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Universidad de La Habana

On-line version ISSN 0253-9276

UH  no.285 La Habana Jan.-June 2018

 

ARTÍCULO ORIGINAL

 

Unidad e integración en América Latina y el Caribe: desafíos para México

 

Unity and Integration in Latin America and the Caribbean: Challenges to Mexico

 

 

Ricardo Domínguez Guadarrama

Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México D. F.

 

 


RESUMEN

El análisis de ciertos hechos históricos producidos en las décadas del sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado, arrojan luz sobre los factores que condujeron al proceso integracionista latinoamericano del siglo XXI. Asimismo, se analizan a profundidad y en diálogo los mecanismos económicos y políticos que fueron impulsados desde Latinoamérica y el Caribe y aquellos propuestos por los EE. UU., sus condiciones y consecuencias para la región. Esta mirada académica a tal panorama político y económico, también cuestiona la posición de México en cada uno de los procesos y sus actuales relaciones con la región.

PALABRAS CLAVE: Latinoamérica, procesos integracionistas, posición de EE. UU. vs. a la integración latinoamericana y caribeña, mecanismos de unidad económica y política.


ABSTRACT

In this paper, some historical events occurring in the 1960s, 1970s, and 1980s of the 20th century were analyzed in order to determine factors in the Latin American integration process in the 21st century. Mechanisms for achieving economic and political unity proposed by Latin American and Caribbean countries, and the ones proposed by the United States are closely examined, as well as their terms and consequences for the region. This academic examination of such a political and economic scene also questions the stance taken by Mexico on every integration process, and the relation of this country with the region.

KEYWORDS: Latin America, Integration Processes, Stance of the United States vs. Latin American and Caribbean Integration, Mechanisms for Achieving Economic and Political Unity


 

 

La autonomía, elemento básico para la unidad en la integración regional

Aun en medio de fuertes presiones y contradicciones económicas que ponían en entredicho la idea integracionista, los años sesenta, setenta y ochenta del siglo xx dejaron sentadas las bases de un conjunto de propósitos para avanzar en los procesos de integración desde una perspectiva latinoamericana. La integración económica significaba una base sólida para la sustitución de importaciones, el desarrollo del comercio intralatinoamericano y la posibilidad de generar nuevas exportaciones para el mercado internacional (Urquidi, 2005, pp. 170-171), factores que fortalecían la conjunción de intereses en la región como elemento de unidad.

Esquemas como la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC), el Mercado Común Centroamericano (MCCA), el Pacto Andino (PA) y la Asociación de Libre Comercio del Caribe (CARIFTA), surgidos en los años sesenta, tenían como origen la libre autodeterminación de los pueblos. Su fracaso, sin embargo, lesionó su operatividad aunque no su lógica constructiva, es decir, la autonomía como objetivo político. Mantener un propósito común, comporta, por cierto, un mismo ideal que provee de sustento a la unidad. De ahí que la llamada regionalización de la sustitución de importaciones se pensara como ventaja para fortalecer las políticas económicas e industriales nacionales hacia mayores márgenes de acción y decisión en la política doméstica e internacional de los países participantes. Un rasgo común para la creación de este "integracionismo" en la región se puede encontrar en la etapa de mayor despliegue de la economía nacional y regional a partir de los resultados del Modelo de Sustitución de Importaciones (MSI).

A mitad de los años setenta, se creó el Sistema Económico Latinoamericano (SELA) y en 1980, la Asociación Latinoamericana de Integración (ALADI) que sustituyó a la ALALC. El primero de esos esquemas fue testigo de un profundo reacomodo internacional, provocado por la crisis del petróleo, de cierto relajamiento en las tensiones entre Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), así como un menor control sobre sus áreas de influencia. Ese ambiente generó la cooperación sur-sur, bajo la égida del llamado tercermundismo, donde los principios de la solidaridad y la justicia social se promovieron con entusiasmo (CEPAL, 1998, p. 657). En 1975, por cierto, los gobiernos de la región impulsaron una nueva resolución de la Organización de los Estados Americanos (OEA), por la que se levantó la prohibición de establecer lazos diplomáticos y económico-comerciales con Cuba, país que incluso ingresó al SELA en enero de 1976, ya que había sido aislado de la comunidad latinoamericana en 1962 y 1964. Otras iniciativas de carácter similar se establecieron en la región latinoamericana y caribeña, entre estas la empresa Naviera del Caribe impulsada en 1976 por varios países, incluido Cuba, México y Venezuela para incrementar el comercio intrarregional desde una base de autonomía con respecto a las potencias (Ojeda, 1986, p. 76).

Por su parte, la constitución en 1980 de la ALADI tuvo el mismo espíritu de unidad que los antiguos esquemas, aunque sus objetivos se limitaron a establecer mecanismos de preferencia comercial que facilitaran la negociación entre los países latinoamericanos y caribeños. La idea de un mercado común latinoamericano, sin embargo, había sido dejada de lado (Vázquez, 2008, p. 148). Varios fenómenos impusieron limitaciones al espíritu integracionista latinoamericano, incluso, el sustento político-ideológico de la integración se modificó. El tercermundismo vivió como contrapartida varios golpes de Estado en la región (Uruguay y Chile en 1973, Argentina en 1976). Las dictaduras militares, apoyadas por el gobierno de Estados Unidos, coincidieron en el poco interés de promover la integración regional, mientras que otros países promovieron políticas comerciales de forma bilateral con las potencias, especialmente con Estados Unidos. La política de seguridad nacional-regional que promovió la dictadura brasileña en los años setenta (Operación Cóndor), tuvo efectos concretos contra la idea de la unidad e integración latinoamericana, a pesar del triunfo revolucionario de Granada y Nicaragua en marzo y julio de 1979, respectivamente.

La segunda crisis del petróleo, precisamente en 1979, evidenció lo que era ya una realidad en toda la región; el agotamiento del Modelo de Sustitución de Importaciones. El sobreendeudamiento que habían seguido en su mayoría los países de la región para sostener el MSI y el necesario pago incrementado del petróleo hasta finales de 1980 o, en su caso, la excesiva producción de crudo a nivel internacional que provocó la posterior caída de su precio, llevó a los países productores como México a endeudarse de manera acelerada para cubrir el pago de intereses (Urquidi, 2005, pp. 387-397).

El tema del sobreendeudamiento en la región latinoamericana y la crisis económica internacional produjo la sustitución del modelo económico a nivel regional y mundial, que llevó a la reforma del Estado y a la adopción de un nuevo patrón de crecimiento y desarrollo económico a partir, por un lado, de lógicas de gestión empresarial dentro del ejercicio de los gobiernos (Aguilar, 2007, pp. 15-92) y, por otro lado, a una práctica política nacional e internacional negociadora de carácter más individual que de unidad, sin que ello liquidara las aspiraciones de autonomía. Una muestra clara fue la decisión de México -antes que todos- seguido de Argentina, Brasil y Colombia, de acordar unilateralmente con sus acreedores la renegociación de los plazos de pago, tasas de intereses y montos de su deuda externa, en contradicción con un esquema de frente unido que, aunque endeble y lleno de incertidumbres, se perfilaba entre los países latinoamericanos a través del Consenso de Cartagena surgido en 1986 como corolario de diversas acciones regionales iniciadas en 1983 para tratar en conjunto el tema de la deuda y el pago de intereses (Tussie, 2015, pp. 197-215).

Aun cuando el posible club de deudores latinoamericanos no se concretó, imprimió presión a los bancos estadounidenses, al Departamento del Tesoro de ese país, al Fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial y al Club de París que llevó a relajar su posición.

Mientras que los países latinoamericanos bajaron el tono sobre la intención de formar un "club de deudores", los acreedores de todas maneras miraron con preocupación a los atisbos de concertación. Así, intentaron neutralizar la jugada ofreciendo a México y posteriormente a Brasil -los dos deudores más poderosos del bloque- significativamente mejores condiciones de endeudamiento como parte de la denominada tercera ronda de negociaciones. Un par de meses después de Cartagena, México logró el primer acuerdo de financiación plurianual en términos bastante favorables y fue importante para el resto de los países ya que serviría como referencia para futuras negociaciones (Tussie, 2015, p. 206).

Los acreedores lograron el compromiso de los países de la región de adoptar diversas reglas de carácter comercial, económico y financieras como condición para renegociar sus adeudos pero, sobre todo, para otorgarles créditos frescos orientados a promover su crecimiento y desarrollo a partir de la apertura de sus mercados a la inversión extranjera en todos sus sectores productivos y de servicios. Las exigencias están contenidas en los planes de refinanciación de la deuda "Backer" y "Brady" (French-Davis y Devlin, 1993, pp. 13-14) que concluyeron en el hoy ampliamente conocido Consenso de Washington.

De cualquier modo, lo que se busca rescatar en este trabajo es el espíritu de consenso que prevalecía entre las naciones latinoamericanas, inclusive en medio de difíciles coyunturas económicas con consecuencias políticas de carácter nacional e internacional. El Consenso de Cartagena tenía entre sus propósitos lograr un acuerdo de carácter político con los acreedores sobre las tasas y tipos de interés de los montos adeudados, en razón de un principio de corresponsabilidad entre deudores y acreedores, además los participantes "solicitaban que las tasas de interés representaran verdaderamente los costos de mercado, la reducción de los costos de intermediación y otros relacionados, junto con la eliminación de comisiones y honorarios, y la reprogramación debía tener en cuenta un "porcentaje razonable" de los ingresos de exportaciones" (Tussie, 2015, p. 206).

Los esfuerzos de integración, bajo la lógica del consenso político que otorgara unidad regional, sufrieron un cambio radical con la llegada del nuevo patrón económico de producir para exportar, pero sobre todo, se enfrentaron a una nueva correlación de fuerzas muy desfavorable con la caída de la Unión Soviética y el empoderamiento de Estados Unidos, que significó el establecimiento de acuerdos comerciales de nueva generación a través de los Tratados de Libre Comercio bilaterales, subregionales y pretendidamente regionales como el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas (ALCA).

Pese a esa realidad que impuso una nueva lógica de acción individual para asegurar la inserción en las nuevas corrientes del comercio internacional, la idea de unidad mantuvo cierto hilo de preservación política por medio del Grupo Contadora y sus esfuerzos para solucionar la crisis centroamericana (Ojeda, 2007).1La diplomacia latinoamericana llevó al establecimiento del Grupo de Río el 18 de diciembre de 1986, a fin de dar continuidad a las gestiones frente a la situación centroamericana, pero, sobre todo, para mantener vigente la idea de hacer del diálogo y la concertación política los mecanismos idóneos para encontrar soluciones propias a las coyunturas nacionales y regionales de América Latina y el Caribe.

Durante 25 años el Grupo de Río mantuvo vigentes los principios políticos que le dieron origen, pese a ciertos periodos -sobre todo a finales de los años noventa y principios del siglo xxi-, que lo colocaron en la marginalidad del acontecer político de la región. En la misma década, la Cumbre Iberoamericana (octubre de 1991) y la Asociación de Estados del Caribe (julio de 1994), combinaron la aspiración política de la región con la realidad contundente del libre comercio. Aun con ello, los esfuerzos latinoamericanos reforzaron el espíritu de integración como unidad en la región. El ingreso de Cuba a esos dos mecanismos fue una muestra clara de ese hecho, pues representaron en pleno auge del neoliberalismo el retorno del gobierno revolucionario a la comunidad latinoamericana y caribeña, como respuesta clara al espíritu de Miami (Iniciativa de las Américas en 1990 y la Primera Cumbre de las Américas o Cumbre de Miami de 1994 donde se lanzó la idea de suscribir el ALCA) (Suárez, 2006).

La recuperación del papel del Grupo de Río, en el sentido de mantener vivo el esfuerzo de integración como resultado de la unidad latinoamericana, en tanto aspiración ideológico-política, estuvo influenciada por la llegada de fuerzas progresistas a distintos gobiernos en la región, cuyo comienzo remite necesariamente al triunfo electoral de 1998 en Venezuela del Movimiento Quinta República, encabezado por Hugo Chávez Frías y su política bolivariana de solidaridad, cooperación flexible y promoción de las ventajas cooperativas como principio del intercambio comercial entre los países de la región (Domínguez, 2013). Hay que añadir la inclusión de los principios revolucionarios de Cuba en la estrategia nacional e internacional de Venezuela a partir de 1999.

Esquemas como el Acuerdo de Cooperación Energética de Caracas, que derivó, por un lado, en la salida de Venezuela del Acuerdo de Cooperación Energética para países de Centroamérica y el Caribe (Acuerdo de San José), suscrito con México en agosto de 1980 y, por el otro lado, la ampliación de los países beneficiaros, incluido Cuba, y la modificación del esquema para hacer más flexible y viable la adquisición de petróleo a los participantes, mostraron la nueva tendencia del renovado integracionismo regional. Le siguieron proyectos con el mismo espíritu a través de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) impulsado por Venezuela y Cuba en 2004, al que se sumó el Tratado de Comercio de los Pueblos propuesto por Bolivia. En el mismo 2004 se estableció la Comunidad Suramericana de Naciones (CSN), que se transformó en 2008 en la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR); un esquema que conjuntó a los 10 países del Cono Sur, más Surinam y Guyana, con amplios objetivos de integración y unidad (UNASUR, 2004).

La primera década del siglo XXI fue para América Latina y el Caribe, el escenario que permitió la recuperación de la integración como concreción de los esfuerzos autónomos de la región, para traer de nueva cuenta como ideario político-ideológico la unidad, como había sido planteado históricamente. Un signo de la nueva coyuntura latinoamericana está representado por la resolución "AG/RES. 2438 (XXXIX-O/09)", que la Organización de los Estados Americanos adoptó el 3 de junio de 2009 en San Pedro Sula, Honduras, por la que "se deja sin efecto la Resolución VI adoptada el 31 de enero de 1962 en la Octava Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores, mediante la cual se excluyó al Gobierno de Cuba de su participación en el Sistema Interamericano" (OEA, 2009). Una muestra más, fue el ingreso de Cuba al Grupo de Río un año antes y la transformación de dicho esquema en la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en diciembre de 2011, en Caracas, Venezuela. La CELAC es la culminación de un largo proceso hacia la autonomía como principio político-ideológico para la integración, pero el inicio también de otra etapa hacia la consolidación de dicha aspiración.

La recuperación del ideario político-ideológico latinoamericano hacia la integración a partir del afianzamiento de la autonomía como elemento fundamental de la unidad, no ha estado exento de obstáculos, no solo por la diversidad de intereses de cada país, sino por sus compromisos con terceros -principalmente con Estados Unidos-, por sus diferencias estructurales y por la tensión interna entre sus fuerzas políticas y económicas que ha llevado a retrocesos en su reconstrucción como lo muestran los golpes de Estado "suaves" y modernos: en Honduras, el 28 de junio de 2009 (25 días después de la resolución de la OEA a favor de Cuba); en Paraguay, el 22 de junio de 2012; y en Brasil, el 12 de mayo de 2016. Habría que agregar a la lista el golpe de Estado fallido en Venezuela, el 11 de abril de 2002, y los intentos continuos de desestabilización en Bolivia, Ecuador, Venezuela y Argentina. El regreso de las fuerzas reaccionarias de la derecha en el continente intenta socavar el espíritu autónomo hacia la unidad y la integración de la región.

Unidad e integración autónoma. Los desafíos para México

Tiempo y espacio son elementos insoslayables para establecer parámetros sobre el entendimiento de la actuación regional de México y la toma de posición de acuerdo con sus principios de política exterior; factores para un análisis de tipo arqueológico ante los procesos de integración latinoamericanos en sus distintas etapas. Y si bien puede observarse pasividad y activismo, continuidad y cambio en el quehacer regional e internacional de México, existen circunstancias de orden geográfico, geopolítico y geoeconómico (Rocha, Loza y Morales, 2014) que le exigirían mantenerse en la cuerda del equilibrio diplomático, político, económico y, últimamente, cultural, entre Estados Unidos y América Latina o bien entre las potencias y la periferia.

La política exterior de México ha tenido diversas fases (Ojeda, 1986; 2006; Castañeda, 1982) y, si partimos de los años sesenta a la actualidad, se pueden identificar tres de ellas. Como herencia del largo proceso histórico en busca del reconocimiento internacional y, por tanto, del respeto a su existencia como nación libre y soberana, el quehacer internacional mexicano estuvo destinado a fungir como escudo frente a la injerencia externa en los asuntos internos del país. La construcción y consolidación del Estado mexicano tuvo en los principios de su política exterior y, por concomitancia, en los del derecho internacional, un instrumento de defensa y salvaguarda de su soberanía entre las naciones. Esta primera etapa se puede observar hasta la década de los años ochenta del siglo xx.

La protección de la vida nacional, es decir, mantener la capacidad de tomar decisiones sobre sus intereses nacionales e internacionales, se sostenía del ordenamiento nacional y del internacional, por un lado, y del fortalecimiento de sus estructuras internas y de la conjunción de intereses con los países de la región latinoamericana y caribeña, por el otro. La confrontación entre Estados Unidos y la URSS desde los años cuarenta hasta principios de los noventa del siglo pasado, ofreció a México un escenario internacional más o menos permanente, en el que las posiciones extremas de ambas potencias servían para refrendar -con los principios de la política exterior en mano- la importancia de preservar el derecho internacional para mantener la paz y la convivencia entre las naciones. El tema de la Revolución cubana, los golpes militares en la región y las agresiones de las potencias contra países de la periferia, consolidaban la postura y vigencia de la política exterior de México.

La otra pinza de su defensa nacional a partir de su quehacer regional estaba circunscrita al Modelo de Sustitución de Importaciones, no solo como política económica, sino como instrumento para la integración latinoamericana cuya base ideológico-política promovía la autonomía como factor fundamental de la unidad regional. Se trataba, de hecho, de un modelo que permitía a México buscar, junto con América Latina y el Caribe, el fortalecimiento de su poder nacional/regional, es decir; fortaleza institucional, estabilidad política y social, desarrollo y crecimiento económico y prestigio nacional e internacional (Arenal, 1987; Hartmann, 1994; Morguenthau, 2000). Otros factores del poder nacional, como lograr una fuerza militar de importancia, no figuraban en el interés nacional de México, una de las ventajas o desventajas de su posición geográfica y condición geopolítica y geoeconómica.

En ese contexto, no extraña el acompañamiento mexicano a los procesos de integración latinoamericana y caribeña de los años sesenta y, sobre todo, los de los años setenta (dado el tercermundismo como política oficial de México), así como en los años ochenta, específicamente su actuación en el Grupo de Contadora, el Grupo de los Ocho (Contadora más el Grupo de Apoyo) y el Grupo de Río. La caída del socialismo, el derrumbe de la URSS y la desintegración del campo socialista, tuvieron, sin embargo, un efecto concreto en la vida política nacional e internacional de México, cuyas consecuencias muy probablemente se hayan resentido más que en otros países de la región, dada su vecindad con Estados Unidos. El concepto de soberanía para el gobierno mexicano inició un proceso de transformación como resultado de las negociaciones para superar la crisis de la deuda y del Modelo de Sustitución de Importaciones en conjunto.

La negociación individual que asumió frente a los acreedores, derivó como se sabe en la adopción a partir de 1983 de severos programas de ajuste económico y financiero -acordados con el Fondo Monetario Internacional (FMI)- y en su ingreso al Acuerdo General de Aranceles y Comercio (GATT) en julio de 1986, que llevaron a la liberación de la economía nacional y a una acelerada apertura al capital extranjero.

Así, la reestructuración de los sistemas productivos de los países desarrollados coincidió con la reforma económica de los países endeudados impulsada por el FMI y el Banco Mundial. De esa manera, se da una confluencia de intereses entre los grupos económicos y financieros más transnacionalizados de los países desarrollados y los grupos económicos internos que ven en la liberalización y en el "modelo exportador" una posible salida de la crisis (Guillén, 2001, p. 41).

El proceso de cambio que sufre entonces la noción de soberanía se debate entre la fortaleza de la Nación a partir de un nuevo modelo económico, que da paso a la iniciativa privada interna e internacional como motor del crecimiento y desarrollo del país (es decir; el traspaso de la definición y ejercicio del interés nacional de la burocracia financiera -conformada dentro del ideario de la Revolución mexicana- a sectores empresariales nacionales sin las ataduras ideológicas del pasado), en lugar de refortalecer la gestión del gobierno. Incluso con ello, se mantiene la necesaria conjunción de intereses con América Latina y el Caribe para hacer de la capacidad autónoma regional (a través de la creación y activo trabajo en el Grupo de Contadora, Grupo de Apoyo a Contadora, Grupo de los Ocho y finalmente en el Grupo de Río), una palanca de equilibrio y fortalecimiento político en favor de la vieja guarda nacionalista en su confrontación con las nuevas corrientes tecnocráticas en México.

Derivado de esa tensión interna, a la que se suma la fuerte presión de ciertos sectores de la comunidad internacional, especialmente de Estados Unidos, el gobierno mexicano debió establecer "candados" a su actuación internacional, una de las lecturas que puede darse a la reforma constitucional del Artículo 89, Fracción X de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, para incorporar los siete principios básicos de la política exterior (no intervención, autodeterminación de los pueblos, solución pacífica de las controversias, proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, igualdad jurídica de los Estados, cooperación internacional para el desarrollo y la lucha por la paz y la seguridad internacionales), cuyo decreto se promulgó en el Diario Oficial de la Federación el 11 de mayo de 1988 (Gómez-Robledo, 2001, pp. 198-200).

El complejo escenario político-electoral que se vivió en julio de 1988, fue una clara muestra de la ruptura del bloque en el poder como consecuencia de la agudización de la crisis económica del país, de los arreglos con el FMI y del consecuente descontento social (González y González, 2014, pp. 234-236). Pese a ello, avanzó el fortalecimiento de la nueva clase política y económica en el país, la que empezaría a inclinar la balanza de la política exterior hacia los países desarrollados. Esta segunda etapa de la política exterior mexicana tuvo una duración de aproximada de veinticinco años, es decir, entre 1983 y 2008. Un proceso que, pese a todo, no representa una ruptura tajante ni el inicio de los nuevos parámetros internacionales de la actuación de México, sino un lento pero continuo proceso de distanciamiento, aunque no definitivo, del espíritu integracionista de América Latina y el Caribe, en los términos político-ideológicos de los que se ha venido argumentado hasta ahora.

Un momento avanzado de esta etapa se da en los años noventa del siglo pasado. El nuevo grupo en el poder se consolida, aunque la confrontación interna, por un lado, y la necesaria conjunción de intereses con América Latina y el Caribe, por el otro, determinan la continuidad de la incertidumbre en la política exterior mexicana. En 1990 el gobierno de México establece la necesidad de asociarse con Estados Unidos y Canadá, una reacción casi inmediata ante los propósitos de la Iniciativa de las Américas de esa misma fecha. Entre ese año y el 2008, México se comprometió completamente con la agenda económica, comercial, financiera y política de Estados Unidos (promoción del libre comercio, de la democracia, de los derechos humanos y la lucha contra el narcotráfico).(2)

El concepto de soberanía adquirió entonces su nuevo significado; no radicaba más en mantener a México a salvo de la injerencia internacional, sino en su capacidad soberna de aceptarla, particularmente para participar en la construcción y apoyo de la nueva agenda internacional.(3) Así, la política exterior dejó de ser aquel escudo ante las potencias, para convertirse en el canal de transmisión de los valores internacionales y establecerlos como temas de la agenda nacional. Esa lógica la promovió entre los países de América Latina y el Caribe a través del Mecanismo de Diálogo y Concertación con Centroamérica, Mecanismo de Tuxtla (enero de 1991), las Cumbres Iberoamericanas (octubre de 1991) y la Asociación de Estados del Caribe (julio de 1994). Esquemas que promueven el libre comercio, la apertura de mercados a la inversión extranjera y, al mismo tiempo, la promoción de la democracia, los derechos humanos y el combate contra el narcotráfico, una agenda que debía ser acordada a través del diálogo y la concertación políticas para aceptar, de manera libre y soberana, la injerencia de las organizaciones internacionales en los asuntos internos de los Estados, a fin de constatar que la nueva agenda internacional era plenamente compartida y promovida al interior de cada Estado.(4)

En ninguno de esos esquemas participó Estados Unidos, pero Cuba sí. De hecho, fue el regreso del gobierno revolucionario a los mecanismos de diálogo y concertación de América Latina y el Caribe que no sucedía desde mediados de los años setenta del siglo xx. La ausencia de Washington y la presencia de Cuba imprimió visos de autonomía al proceso de integración regional promovido por México, aunque se impulsaba la agenda estadounidense. Esa misma dinámica se observó en la relación con Cuba: por un lado se promovió su participación regional (incluso ingresó a la ALADI en 1998 a iniciativa de México), al tiempo que se le envió petróleo en los años más difíciles para la Revolución (1991-1994) -a pesar de la Ley Torricelli que Estados Unidos promulgó en octubre de 1992 para internacionalizar el bloqueo a la Isla-, pero, por el otro lado, se le buscó comprometer con la promoción de la democracia y los derechos humanos (políticos, no sociales ni económicos) a través de las declaraciones de las Cumbres Iberoamericanas y de la AEC. Al mismo tiempo, el gobierno mexicano inició relaciones abiertas con la Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA), representante del exilio radical cubano en Estados Unidos.(5) México fue un fuerte promotor también de las negociaciones de paz entre el Frente Farabundo Martí para la Liberación (FMLN) y el Gobierno de El Salvador y entre la Unión Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG) y el Gobierno de Guatemala, claras muestras de la era democrática en la región.

La nueva concepción de la soberanía nacional requirió cambios institucionales y de conciencia político-ideológica de la mayor importancia.

En 1992 se publicaron en el Diario Oficial de la Federación las reformas constitucionales al artículo 27 en materia agraria (6 de enero). El 28 de ese mismo mes aparecieron en la misma publicación oficial tres decretos de reformas: el primero a los artículos 3.º, 5.º, 24 y 130, preceptos que constituyen el bloque constitucional de regulación de las relaciones del Estado con las Iglesias; el segundo al artículo 4.º, en materia de reconocimiento pluriétnico de nuestro país, y el tercero al artículo 102 respecto de la consagración de la CNDH a nivel fundamental (Hernández, 1992, p. 102).(6)

Adicionalmente, el 23 de diciembre de 1993 se promulgó una nueva Ley del Servicio Exterior Mexicano que, por un lado, formalizó la marginación de la Secretaría de Relaciones Exteriores en el quehacer internacional del país y, por el otro, impulsó la nueva diplomacia comercial del país con el llamado a retiro de los viejos diplomáticos nacionalistas. Hasta los primeros años del siglo XXI pareció que el desarrollo de las fuerzas del mercado a nivel nacional, regional y mundial le daban la razón al gobierno mexicano, pues todas las naciones latinoamericanas acordaron tratados de libre comercio y reforzaron otros acuerdos de complementación económica de manera bilateral, regional y extra-regional.

Empero, la crisis financiera en Estados Unidos que inició en el año 2000 y que estalló en 2008 (Dabat, 2009, pp. 39-74), los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, la guerra contra el terrorismo y, sobre todo, las negativas consecuencias microeconómicas, sociales y políticas del libre comercio (Katz, 2000, pp. 5-50), sumado al crecimiento constante de las importaciones latinoamericanas al mercado chino desde 2004 y los acuerdos de cooperación en distintas materias entre la Federación Rusa con Venezuela, Cuba, Nicaragua y otras naciones, significaron cambios de la más amplia envergadura para la región y, a la postre, para México.

El retorno del papel del Estado en la economía y la política social impulsada por las fuerzas progresistas de la región que se hicieron de la mayoría de los gobiernos latinoamericanos y caribeños durante los primeros años del siglo xxi (Stolowicz, 2007), significó la recuperación del ideario político-ideológico hacia la autonomía para estimular la integración, mientras que México siguió impulsando el libre comercio y la ya no tan nueva agenda internacional. Su política exterior pretendió modernizarse para imprimirle un aire de novedad que en realidad no tenía. No obstante, se pretendió hacer a un lado sus principios básicos y logar una mayor efectividad del ejercicio internacional a través del "bilateralismo-multilateral" (Castañeda, 2001). En realidad la política exterior se radicalizó y generó, entre otras cosas, un profundo distanciamiento con América Latina y el Caribe (Luiselli y Rodríguez, 2006, pp. 317-353). A pesar de algunos intentos por recuperar el papel jugado en la década de los años noventa y en los dos primeros años del nuevo siglo,(7) para el 2006 el gobierno mexicano se encontraba prácticamente aislado de la región, con una política exterior totalmente desprestigiada.

La inevitable recuperación discursiva sobre la pertenencia de México a la familia latinoamericana respondió a dos circunstancias muy particulares. Por un lado, al aislamiento regional y a la crisis financiera estadounidense, por el otro, a la confrontación política interna que debilitó la institucionalidad en el país y, con ella, la imagen del presidente. Entre 2006 y 2008 se dio un proceso de revisión y de reconversión en la política exterior mexicana, que tomaría impulso a partir de 2008 con un mayor empuje hacia el 2013. Hay en los hechos una vuelta al pasado, se recobra el principio de la pluralidad ideológica como eje articulador de la política exterior (instaurada en los años setenta, durante el tercermundismo) y una recuperación de los principios de la política exterior como ejes conductores del quehacer internacional, aunque, como en el pasado reciente, no es tajante esta postura ni tampoco se hace a un lado la promoción del libre comercio. Podría decirse, en todo caso, que se registra una tendencia a recuperar la lógica y la práctica internacional de los años noventa, la capacidad soberana de decidir y aceptar la agenda internacional, por un lado, y a mostrar acompañamiento con América Latina y el Caribe, por el otro.

Eso es lo que caracterizará a la política exterior mexicana hacia América Latina y el Caribe en esta tercera etapa que comienza en 2008 y que se extiende hasta el presente. Algunas de esas acciones que merecen resaltarse son: la reactivación del Grupo de Río, en 2008 durante la Secretaría Pro Témpore a cargo de México, el ingreso de Cuba ese mismo año; el impulso para la creación de un mecanismo que incluyera a toda la región; la realización de las Cumbres sobre Integración, Desarrollo y Unidad en el marco del G-Río y el mismo establecimiento de la CELAC en 2011, que se conjuga con la conformación del Acuerdo del Pacífico (un TLC de nueva generación con Perú, Colombia y Chile) y con una estrategia político-diplomática que privilegia el bilateralismo, a fin de evitar inmiscuirse en esquemas como el ALBA o el Tratado de Comercio de los Pueblos. Al mismo tiempo, el gobierno mexicano apoya la permanencia de la OEA como el foro de excelencia en la región, en detrimento de otras posturas que pretenden hacer de la CELAC el órgano de consulta, diálogo y concertación política privilegiado, así como el instrumento que posibilite la integración y unidad latinoamericana y caribeña, dada su creación como ente autónomo e independiente de Estados Unidos.

Cuba es otra vez la muestra de la dualidad que vive la política exterior mexicana en la región, tanto en el ámbito bilateral como en el multilateral. Desde el 2013 se recuperó el carácter histórico de amistad y hermandad entre los pueblos y gobiernos de México y Cuba y ambos presidentes han realizado una visita de Estado. No obstante, la política hacia Cuba se inscribe en dos escenarios: a) en el proceso de normalización de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos y b) en el proceso de modernización de la economía cubana, cuyas esperanzas están cifradas en el establecimiento de una economía de mercado. Y con respecto a la región, la política exterior mexicana espera el resultado del reposicionamiento de la derecha en diversos países para determinar su actuación.

En suma, se trata de un reajuste para mantener el carácter moderno de la política exterior de México en la etapa neoliberal, en la que la soberanía se mantiene como la capacidad de decidir el escrutinio internacional, por un lado, y alentar el libre comercio y la "nueva" agenda internacional, por el otro. Así, en tanto se mantenga en un estado incierto el futuro político y económico de la región, debido al retorno de las fuerzas de derecha que protagonizan la destitución temporal de la presidenta de Brasil, la presión contra el presidente de Venezuela y el proyecto revolucionario, la reconversión económica en Argentina y los procesos electorales que no parecen favorables a las fuerzas progresistas, la política exterior de México no tomará un rumbo distinto a lo que ha sido en los últimos treinta y cuatro años, aunque con los matices que se han mostrado entre la primera y tercera etapa desarrolladas en este artículo.

 

 

Referancia Bibliográfica

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RECIBIDO: 12/3/2017
ACEPTADO: 28/5/2017

 

Ricardo Domínguez Guadarrama. Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México D. F. Correo electrónico: guadarrama_r@hotmail.com


Notas aclaratorias

1. Hay aquí un corrimiento en la idea que genera unidad a partir de la integración, pues la actuación nacional-individual que impone el neoliberalismo, supuso distanciar lo económico de lo polítco, cuando en realidad, en el proceso de integración latinoamericana una no se entiende sin la otra.
2. En 1992 firmó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte con Estados Unidos y Canadá, que entró en vigor el 1 de enero de 1994. Cuatro meses después del comienzo de aquel, México se integró a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el mismo mes en que salió del Grupo de los 77, una organización de países subdesarrollados. En 1993, había ingresado al Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC, por sus siglas en inglés).
3. La señora Robinson, que por primera vez visitó México en noviembre de 1999, expresó su "preocupación por las violaciones a los derechos humanos más básicos". La funcionaria de la ONU, dijo que: "el Presidente Zedillo, firmó una carta de intención en la cual su gobierno se compromete a solicitar asesoramiento y cooperación técnica a la ONU para mejorar la situación de los derechos humanos en el país. El Presidente Zedillo fue muy abierto al reconocer que hay dificultades, aunque espero que esta carta sirva de base para que mi oficina pueda intervenir más directamente en México" (EFE, 1999).
4. Otros esquemas de integracion económica subregionales fueron modernizados o creados bajo los preceptos del libre comercio, tales como: la Comunidad del Caribe, el Mercado Común Centroamericano, el Sistema de Integración Centroamericana, la Comunidad Andina de Naciones y el Mercado Común del Sur. De hecho, se puede señalar que esa lógica integracionista en la región, con amplia compatibilidad con los objetivos de México, se agudizó hasta los primeros años del siglo XXI, con el cúmulo de tratados de libre comercio bilaterales y subregionales que suscribieron todos los países de América Latina y el Caribe.
5. En 1992 el presidente de la FNCA, Jorge Mas Canosa, y Carlos Alberto Montaner, disidente cubano radicado en España, fueron invitados al Palacio Nacional (sede de la Presidencia de México), a fin de sostener una entrevista con el presidente mexicano. La prensa de ese tiempo calificó ese hecho como el proceso de descubanización de la política exterior cubana.
6. Los campesinos quedaron en libertad de vender o arrendar sus tierras ejidales. El desapego a la tierra significó un cambio identitario en la población en relación con la lucha social agraria, sobre todo, se enterró uno de los fundamentos que dieron origen a la Revolución de 1910: "tierra y libertad". Las reformas al articulo 3.º incluyeron la participación de la iniciativa privada en la elaboración de textos sobre la historia de México, como consecuencia se dieron dos cambios fundamentales en los mismos: "la pérdida del territorio nacional en 1848 que se debió a una mala negociación del entonces presidente Antonio López de Santa Ana y, segundo, Estados Unidos no es enemigo de México sino un socio comercial". En 1992 México y el Vaticano restablecieron relaciones diplomáticas y las visitas del Papa Juan Pablo II coadyuvaron a calmar el clamor de la sociedad contra el gobierno.
7. México se ofreció como facilitador del diálogo entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el gobierno de ese país, cuya participación no duró más de un par de meses, pues la confrontación con Cuba provocó que las FARC agradecieran la participación mexicana. Su estrategia internacional bajo el "bilateralismo-multilateral", lo llevó a proponer el Plan Puebla Panamá, en noviembre de 2000, y la Conferencia del Caribe sobre Delimitación Marítima, en 2001, sin mayores repercusiones. En 2004 sufrió el rechazo de Venezuela y Brasil, que se opusieron al ingreso de México a la CAN y al Mercosur, respectivamente.

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