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Universidad de La Habana

versión On-line ISSN 0253-9276

UH  no.288 La Habana jul.-dic. 2019  Epub 10-Sep-2019

 

Artículo Original

Alzheimer y savoir-faire: dos lecciones de cine y una estética de la contrahistoria

Alzheimer and savoir-faire: two lessons of cinema and an esthetics of counter-history

Ronald Antonio Ramírez Castellanos1  * 

1Departamento de Estudios Lingüísticos y Culturales, Facultad de Español para No Hispanohablantes, Universidad de La Habana, Cuba.

Resumen

En este ensayo de análisis fílmico emprendo un acercamiento al hecho histórico en dos películas recientes: The Darkest Hours (Las horas más oscuras, 2017) del británico Joe Wright y Dunkirk (Dunkerque, 2017), del también inglés Christopher Nolan. Ambos filmes refieren la evacuación de las tropas aliadas sitiadas en el puerto de Dunkerque por la poderosa maquinaria bélica de la Alemania nazi, durante la Segunda Guerra Mundial. Mi interés en este análisis es demostrar cómo la función estética de estas películas articula un discurso a contracorriente que no siempre favorece el desmontaje de la ideología dominante en su interpretación del hecho histórico. En su proceso de reescritura de la Historia, magnifican la imagen-país, su cultura y figuras notables, lo cual las coloca entre el mito y la leyenda. Ambos filmes, en el presente, secundan la intencionalidad política de ponderar la reproductibilidad del discurso hegemónico y el privilegiado estatus sociopolítico de Londres en el escenario mundial, favorables a los intereses nacionales.

Palabras clave: The Darkest Hour; Dunkirk; cine; historia; ideología

Abstracts

I undertake an approach to the historic fact in two recent films in this essay of film analysis: The Darkest Hours (2017) by the Britisher Joe Wright and Dunkirk (2017) by also English Christopher Nolan. Both films take like narrative epicenter the stool of the allied ranks laid siege to at Dunkerque's port by the powerful warlike machinery of the Germany Nazi during Second worldwide war. My interest in this analysis is to demonstrate how the esthetic of these films is able to articulate a discourse against the stream that not always dismounting of the dominant ideology in his interpretation of the historic fact. In his rewriter process of history, country, his culture and notable figures these films magnifying the image, placing them in the interregnum of the myth and the legend. Overall sights, both films, in the present, back up the political intentionality to ponder the reproductibility of the hegemonic discourse and the privileged sociopolitical status of London at the worldwide scene, favorable to the national concerns.

Keywords: The Darkest Hour; Dunkirk; cinema; history; ideology

El cine solo ahora comienza a encontrar su camino como medio para la historia. Natalie Zemon Davis

Post-truth

Walter Benjamin (1970) advirtió la necesidad de establecer un «principio constructivo» cuando se estudia, en toda la compleja magnitud de sus relaciones causales, los hechos y procesos sociales del pasado histórico; confrontarlo mediante un acercamiento crítico -previa selectividad del hecho, la obra, el personaje, etcétera- a sus problemáticas más neurálgicas, de manera que pueda revelarse y comprenderse de un modo eficaz la Historia en el presente. Lo que plantea el filósofo alemán no es una cuestión simple. Benjamin reconocía en la categoría de «pasado histórico» una noción de incompletitud semántica que el rezago del historicismo positivista de inicios del siglo xx era incapaz de percibir en los estudios efectuados hasta ese momento.

Para él, el pasado histórico no constituía una imagen exactamente acabada, sino un «instante de cognoscibilidad» ante el cual el analista podía asomarse, dado su carácter latente, vivo, pluridimensional -hablaba de varios pasados interactuantes, según las versiones de los actores sociales que lo hicieron posible-, y que a su vez se enriquece con cada acto del presente, no importa que ese acontecimiento en la genealogía del devenir histórico haya ocurrido hace mucho tiempo. En la medida en que el aquí-ahora sea capaz de añadir nuevos lexemas de significación, el conocimiento del pasado histórico se torna más nítido, afloran nuevos modos de interpretar el hecho que en otra época no fueron, incluso, tenidos en cuenta.

Esta hermenéutica revolucionó en gran sentido los estudios filosóficos, historiográficos y también del arte, al colegiar las posturas ambivalentes de los discursos de vencedores y vencidos en torno a la interpretación del pasado histórico y, claro está, las tensiones que entre ambos determinan el costado donde se apoyará la ideología dominante, la llamada «historia oficial». La posibilidad de quebrantar toda pretensión hegemónica, casi siempre distorsionadora, de la veracidad, según las conveniencias de los grupos elitistas de poder, prevalece en la fórmula benjaminiana del «cepillo a contrapelo», de la revisitación constante a partir de un criterio de fractalidad en la documentación observacional -diríamos hoy, la observación heurística, de tipo indirecta- que apueste por un discurso de la alteridad, despojado de toda postura no militante con la objetividad histórica. Se trata, en síntesis, de una lectura a contracorriente que tiende a la desmitificación del epos, al desmontaje de los grandes relatos de conquistadores y vencedores secularizados por la ideología dominante.

Una episteme de la contrahistoria (Foucault, 1992) que sustituya a la historia oficial por una historia real, apreciada en toda su complejidad de luces y sombras, ha tenido ecos significativos en los estudios contemporáneos relacionados con la historia, el cine y la cultura. Desde la concepción de la categoría de cine histórico como «tipo de pensamiento experimental sobre el pasado», de Zemon Davis (2012), hasta los más recientes aportes de Mitchell (2006, 2009) en el terreno de la cultura visual, la urdimbre teorética asienta el prisma casi siempre sociológico -explícitamente, el enfoque sociocultural en los nexos transdisciplinares de las ciencias sociales y humanísticas- que desarrollaron especialistas, críticos y académicos, como Bordwell (1996), Ferro (1995), Sorlin (1985), el propio Benjamin y una larga lista de estudiosos. Ellos explicaron los vínculos entre cine y sociedad, y el modo en que las películas de temas históricos visibilizan la propia conciencia del fenómeno, según los conceptos y representaciones que las ciencias sociales construyen de los hechos, y la forma en que asumen ideológicamente ese pasado (Ferro, 1995; Zemon, 2012).

La noción del texto fílmico como tamiz ideológico encuentra antecedentes notables en otra obra de Benjamin (2003), en la cual postula su teoría del consumo cultural en la modernidad y el papel preponderante del cine, visto entonces en su desarrollo incipiente como industria. En ese terreno, la función social del arte, dado el carácter de reproductibilidad que le asignaban los avances tecnológicos, quedaba subvertida, supeditada a una praxis política que, por un lado, fomentaba los intereses nacionales pautados por el discurso de los grupos elitistas de poder -sociales, políticos, económicos-; por otro, la internacionalización de su alcance y rentabilidad en tanto industria. Sorlin ha insistido en esta idea en el ámbito propio de la sociología y la historia, al hacer énfasis en los mecanismos ideológicos del cine que buscan perpetuar su capacidad de control, vinculada a procesos sociales más amplios (Goyeneche-Gómez, 2012); de ahí que, al efectuar un acercamiento a la obra fílmica en sus interrelaciones con la historia y la cultura, insta a discernir el modo en que las películas tienden a reproducir y reforzar estereotipos sociales, ideologías de poder, etcétera, con respecto a los procesos históricos del pasado.

Las pautas para un análisis desde el prisma de una sociología del cine y su función ideológica en la cultura y la Historia condicionan el hecho fílmico no solo como obra de arte en sí, sino también, en palabras de Mitchell, como una «construcción cultural» cuya significación va mucho más allá de su valor específicamente cinematográfico, sobre todo «por el acercamiento sociohistórico que permite» (Ferro, 1995, p. 39). La propuesta operacional de Ferro requiere comprender la obra cinematográfica en tanto texto para analizar la realidad histórica representada, el modo en que su resultado estético efectúa una rescritura del pasado (nivel sintáctico) y dilucida posibles vías de recepción (nivel pragmático) de los procesos sociohistóricos que aborda. Esto conlleva a observar el filme también como vehículo «creador» de la historia, o sea, esa capacidad de reelaborarla a partir de lo que Zemon Davis (2012) considera los modos, conceptos y representaciones que, desde el discurso oficial hegemónico, influyen en las interpretaciones históricas de los cineastas. En este segundo punto, no creo pertinente circunscribir el análisis fílmico a la noción de «realismo», ni a sus técnicas de construcción de la veracidad histórica, teniendo en cuenta apenas su grado de objetividad y fidelidad en relación con el suceso; lo que se trata es de atender a la función ideoestética de la película para exponer no solo cómo ejecuta su acercamiento al pasado histórico, sino también el alcance sociocultural que implica, el porqué lo hace. Según Ferro, lo anterior conduce a una valoración más integral de las interpretaciones estéticas que, sobre los hechos históricos, implementan los realizadores en sus obras.1

Es útil recurrir a la hermenéutica textual simbólica (Prada Oropeza, 2010) para diseccionar el contenido ideológico del filme, asumido en tanto texto significante que comprende significados culturales, filosóficos, sociales y psicológicos (Metz, 1971) y se enmarca en el fenómeno cinematográfico como hecho sociocultural multidimensional, ya sea económico, político, social, histórico y tecnológico (Peidro, 2017, p. 272), cuyo carácter performativo sedimenta una estética.

Así las cosas, en este ensayo emprendo un acercamiento al hecho histórico en dos películas recientes: The Darkest Hours (Las horas más oscuras, 2017) del británico Joe Wright (Orgullo y prejuicio, 2007; Expiación, 2007; Anna Karenina, 2012) y Dunkirk (Dunkerque, 2017), del también inglés Christopher Nolan (Memento, 2000; Insomnia, 2002; Batman begins, 2005; Inception, 2010; Interestellar, 2014, entre otras). Curiosamente ambos filmes toman como epicentro narrativo la evacuación de las tropas aliadas, sitiadas en el puerto de Dunkerque por la poderosa maquinaria bélica de la Alemania nazi, durante la Segunda Guerra Mundial, a finales de mayo de 1940. La mirada de uno y otro al mismo hecho se efectúa desde puntos de vista divergentes pero complementarios: la primera, a la génesis de la Operación Dynamo, que propició el popularmente conocido «Milagro de Dunkerque», así como la figura política que lo hizo posible: el primer ministro británico Winston Churchill; la segunda, al desarrollo de la evacuación y las acciones militares generadas en el campo de batalla. Tanto el filme de Wright como el de Nolan han sido objeto de atención y crítica por parte de académicos, historiadores y estudiosos de la cinematografía contemporánea, sobre todo por las «controversiales» maneras en que sus directores abordan el mismo suceso.

Mi interés es demostrar cómo la función estética de estas películas es capaz de articular un discurso a contracorriente que no siempre favorece, según la preceptiva benjaminiana, el desmontaje de la ideología dominante en su interpretación del hecho histórico. Por las temáticas que aluden, The Darkest Hours y Dunkirk no solo coinciden en observar la participación del Reino Unido dentro y fuera del teatro de operaciones militares en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial; ambas, además, en la actual coyuntura política que protagoniza ese país para mantener su posicionamiento de élite en el marco geopolítico y económico de Europa y el mundo -el escándalo del Brexit, las tensiones con Rusia por supuestos actos de espionaje, las estrategias comerciales y políticas del Reino Unido con EE. UU., etcétera-, emprenden un proceso de rescritura del hecho histórico que magnifica la imagen-país, su cultura y figuras notables de la Historia, colocándolas en el interregno del mito y la leyenda.

Vistas de conjunto, y tratándose de dos filmes de realizadores británicos con productoras de Hollywood, estas obras, en el presente histórico, secundan la intencionalidad política de ponderar la reproductibilidad de ese discurso hegemónico y su estatus privilegiado en el escenario europeo y mundial, favorables a los intereses nacionales. Veremos cómo este proceso de articulación de una estética de la contrahistoria encuentra una vía eficaz en las posibilidades de expresión y manipulación del arte, en particular la del discurso y el símbolo estético-cinematográfico.

Joe Wright: el hombre en la Historia, la conversión en mito

En 1895, el estallido de la insurrección cubana contra el colonialismo español motivó que The Daily Graphy enviara a Churchill a Cuba con la orden de reportar sus impresiones sobre el conflicto armado que ya repercutía en la prensa norteamericana y europea de entonces. Lo significativo de este hecho es que el futuro Premier del Reino Unido, sin ninguna experiencia como corresponsal de guerra y recién graduado en una academia militar, no había tenido la ocasión de participar directamente en un campo de batalla. Al menos, sus tentativas anteriores habían sido infructuosas.

Pocos recuerdan que fue en esta isla del Caribe su bautizo de fuego, justo el día de su cumpleaños veintiuno, cuando se vio atrapado en medio de un encarnizado intercambio de metralla y balas entre las tropas cubanas y españolas. Aunque escaparía ileso del percance, la imagen resulta providencial pues prácticamente durante toda su vida la figura de Winston Churchill y su desempeño en la arena política estarían cercadas por la contundencia de poderosas fuerzas en pugna, ante las cuales tomar partido con acertada determinación implicaba sacrificio, riesgo y osadía, esa reacción del «ahora o nunca» cuando la balanza del destino y la Historia coloca el triunfo o la derrota en igualdad de condiciones. Mucho que perder o ganar dependía de la rapidez y el convencimiento de tomar la decisión justa, por más descabellada que fuese. Son esos momentos cruciales de saberse entre el martillo y el yunque, límites casi siempre, los que convierten en proeza el gesto en apariencia desesperado, el revés en triunfo, al estadista en héroe.

Joe Wright se adentra en un pasaje de la biografía de Churchill para construir, en The Darkest Hours, un relato vigoroso de personaje. Cada paso dramático está apuntalado por una planificada estrategia visual que evidencia la maestría de su puesta. La crítica, sin embargo, ha señalado del verbalismo de la película un exceso castrador de su dinámica narrativa. A juicio de algunos, tanto palabreo no tiene otro propósito que el de sobredimensionar la figura del primer ministro y concederle a un actor de la talla de Gary Oldman, con su excelente proceso de caracterización, la posibilidad de lograr el primer Oscar en su carrera. Desde esta perspectiva, se cree que el realizador ha minimizado el valor de la imagen y su prominencia estética en la película, y esto ha sido suficiente para emprender una cruzada contra su acabado artístico, el cual me parece, en verdad, muy loable.

Hoy sabemos, por fortuna, que el constructo del relato fílmico es más que una suma de equivalencias de verbo, imagen, sonido, dramaturgia, etcétera, y que las relaciones de dialogicidad de su sistema textual -de todo sistema en tanto texto- emprenden realmente su aventura cuando trascienden las fronteras de la creación autoral para instalarse en los terrenos de las siempre tormentosas y no menos creativas zonas de la recepción, donde la crítica y el público son allí soberanos. Con lo que se ha dicho, y no es poco, en esta película discurso verbal y cinematografía sortean todo tipo de escollos hasta lograr una armonía semántica de alto vuelo creativo. Su mirada al pasado histórico contiene algunos puntos neurálgicos aun cuando, con ciertos matices, visibiliza el interés de incursionar, según la tesis benjaminiana, desde un abordaje a contrapelo. Parece ser esta la tendencia de los recientes filmes sobre temas o personalidades históricas, y en esa apuesta de rescritura han tenido allí un pasaporte de nominación -al menos eso- al premio de cine más codiciado del mundo. Y también, claro, su polémica.

Es probable que Wright haya empleado pasajes de las memorias de Churchill, una extensa autobiografía en seis volúmenes por la que le concedieron el premio Nobel de Literatura en 1953, para abordar el proceso de gestación de una de las hazañas más increíbles de la segunda gran guerra: la operación Dynamo, que propició la evacuación de casi cuatrocientos mil hombres, entre ingleses y franceses que permanecían acorralados en Dunkerque ante el empuje de la maquinaria bélica alemana. Su filme emprende la voluntad de metaforizar la heroicidad del estadista en un momento crucial al frente de la nación inglesa; el epicentro es la pugna entre el conservadurismo y el arrojo político, la mano dura contra la vacilación, la osadía y la audacia contra la prevención que semantiza la cautela en sinónimo de cobardía y demagogia.

Aun cuando en algún momento la puesta incluya escenas del campo de batalla, todo el tejido argumental de la película opta por la estética metonímica. Así, prescinde de la hipertensión del drama bélico y sus cuotas de espectacularización para concederle mayor prioridad a las posibilidades del artificio. Halla terreno fértil la poética de Wright en la pericia con que cada elemento de enunciación le otorga vitalidad al sentido de la puesta. La amenaza hitleriana y su poderío militar están representados en ese costado del drama donde solo hay penumbras en la habitación de Churchill cuando su rostro apenas se ilumina con el resplandor del tabaco encendido; en las sesiones del parlamento inglés donde solo un foco cenital reluce el estrado del orador de turno y del speaker; en la mano del niño francés que otea el cielo y envuelve en la oscuridad, a la manera de un fade out, el avión del Premier mientras sobrevuela Francia; o bien en esos instantes en que el estadista permanece a oscuras rumiando la idea salvadora en el búnker donde se discuten las estrategias más sinuosas…

En la fotografía de Bruno Delbonnel predominan las tonalidades sepias combinadas con el claroscuro, la cámara se desplaza por locaciones en interiores mientras utiliza planos cenitales en ruedo circular; el geometrismo de la imagen se acoda en texturas góticas y el montaje engarza saltos en retrospectiva sin que el corte brusco y la inserción de los planos de ruptura con el tiempo lineal de la narración -la línea del entretiempo (Ricoeur, 1989) principalmente- permitan las fisuras para el ruido diegético.2 Cada minuto del filme acentúa esa sensación de acoso donde vemos al hombre, primero, y al estadista después, atrapado en un callejón sin salida, confrontando la amenaza del Mal -otra vez la lucha de David contra el gigante-, que proviene no solo allende los mares, sino también del mismo seno de Westminster.

Es cierto que todo esto hubiera sido apenas un ejercicio de estilo bien planificado, alarde de buen cine, si la revisitación al pasado no arriesgara una desmitificación del personaje histórico, muy pretensiosa, en la cual revelar su costado humano; su inmersión en el mar de luces y sombras resulta lo más atractivo para el espectador. El guion de Anthony McCarten nos trae al hombre impredecible, al estadista que asume el puesto como la oveja negra indeseada por todos, el tipo que prefiere rodearse de rivales en el gabinete de Gobierno y define su política desde el primer momento: hacer la guerra a los nazis, enfrentar la invasión, no importa que a los ojos de los franceses parezca el sujeto que delira o el actor enamorado de su propia voz para sus contendientes internos, el borracho alucinado en un momento crítico, o ese que medita el próximo paso político sentado en su retrete y dicta discursos en el baño a una secretaria (Lily James) que huye ante la figura del estadista en pelotas. Churchill elige mentir para inspirar, nutre su elocuencia de la lectura de los clásicos y es el cariñoso «cerdo» para su esposa, la única a quien escucha porque de todos es la que puede doblegarlo. Gary Oldman seduce con un histrionismo que no tiene parigual, estuvo sobremanera brillante y mereció el Oscar.3

Wright no teme apuntalar una estrategia didáctica en su puesta para ganarse al espectador. Cada elemento del nivel composicional pretende explicarlo todo, tanto en su discurso verbal como en la retórica visual de su fotografía. La banda sonora de Dario Marianelli apoya esos puntos de inflexión en la diégesis, mientras discurre en tono operático acompañando el punto de vista de la narración. Apenas sobreviven escasos tiempos muertos de sonido subjetivo cuando el relato explora la angustia existencial del personaje protagónico, casi siempre en un plano cerrado como en la escena de la conversación telefónica con Roosevelt, en la que asoman esos tics con los cuales Oldman desaparece en el personaje. Pero en este filme sorprende la semántica del camuflaje en el trazado psicológico para construir, desde el guion, la personalidad del gobernante. La armadura de su entereza esconde el temor, sus miedos y la incertidumbre ante el dilema de asumir la decisión correcta, un caleidoscopio de fantasmas que surgen tan pronto el Premier queda envuelto en la penumbra. La estructura del relato abraza la idea de la soledad del hombre en un viaje por las sombras mientras apenas le asiste una tenue luz cenital.

A diferencia de este Churchill bendecido por el alumbramiento, el hombre-luz, sus mayores contendientes, el vizconde Halifax (Stephen Dillane) y lord Chamberlaine (Ronald Pickup), son figuras dudosas, divididas por el claroscuro y matizados por los dobleces que le permiten la máscara.4 En ese tránsito por la rugosidad de la política, el gobernante asume el poder como una puesta en escena. Apenas cuando su resolución se torna una orden irrevocable, a partir del último telefonema al general Ramsey, uno de sus sirvientes descorre las cortinas de la biblioteca con un gesto firme y una intensa luminosidad inunda por completo la habitación. A partir de aquí el relato invierte la connotación de su campo semántico y toda la fotografía abandona el énfasis en el claroscuro, como si anunciara de manera enfática la luz al final del túnel.

En esos meandros del artificio palpita la ideología de la película que trasciende el contexto histórico y cobra vitalidad en la hora actual. El historiador inglés Nick Hewitt (Serra, 2017) ha dicho en algún momento que en Dunkerque «Churchill ganó tiempo para el mundo» y hay mucha razón en ese análisis. De no haber surgido la idea de aquel milagroso repliegue, hubiera sido imposible que Inglaterra ganase la guerra, pero ese punto de vista no es tan simple como se enuncia. El filme apenas alude el errático inicio de Churchill en la arena política, en tanto sobredimensiona su figura, a tal punto de hacernos creer que fue él la única personalidad en esos años que comprendió el peligro de la amenaza hitleriana y los riesgos de establecer posibles pactos de no agresión, un error que Chamberlaine y Stalin habían cometido y pagado con creces. No obstante, esa licencia no me parece tan escandalosa como la infravaloración de la figura del Führer que, de una sombra, termina igualado en la mente del Premier, y ante la mirada del espectador, con la imagen, bien pedestre y caricaturesca, de un niño caprichoso que no sabe medir los riesgos y el alcance de sus manías de grandeza. El delirio de Churchill delante de su secretaria, a la manera de un soliloquio rumiado, primero, y luego ese travelling de la subjetiva -punto de vista del Premier mientras atraviesa la ciudad en automóvil-, donde aparecen unos niños en la calle corriendo hacia él, con el rostro de Hitler, resultan de una equívoca ingenuidad, pero dice mucho de la naturaleza de la manipulación de Wright a este pasaje de la Historia.

The Darkest Hours culmina siendo, a pesar de su impecabilidad estética, una película, como muchas con el sello hollywoodense, que incursiona en el pasado desde la visión de los vencedores y retoma aquello que su ideología insiste en refrendar en el presente de un modo muy subrepticio: la defensa de un ultranacionalismo con pretensiones de hegemonía secular en el ámbito geopolítico europeo. El verbo excesivo que cierta crítica ha denostado responde a esa estética de rescritura que inscribe la Historia en los terrenos de la leyenda y el mito cuando elude (menoscaba) el conjunto de tensiones entre los actores sociopolíticos que la hicieron posible. Hay mucho más en este relato que culmina en ese discurso que convirtió a Churchill en un artífice de la victoria inglesa contra el nazismo, otorgándole una telúrica notoriedad a su carrera política. En dicha escena, mientras observa derrotado la avalancha de aplausos de los parlamentarios que deciden apoyar la decisión del Premier, el vizconde Halifax comenta de mal tono que este ha desatado el espíritu de la lengua inglesa y lo ha enviado a la guerra. Según Serra (2017) la frase recuerda un famoso titular del New York Times de la época que vaticinó, precisamente debido a la «locuacidad del verbo inglés», que la grandeza de esta hazaña no tardaría en convertirse en mito, para bien o para mal, no importa que el mismo Winston Churchill, en 1953, ya fuera de la escena pública, reconociera que sin la intervención de los aliados el triunfo sobre el nazismo hubiera sido imposible. Aun así, el Reino Unido reclamaría siempre, como lo hace esta película, una extraordinaria porción de mérito propio. Esto explica por qué historiadores, académicos y críticos del mundo perciben en la cinta un hálito «Brexit», pues refuerza la idea de que, con la batalla de Dunkerque, Gran Bretaña siempre estuvo sola.

Christopher Nolan: noción metahistórica del Tiempo, visión pancrónica de la Historia

La reciente realización de Christopher Nolan, Dunkirk, quedó, como el filme de Wright, a medio camino en su intento por ganar el Oscar en la categoría de mejor película del año en 2017, pero sus resonancias en la crítica han sido mucho más escandalosas que la anterior. Para quienes siguen la marca de estilo de Nolan, concordarán en que, en su filmografía, desde Memento hasta Interstellar, prevalece la voluntad del discurso narrativo que sondea sin temor diversas posibilidades de enunciación y consigue salir airoso de su desatino de vaivenes. Dunkirk es la suma de esas recurrencias que en algún momento de la carrera de este realizador se esperaba alcanzasen su transparencia más depurada.

Nolan emprende su relato sobre los cimientos del drama bélico sin esparcir en él los ítems comunes al género. Lo épico tiene asidero en la heroicidad colectiva, en la hazaña que a fuerza de mucha expresión de la imagen explora las reacciones de la condición humana y su desasosiego ante la vida atrapada al borde, cuya supervivencia pende de un milagro. Si para Wright importaba el resaltado del hombre público y su conversión en celebridad política, la mirada de Nolan se detiene en las tensiones del hombre anónimo y común, casi siempre simples actores sociales en medio (y víctimas) de las tensiones geopolíticas. El primero centra su atención en los laberintos que la idea salvadora atraviesa hasta encontrar la salida, su enunciación encuentra el equilibrio mientras prefiere los desplazamientos de la cámara en espacios cerrados para intensificar la sensación de angustia y descalabro; el segundo, en la brutalidad del drama, donde lo mismo asoma el gesto íntimo de la misericordia y la solidaridad, que el bestialismo del instinto en los resortes de la tragedia y su espectáculo, casi siempre en intensos planos secuencia.

La argucia del soldado inglés que busca colarse en el próximo barco, el francés que encuentra la ingratitud y la muerte en quienes tendió la mano amiga, el heroísmo de los marineros civiles y pilotos de combate, oficiales y enfermeras, etcétera, sirven de motivos dinámicos para conformar una estética del catastrofismo signada por la arquitectura minimal del argumento. De este modo el continuum dramático importa desde la visión fragmentada de lo épico y del entretiempo narrativo, con toda su carga emotiva. En ese valor de conjunto hay aquí un ejemplo afortunado de la enunciación fílmica contemporánea que hace de Dunkirk una de las películas más importantes de los últimos años en su género. Bien que Nolan se auxilie de las advertencias, en el plano composicional, de los letreros que indican la fragmentación del relato y su cronotopo -la semana en el muelle, el día en el mar y la hora en el aire-, porque es tal el grado de planificación de su complejidad discursiva que corre el riesgo de extraviar al espectador.

Sin embargo, el guion ofrece las señales precisas para encontrar el norte en medio del desparpajo diegético: la zozobra del soldado Tommy (Fionn Whitehead) y su colega francés que pretenden escapar del asedio en la evacuación que dirige el comandante Bolton (Kenneth Branagh) en el muelle, será la historia principal para encontrar la línea del entretiempo, su marca del presente cuya significación se tornará difusa tan pronto irrumpen las otras dos subtramas: la del barco civil de rescate del señor Dawson (Mark Rylance), su hijo y colega de colegio, y la de los tres pilotos que protegen la retirada de los soldados británicos comandados por Farrier (Tom Hardy). Estas últimas serán acciones de un tiempo futuro que se corresponden a un día y una hora respectivamente, dentro del arco temporal de los siete días que dura la operación Dynamo. Mientras avanza el relato, las fronteras del entretiempo se violentan por una dinámica del montaje que fragmenta a su voluntad el transcurso de los hechos y pacta una anacronía heterodiegética que involucra al presente-pasado-futuro de la enunciación. Esas rupturas del orden temporal sirven para el desarrollo de los tres momentos donde la clave seguirá siendo la atención al desempeño del protagonista. Lo llamativo de esta esquizofrenia narrativa radica en la habilidad con que el montaje establece una consecutio de falsa simultaneidad -una continuidad del tiempo sobre la marca de un supuesto presente- mientras anula en la diégesis las tensiones entre analepsis y prolepsis.

Cuando el destructor es impactado por el avión nazi, transcurrido una hora y un cuarto de metraje aproximadamente, la convergencia de los tres tiempos e historias en este suceso pareciera llevar el relato por los cauces de la linealidad expositiva; sin embargo, nada más lejos de la verdad. En esa escena vemos a Tommy respirar aliviado pidiendo que lo lleven a casa y la apariencia de esta subtrama en el mar, como punto de vista rector del entretiempo -presente de la enunciación-, se torna engañosa tan pronto una nueva amenaza sobreviene desde el aire. El montaje convierte el acoso del caza alemán a la embarcación del señor Dawson en una acción simultánea con respecto a lo que sucede en el muelle -el ataque del mismo avión-, pero en realidad corresponde a un tiempo pasado respecto a este último suceso, aunque su desenlace aparente en el raccord un enunciado discontinuo con marca de futuro.5 En esos atentados a la curva del entretiempo narrativo -todo el filme está cargado de ellos- Nolan utiliza indistintamente el recurso de los diálogos, por cierto, muy escasos, y la subjetiva de la cámara que simula la mirada ansiosa de los personajes a determinados puntos de referencia en los loci -por ejemplo, en la escena clímax del destructor hundido en medio del océano, donde se cruzan las tres historias principales, o cuando se repiten acciones desde diferentes puntos de vista del relato, complementando así la información aportada antes o después, etcétera-, para desplegar una cadena de indicios intratextuales que impiden el naufragio del espectador ante tamaño desajuste.

Desde esa praxis de concepción de la puesta, es comprensible que lo de Nolan es una metáfora muy bien lograda de la vulnerabilidad del individuo en las convulsiones de una época, donde la pugna entre la vida y la muerte magnifican la epicidad de la tragedia. Su estética narrativa establece puntos de contacto con la hermenéutica de la psicología fenomenológica porque explora el follaje interior de la condición humana para mostrar la estructura de sus reacciones, el estudio más o menos visceral de su conducta sin que ello necesariamente implique profundas incisiones a su tejido. Antes bien prefiere un muestrario epidérmico de su devenir e inserción en el mundo, porque es obvio, además, que lo suyo es jerarquizar nervio de estilo, forma antes que contenido, revelando una cosmovisión ontológica -casi heideggeriana- en torno a las problemáticas del Ser en el Tiempo y la Historia, los mitos seculares de la condición humana. ¿Cómo consigue esto, en resumen, con todas las probabilidades de que su lúcido ejercicio de experimentación fílmica no resulte fallido? Su interpretación del hecho histórico, asimilado desde los moldes del cine bélico, articula una semántica ambivalente del tiempo -en el sentido de que el tiempo real es también psicológico y viceversa-, o si se prefiere, en la medida en que el entretiempo narrativo (pasado-presente-futuro) converge con el tiempo histórico y pauta una «acronología» fictiva que, desde el punto de vista autoral, remite a una interpretación metafísica de la Historia. En ese propósito, en la noción metahistórica del Tiempo y en su visión pancrónica de la Historia, tiene el filme sus resultados estéticos más notables. El principio deconstructivo de Nolan excede la intencionalidad lúdrica de la manipulación textual para convertirse en una visión muy personal del tiempo que maneja y reconstruye a su antojo, y ello depende, con mucho, de su capacidad de orquestar en la diégesis, desde el montaje -algo muy recurrente en la estética nolasiana-, sus ejes de representación y motivos dinámicos, esa manera con que las relaciones causales se insertan de forma armónica aun dentro de un esquema de compleja operatoria dramatúrgica.

Esta experiencia del individuo en el contexto de la guerra tiene en el protagonismo de la fotografía (Hoyte van Hoytema), en su sensorialidad y en el desplazamiento discontinuo del entretiempo, el espasmo de la emoción, algo para nada nuevo en la estética cinematográfica actual. La aventura del cómo contar una historia simple de supervivencia y agonía en el campo de batalla, sin que precisamente sea esta una película de personaje, se apoya en la locuacidad de la banda sonora de Hans Zimmer, electrizante, vigorosa, una verdadera fiesta de los sentidos que apuntala con eficacia cada emplazamiento dramático. De este modo, la acción y la emoción prevalecen más que las palabras.

La crítica sobre la película, en sentido general, cree ver en el trazado psicológico de los personajes cierta planicie dramática, pero a mi juicio estos no importan menos que el trascendentalismo en la concepción del ambiente, donde se despliega toda la modalidad veredictiva del relato. Compactar su tejido argumental y reducir al mínimo los diálogos, mientras se exploran los rizomas de la emoción humana en situaciones extremas,6 fue la estrategia discursiva que le garantizó a esta película el éxito de público y, en buena parte, de la crítica. Dunkirk es la pugna entre el deseo que alienta a los personajes para lograr un objetivo primordial -la lucha por la supervivencia-, y los motivos dinámicos que obstaculizan su concreción. En su resistencia al relato horizontal del drama y en la vitalidad de la contradicción de sus relaciones causales, la gramática de Dunkirk comulga con la estética experimental de realizadores de diversas latitudes que, desde la segunda mitad del siglo xx a la actualidad,7 tienden a la extrema problematización de las categorías temporo-espaciales en el relato fílmico, a la mixtura de grandes planos secuencia con zonas de distasia que emulan, en mayor o menor grado, el comportamiento del tiempo real, y al uso del efecto de discontinuidad y el corte brusco en el montaje que toma como referencia, en el tránsito de un plano a otro, el valor de los significantes en la enunciación y pocas veces su significado.

Todo eso resulta maravilloso desde la especificidad cinematográfica, pero en su replanteo del hecho histórico Dunkirk representa también un ejemplo curioso de cómo no siempre el principio constructivo de la teoría benjaminiana implica un acto de deslegitimización (o desmitificación) de la historia oficial, a la feliz manera de un contradiscurso a la ideología dominante que omite los «instantes de cognoscibilidad» del pasado histórico. El filme es ciertamente un poderoso relato desde la óptica de los vencidos,8 pero en el fondo su prisma filosófico padece ciertos síntomas de Alzheimer, a juzgar por sus pretericiones históricas que legitiman -no es otro su propósito-, la glorificación del ultranacionalismo de su ideología. Si The Darkest Hours hace del mito Dunkerque una apología a la locuacidad de la lengua inglesa, Dunkirk consolida la idea de su legendaria pericia marina, en el menor de los ejemplos, en tanto magnifica el éxito de su epicidad como si la evacuación sobreviniera por una suerte de deus ex machina, y Churchill, al final de todo, el tipo «fuera de serie» que rescata a sus valientes muchachos y los devuelve a casa. Nolan deja fuera del ruedo que la batalla de Dunkerque y el rescate de los casi trescientos mil efectivos fue una operación conjunta franco-británica, y que el enfrentamiento a las tropas de la Wehrmacht implicó el sacrificio de cuarenta mil soldados franceses, y que otros cien mil, poco más o menos, fueron evacuados junto a los doscientos mil del Reino Unido y sus colonias que también luchaban allí -de la India, la actual Pakistán, judíos, etcétera-, porque la defensa de los británicos tuvo un matiz imperial que en la película no asoma por ningún lado. Lo peor es la insistencia en la investidura «providencial» de la figura de Churchill, tanto en el filme de Wright como en el de Nolan, y no es fortuito que ambos culminen mostrando, a su modo, las repercusiones del famoso discurso del Premier.

Conviene recordar que el éxito de la operación Dynamo, más que a la magistral idea del estadista de evacuar las tropas en cuanta cosa flotara y pudiera cruzar el estrecho entre Francia y Gran Bretaña -en total casi unas ochocientas embarcaciones militares y civiles-, se debió en gran parte a un error estratégico de Hitler que hasta hoy su explicación sigue siendo un dilema: con todas las tropas francesas, belgas y británicas acantonadas en Boulogne, Callais, Lille y Dunkerque, el Führer ordenó al general von Rundstedt, por entonces al frente de los blindados de las fuerzas alemanas unificadas, detener sus panzer a la entrada de la ciudad. Una parada inexplicable, atribuida a la mano de la Providencia que evitó la terrible matanza de los soldados aliados, porque en realidad la lógica indicaba que de un momento a otro la ofensiva final contra ellos sería inminente. Con ese golpe, Hitler hubiera dinamitado la resistencia y con Gran Bretaña debilitada, el camino quedaba allanado para la conquista definitiva del continente europeo. Aunque no se ha esclarecido del todo el motivo de la vacilación, el propio Rundstedt declaró en 1945, finalizada la guerra, durante el juicio de Núremberg, que probablemente la causa principal haya sido un temor del Führer disfrazado de «excesiva cautela».

Nada mal cuando estas «licencias históricas» responden a esa preceptiva hollywoodense que dicta el savoir-faire a su modo, porque, a fin de cuentas, la veracidad de los acontecimientos históricos puede resultar muy relativa en dependencia de la óptica con que se mire. Y claro, para la urdimbre de un relato de esta naturaleza, que moviliza un despliegue impresionante de tecnología y militancia en el arte del buen cine, nada de eso es relevante y todo se perdona. Máxime si pesan altos dividendos, las ocho nominaciones al Oscar de las cuales la película obtuvo solo dos y, sobre todo, la argamasa ideológica que responde a intereses geopolíticos legitimados a través del artificio y las capacidades de enunciación, manipulación y sometimiento de ciertas manifestaciones del arte, en particular, el hecho fílmico. Pero cuando tal voluntad de reescritura entraña una praxis de defección que subvierte de modo traumático el hecho histórico, las implicaciones a las que se atiene el discurso profundo son otras, mucho más complejas como peligrosas sus «inofensivas» intenciones de calado en el acto de borrón y cuenta nueva.

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Notas aclaratorias

1. Una cuarta variable tiene que ver, ya dentro de lo específicamente sociológico, con el estudio del contexto social en el que se inserta el filme y las maneras en que este lo condiciona, según las relaciones de su contenido ideológico con el pasado histórico. De igual modo, a las formas de reproductibilidad de las representaciones cinematográficas en las sociedades. En este ensayo, aunque de manera muy breve hago alusión al contexto en que surgen los filmes estudiados, he preferido no profundizar en ellos pues alejaría mi exposición del análisis estético y las relaciones que las películas objeto de mi interés manifiestan con el pasado histórico de referencia. Esa perspectiva de dilucidación implicaría profundizar en el terreno de la sociología, la comunicación, la estética de la recepción, entre otras variables, las cuales no constituyen propósito de este artículo.

2. Sobre todo en esa secuencia en que el Churchill orador hace gala de su elocuencia ante el estrado, en una de sus primeras intervenciones, el plano de la narración emplea el recurso de la analepsis para mostrarnos distintos momentos en la gestación del discurso.

3. Acaso reprochable en un momento de sobreactuación y «lloriqueo de cocodrilo» en la escena del metro, cuando se conmueve ante la decisión popular en la que encuentra cimientos para defender su determinación.

4. Son muchas las escenas memorables en esta película, como esa de la mano del niño que simula el fade out y la oscuridad tragándose el avión de Churchill, ya mencionada, pero prefiero comentar la siguiente: la segunda discusión entre Churchill y el vizconde, la más explosiva de todas, ante el consejo de generales reunidos en el búnker. El Premier decide retirarse luego de vetarle a Halifax la posibilidad de negociar con Hitler, teniendo al canciller de Mussolini como mediador, un pacto de no agresión bajo supuestas condiciones que comprometerían el destino de Inglaterra. Ya en el pasillo, el Premier y su secretario de Estado discuten una vez más y es claro que en ese momento la cámara, en plano medio, prefiere mostrar a Churchill bajo la tenue luz de la bombilla, mientras que el rostro de Halifax, en un contraplano, lo revela fraccionado entre la oscuridad y la luz. Si hasta ese momento su pragmatismo había dividido al espectador -sus argumentos no estaban exentos de una racionalidad muy comedida- la concepción artística del plano apuntala el doblez moral del personaje en la arena política, aun cuando su estrategia discursiva consigue sembrar la duda en el Premier. Acto seguido le da un ultimátum a Winston advirtiéndole de su renuncia si no pacta con Alemania, y al retirarse cierra la puerta del pasillo. En esa acción, la cámara, en una posición más distante, registra el rostro de Churchill otra vez iluminado, pero ahora en un nuevo plano en el que su concepción geométrica insiste en esa sensación de cerco, oscuridad y peligro que acosan al primer ministro.

5. Lo mismo ocurre con la historia de Farier cuando ha derribado al avión nazi en el muelle. Su desenlace -mientras sobrevuela sin combustible la playa hasta su aterrizaje forzado y captura por los alemanes-, ya abandona el carácter de historia en un tiempo de enunciación correspondiente al futuro para convertirse en pasado cuando vemos que el drama se concentra en el plano de Tommy leyendo el famoso discurso de Churchill publicado en la prensa.

6. A diferencia de The Darkest Hour, los diálogos aquí no resultan relevantes sino el ruedo operístico de las balas que silban, el estampido de la metralla, el rugido de los aviones que infunden el temor desde la distancia, la sensación de descalabro ante cada barco hundido, la agonía de la espera de un rescate que se torna imposible, merced de un milagro, sabiendo que las costas inglesas están ahí, muy cercanas, pero resultan imposibles de alcanzar.

7. Sería interesante un estudio del comportamiento de la concepción de las categorías temporo-espaciales, sus tratamientos diversos y complejos en una amplia lista de filmes que no puede excluir, de modo alguno, desde Welles (Citizen Kane, 1941) a Godard (À bout de soufflé, 1959), de Truffaut (Jules et Jim, 1962; Farenheit 465, 1966; Le dernier métro, 1980) a Resnais (El año pasado en Marienbad, 1961; Smoking no smoking, 1993); de Tarantino (Jackie Brown, 1997) a François Ozon (Cinco veces dos, 2004); de González Iñárritu (Amores perros, 2000) a Lucrecia Martel (La mujer sin cabeza, 2008), por solo mencionar los ejemplos más memorables.

8. A la larga, cinco años después, el revés se convertiría en victoria. Pero hago énfasis en el momento en que ocurre el hecho histórico: el repliegue fue una estrategia de retirada para ganar tiempo, reorganizar las fuerzas militares del imperio británico, en tanto Francia y casi toda la Europa occidental quedaban en manos del fascismo italiano y alemán. A diferencia del filme de Wright, que cuenta desde la perspectiva de gestación y aprobación de la idea de evacuación y, por lo tanto, desde la óptica del vencedor.

Recibido: 23 de Noviembre de 2018; Aprobado: 04 de Enero de 2019

*Autor para correspondencia: ronaldantonio.ramirez@fenhi.uh.cu

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