mito-y-la-figura-femenina-en-la,> [14-10-2015].

 

 

RECIBIDO: 14/1/2016
ACEPTADO: 28/4/2016

 

 

 

Carmen Gallardo. Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Autónoma de Madrid, España. Correo electrónico: carmen.gallardo@uam.es

 

NOTAS ACLARATORIAS

1. El enamoramiento de Aquiles se narra en la Etiópida, poema perdido atribuido a Arctino de Mileto, conocido a través de la Crestomatía de Proclo.

2. Así afirma Natalia Cancellieri (2005, p. 78).

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