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Universidad de La Habana

On-line version ISSN 0253-9276

UH  no.290 La Habana July.-Dec. 2020  Epub Nov 01, 2020

 

Artículo Original

Aproximación a la travesía del poder militarista de los Estados Unidos

An Approach to the Crossing of the Militaristic Power of the United States

Leyde E. Rodríguez Hernández1  * 
http://orcid.org/0000-0001-8659-9912

1Instituto Superior de Relaciones Internacionales Raúl Roa García, La Habana, Cuba.

RESUMEN

En el artículo se analizan las proyecciones y objetivos militaristas del imperialismo contemporáneo liderado por Estados Unidos. El surgimiento del arma nuclear y la conquista del espacio cósmico en el siglo xx, con el ascendente desarrollo tecnológico del sistema capitalista, impulsaron un creciente programa de militarización del espacio. Las élites gobernantes norteamericanas han utilizado una parte considerable de los recursos de esa nación para el fortalecimiento de la fuerza militar, la cual erigieron en una insustituible herramienta de poder y terror para materializar sus intereses de política exterior y afianzar sus objetivos clasistas a escala global. Es importante que los organismos internacionales exijan a las potencias nucleares el respeto a los acuerdos de desarme firmados y avancen en nuevas negociaciones que conduzcan a la desaparición total de las armas nucleares.

Palabras clave: armamentismo; arma nuclear; imperialismo; militarismo; sistema antimisil

ABSTRACT

The article analyzes the militaristic projections and objectives of contemporary U.S. led imperialism. The emergence of nuclear weapons and the conquest of cosmic space in the 20th century, with the ascending technological development of the capitalist system, promoted a growing program of militarization of space. The US ruling elites have used a considerable part of the resources of that nation for the strengthening of military force, which they erected into an irreplaceable tool of power and terror to materialize their foreign policy interests and to strengthen their class objectives on a global scale. It is important that international bodies demand that the nuclear powers respect signed disarmament agreements and move forward in new negotiations leading to the total elimination of nuclear weapons.

Keywords: armament; nuclear weapon; imperialism; militarism; antimissile system

INTRODUCCIÓN

Para la comprensión de la dinámica de los procesos globales entre los siglos xx y xxi, es indispensable el estudio de las proyecciones y objetivos militaristas del imperialismo contemporáneo liderado por los Estados Unidos.

Las primeras expresiones del militarismo y el armamentismo han sido identificadas con la aparición del Estado y las sociedades divididas en clases antagónicas. Este fenómeno antiguo tomó su mayor auge en los Estados Unidos con la expansión del Complejo Militar-Industrial en la época de la segunda posguerra mundial. Ya en los siglos xix y xx, los clásicos del marxismo habían estudiado los orígenes del militarismo. Por ejemplo, Engels (1961) ya expone sobre las primeras armas que revolucionaron el arte militar, en su texto «La táctica de infantería y sus fundamentos materiales (1700-1870). Para Lenin (1976), «el militarismo moderno es el resultado del capitalismo. Es, en sus dos formas, una “manifestación vital” del capitalismo: como fuerza militar utilizada por los estados capitalistas en sus choques externos (Militarism usnachaussen, según dicen los alemanes) y como instrumento en manos de las clases dominantes» (p. 331).

Con el surgimiento del arma nuclear y la conquista del espacio en el siglo xx, el ascendente desarrollo tecnológico del sistema capitalista liderado por los Estados Unidos impulsó un creciente programa de militarización del espacio y las élites gobernantes norteamericanas utilizaron una parte considerable de los recursos de esa nación para el fortalecimiento de la fuerza militar, la cual erigieron en una insustituible herramienta de poder y terror para materializar sus intereses de política exterior y afianzar sus objetivos clasistas a escala global.

El propósito de superar, en el plano militar, el poderío logrado por la Unión Soviética (URSS ) entre los años 1947 y 1991, durante la confrontación de la Guerra Fría, llevó a los Estados Unidos a un exceso militarista, cuyas manifestaciones más relevantes quedaron ejemplificadas en la historia mediante la creación de bases militares alrededor del Estado soviético, altos gastos militares, el emplazamiento de misiles nucleares en Europa occidental, la constante modernización de la tecnología y los esfuerzos por detentar el control militar del espacio cósmico, pues según el imaginario norteamericano, quien domine en ese ámbito ejerce un poder integral en la Tierra.

Sin embargo, en el nuevo contexto internacional surgido a partir de la desaparición de la URSS y la culminación de la confrontación entre el Este y el Oeste, la política exterior norteamericana conservó su naturaleza imperialista. Sus pretensiones militaristas, lejos de disminuir, fueron reforzadas bajo la concepción de que los Estados Unidos habían ganado la Guerra Fría y mantenían un liderazgo internacional sin precedentes. Sobre la base de estos presupuestos hegemónicos, la idea enunciada en 1983 por el presidente Ronald Reagan en torno al despliegue de la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE) o «Guerra de las Galaxias», fue retomada en el año 1996 por el presidente William Clinton (candidato a la reelección por el Partido Demócrata), quien, adelantándose a las elecciones presidenciales de ese año, propuso otro plan para desarrollar el Sistema Nacional de Defensa Antimisil (SNDA) con el anhelo de proteger el territorio norteamericano de un hipotético ataque misilístico desde el exterior.

Por sus implicaciones políticas, militares y de seguridad, el proyecto anunciado por William Clinton y acelerado por George W. Bush suscitó la reacción de importantes actores internacionales: China, Rusia, Francia y Alemania. Desde entonces, este tema, prioritario en la proyección de la política exterior norteamericana, tensó las relaciones con Rusia, persistió en la agenda de conversaciones de los Estados Unidos con la Unión Europea y dificultó las relaciones chino-estadounidenses, porque los norteamericanos extendieron el despliegue del sistema antimisil a la geoestratégica región de Asia-Pacífico con el fin de proteger a sus aliados: Taiwán, Corea del Sur, Japón y Australia.

Resulta necesaria la explicación de algunos de los conceptos utilizados, porque a falta de precisión, abundan las definiciones (Luttwak, 1992; Clausewitz, 1969). Por la noción de estrategia, en sentido genérico, algunos entienden la doctrina de cierto Estado o cierta institución militar y también su puesta en práctica, además de usarse como teoría, ciencia y métodos de análisis. A los efectos de este artículo, debe entenderse por concepciones estratégicas al conjunto de enunciados referidos a la gran estrategia o estrategia total de un Estado, que radica en la capacidad de poner en práctica de forma constante, todas las fuerzas potenciales y actuantes que conforman el poderío de la nación: económicas, militares, científicas, tecnológicas, psicológicas y culturales, para lograr metas cardinales en el escenario internacional. La estrategia también puede diseñarse para mantener la paz en las relaciones internacionales, pero no es el caso de la política exterior estadounidense.

Generalmente, los norteamericanos denominan a este concepto estrategia nacional o seguridad nacional. Este último se diferencia de la definición de estrategia militar porque esta solo explica los procedimientos referidos a la conducción de las fuerzas armadas y las operaciones realizadas para alcanzar los fines militares ordenados por un mando centralizado.

Para los representantes de la clase social y política dominante en una sociedad, los objetivos esenciales del Estado constituyen la gran estrategia; así como los medios y métodos de actuación en el plano internacional para conseguirlos, mediante la utilización de todos los recursos y posibilidades de la nación. Autores como Luttwak, (1983) y Gaddis (1989) abordaron considerablemente este concepto. Por su parte, los soviéticos prefirieron usar la definición de estrategia político-militar para la resolución de las tareas de política exterior (Trofimenko, 1987).

Relacionado con este concepto, en este artículo se emplea el término doctrina de política exterior para referirse al sistema de criterios y teorías aplicados en la actividad exterior de un Estado en un período de tiempo determinado, y adoptados en calidad de lineamientos oficiales por sus autoridades centrales. Del mismo modo, la doctrina hace una explicación sintética de los aspectos fundamentales de la gran estrategia de un país, pues a pesar de que no siempre la puede expresar en su totalidad, es un reflejo político de los principales intereses nacionales e internacionales en correspondencia con el poderío del Estado, en especial, el militar.

Por otra parte, la política exterior de los estados es «una estrategia o programa planeado de la actividad desarrollada por quienes toman las decisiones de un Estado frente a otros estados o entidades internacionales, encaminado a alcanzar metas específicas definidas en términos de intereses nacionales» (Plano y Olton, 1975, p. 199).

Existe además la siguiente interpretación marxista, que se prefiere en este artículo por su síntesis y claridad: «la actividad de un Estado en sus relaciones con otros estados en el plano internacional, buscando la realización de los objetivos exteriores que determinan los intereses de la clase dominante en un momento histórico concreto» (Plano y Olton, 1975, p. 199; González, 1990, p. 31).

La política interna y la doctrina de política exterior de un Estado aportan los argumentos políticos y los intereses de las clases en el poder para la elaboración de la doctrina militar. Durante el período histórico de la Guerra Fría, en los Estados Unidos existió la tradición de presentar doctrinas militares en correspondencia con los postulados esbozados a través de la doctrina de política exterior proclamada.

La doctrina militar es el «sistema de puntos de vista recibidos sobre la esencia, fines y carácter de una guerra futura, sobre la preparación bélica del país, sus fuerzas armadas y su modo de conducción» (Trofimenko, 1987, p. 5). Por consiguiente, la doctrina militar, desde su estructuración política y técnico-militar, atiende la disposición moral, combativa y preparación general de las fuerzas armadas para enfrentar los desafíos que puedan presentarse.

La geopolítica del espacio y los intereses de desplegar el SNDA permanecen como una prioridad estratégica en los dos componentes fundamentales de la estrategia de seguridad nacional de los Estados Unidos: la política exterior y la política de defensa -Ballistic Missile Defense (BMD). Es indispensable esclarecer que en este artículo se analizan los dos elementos o componentes básicos de la estrategia de Defensa contra Misiles Balísticos de los Estados Unidos: el Sistema Nacional de Defensa Antimisil -National Missile Defense (NMD)- y el Sistema de Defensa Antimisil de Teatro (SDAT) -Theather Missile Defense (TMD)-, incluidos en la estrategia de seguridad nacional y en la política de defensa norteamericana. Además de esto, en el período de la posguerra fría, los gobiernos norteamericanos redefinieron su estrategia de seguridad nacional sobre la base de las nuevas necesidades que exigía su liderazgo de única superpotencia en el sistema internacional, así como la determinación de expandir los ideales y concepciones del sistema capitalista mundial.

En ese sentido, los estrategas norteamericanos consideraron que, adicionalmente, la estrategia de seguridad nacional de los Estados Unidos constaba de tres componentes centrales:

  • Seguridad: con el mantenimiento de una poderosa capacidad de defensa y la promoción entre sus aliados de medidas para la cooperación internacional en materia de seguridad.

  • Económico: con la constante aplicación de los adelantos científico-tecnológicos a los procesos económicos, la apertura de nuevos mercados en el extranjero y la estimulación del crecimiento económico en el ámbito mundial.

  • Político: con la promoción del modelo y los «valores» de la democracia norteamericana en el sistema internacional.

Esta proyección de una llamada nueva política exterior respondió al imperativo norteamericano de adaptar su gran estrategia a la posguerra fría, período en que los Estados Unidos postuló una posición hegemónica de alcance global en su carácter de única superpotencia, con una visión unipolar ante la demora o los obstáculos encontrados en el escenario internacional para conformar un «nuevo orden mundial» (Medina, 1996).

En el ámbito internacional, el concepto de seguridad nacional de los estados se ha modificado, debido a una serie de factores que generan un determinado consenso académico:

  • El fin de la Guerra Fría, entendida como la polarización ideológica entre dos bloques político-militares en permanente contraposición.

  • Los cambios en la práctica de la guerra moderna, como consecuencia de la aplicación de los avances tecnológicos en la fabricación de sofisticados armamentos nucleares y convencionales.

  • La internacionalización e interdependencia de las relaciones políticas, económicas y comerciales entre los estados, a partir de la tendencia a la formación de bloques económicos que evitan el estallido de enfrentamientos armados entre las grandes potencias.

  • Los problemas globales contemporáneos y el impacto de los mismos sobre millones de personas. Por ejemplo, la situación del medioambiente y su relación con la construcción socioeconómica y los recursos naturales han colaborado en la ampliación del concepto de seguridad nacional de los actores internacionales (Aguirre, 2000; Wechsler, 2002).

Los cambios en la historia y en las estructuras del sistema internacional, que repercuten en la vida de los seres humanos y hacia el interior de sus sociedades, han llevado a que la seguridad de las naciones sea examinada no solo en los términos de las eventuales amenazas o ataques externos tradicionales, sino también desde la percepción de que las fronteras son débiles y que las capacidades de los estados nacionales frente a los problemas globales de nuestro tiempo son limitadas. En este contexto histórico, el concepto convencional de seguridad nacional deviene más complejo y aglutinador y, por antonomasia, el de defensa.

Este artículo no solo se refiere a los aspectos de política internacional inherentes al despliegue militarista por los Estados Unidos de un sistema antimisil, sino también a sus implicaciones militares y de seguridad, sus conexiones con la economía, la política interna norteamericana y el impacto de la revolución científica y tecnológica en las nuevas tecnologías de los armamentos y otros sectores novedosos del ciberespacio.

1. EL SISTEMA INTERNACIONAL EN LA POSGUERRA: LA BOMBA ATÓMICA Y EL SURGIMIENTO DE LA ESTRATEGIA NUCLEAR

En la histórica primavera de 1945, cuando ya era evidente la victoria de la URSS contra las potencias fascistas, la humanidad, que había vivido los trágicos sucesos acontecidos entre los años 1939 y 1945, se preguntaba cómo evitar en la etapa posbélica una nueva conflagración de carácter mundial y sus nefastas consecuencias para la civilización. La lucha contra el nazifacismo había unificado los esfuerzos de los países aliados: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la URSS, conocidos como los «cuatro grandes», junto a la resistencia de los países ocupados por los ejércitos de las Potencias del Eje: Alemania, Italia, Japón y sus aliados. Pero los intereses, las posiciones de política interna y externa diferían entre el viejo y decadente imperio británico, Francia, el impetuoso capitalismo estadounidense y la socialista URSS. Los esfuerzos conjuntos exigidos por la guerra mantuvieron ocultas y silenciadas las contradicciones entre los aliados.

La historia recordaba que las potencias occidentales (Alemania, Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, esta última con Winston S. Churchill en la Secretaría de Guerra) apoyaron la ofensiva de los ejércitos «blancos» con la intención de derrotar la recién nacida república de los soviets en el año 1917. Estos antecedentes eran, seguramente, evocados por ambos bandos, unidos en una cruzada común contra el fascismo.

Por otra parte, emergían las discordancias del momento: Francia buscaba hegemonizar un movimiento europeo, mientras Gran Bretaña miraba con cierto menosprecio a las potencias continentales europeas; los Estados Unidos aparecían con una aspiración hegemónica que preludiaba un nuevo peligro internacional; la URSS era seguida con admiración, pues la hazaña de un país atrasado y de campesinos en la derrota del fascismo se conjugaba, entonces, con el inicio de un proceso de desarrollo industrial.

Todo esto suscitó dos consecuencias, quizás las más importantes en la conformación del sistema internacional de la posguerra y en la evolución del tiempo histórico posterior, que deben ser resumidas: la aparición de los Estados Unidos y de la URSS como las principales potencias mundiales y el cambio en la tecnología militar, ocasionado por el surgimiento del armamento atómico, lo cual ha tenido inevitables repercusiones en la política internacional y para la supervivencia de la civilización humana.

Fue trascendental para los Estados Unidos que la Segunda Guerra Mundial no afectara su territorio. Con esa ventaja su economía entró en expansión. Durante la contienda, la industria estadounidense creció a un ritmo dinámico, la producción de manufacturas llegó a triplicarse con respecto a cifras anteriores a la guerra, las disponibilidades de bienes y servicios también aumentaron y la bonanza económica, junto a la creación de un gran contingente armado, le permitió absorber grandes masas desocupadas.

En esa coyuntura de ascenso económico, la administración del presidente Franklin D. Roosevelt tuvo el apoyo de los dirigentes del sistema corporativo norteamericano. Los hombres de negocios que dominaban el equipo de Roosevelt simbolizaron el consenso entre el Congreso y el Poder Ejecutivo, que había sido presagiado en el invierno de los años 1939-1940, cuando los dirigentes del establishment económico comenzaron a respaldar la política de Roosevelt respecto al Eje fascista. Gracias a la guerra, el imperio norteamericano había recuperado su impulso: una alta tasa de empleo, capacidad de producción y optimismo social. El 40 % de esa recuperación económica correspondió a la industria de armamentos (Appleman, 1961).

Pero no solamente en el plano económico crecieron los Estados Unidos. Las tareas de la guerra le permitieron contar con un flujo de investigaciones en nuevas tecnologías que el país aprovechó en beneficio de su expansión financiera, militar y en la política internacional. En términos políticos, se produjo un fenómeno psicológico alentado por sus principales líderes: la mayoría de los sectores sociales y de la opinión pública norteamericana creía que la nación tenía el poderío y la razón suficiente para dictar sus intereses al planeta. Esta percepción de los grupos de poder norteamericanos estuvo relacionada con el hecho de que, frente a la derrota de poderosos estados capitalistas como Alemania, la declinación del imperio británico, la debilidad de Francia y otras potencias de Europa continental agotadas por la guerra, los Estados Unidos se habían convertido en el único Estado con todas las dimensiones del poder para defender los objetivos e intereses globales del sistema capitalista.

La URSS también aumentó su influencia internacional luego de la segunda posguerra. A pesar de haber sufrido la pérdida de más de veinte millones de personas, la destrucción de muchas ciudades y su infraestructura industrial durante el conflicto, la URSS experimentó un considerable crecimiento de poder e influencia política en el escenario internacional. La presencia del Ejército Rojo hizo posible el triunfo de las llamadas democracias populares en Europa Oriental, con las cuales la URSS formó en esa región un área de protección para sus intereses de seguridad nacional. Los Movimientos de Liberación Nacional asiáticos y africanos que combatieron contra los imperios coloniales encontraron en los soviéticos una inspiración ideológica, política e incluso una efectiva ayuda internacionalista.

Después del año 1945, con la ampliación a escala planetaria del sistema internacional y sus profundas transformaciones estructurales, la segunda mitad del siglo xx devino, como ninguna otra centuria en la historia de la humanidad, período de la política mundial por excelencia. El poderoso movimiento anticolonialista de liberación nacional condujo a la formación de nuevos Estados, prácticamente en todos los continentes. Por primera vez en los anales de la historia, el sistema internacional alcanzó dimensiones efectivamente globales y quedó dividido en dos bloques políticos y militares antagónicos. La confrontación Este-Oeste, junto a la consecuencia de la solución militar para imponerse al enemigo, nació inmediatamente de la victoria aliada y en una época con características cualitativamente nuevas, que no pudo reducirse al tradicional conflicto que, desde su surgimiento en el año 1917, oponía a la URSS y las potencias capitalistas del sistema internacional.

Las tensiones que presidieron esa etapa de las relaciones internacionales se originaron en la postura agresiva asumida por los Estados Unidos en respuesta a la expansión de la revolución mundial en sus dos vertientes fundamentales: socialista y de liberación nacional.

Por su pujanza económica, magnitud tecnológica y militar, dada su superioridad aérea y naval, los Estados Unidos se erigieron como la potencia rectora del sistema internacional. En esas favorables condiciones internas e internacionales, la élite de poder apostó al éxito de su gran estrategia para lograr sus pretendidos fines de hegemonismo global, pues estaban convencidos de que muy pronto obtendrían la bomba atómica, el arma de mayor capacidad destructiva y más grande efecto terrorista en toda la historia de la humanidad. Logrado este objetivo, este armamento pasó a formar parte de la planificación estratégica y política de los Estados Unidos. Para el presidente Harry Truman, la bomba sería, en lo adelante, el mecanismo ideal de imposición de los objetivos norteamericanos al sistema internacional y, en especial, una carta de triunfo para enfrentar a las posiciones de la diplomacia soviética (Churchill, 1989; Truman, 1956; Yakolev, 1986).

Así, la administración Truman comenzó una nueva etapa de la carrera armamentista con la explosión, por primera vez, de una bomba nuclear en el desierto del Estado norteamericano de Nuevo México, el 16 de julio de 1945, y con la utilización del territorio de Japón como blanco y polígono de prueba de esa arma, pues seguidamente a la detonación experimental, los días 6 y 9 de agosto de 1945 fueron lanzados dos artefactos de ese tipo sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki. Como consecuencia de los bombardeos atómicos contra estas dos ciudades, perecieron bajo los efectos de la irradiación 447 000 civiles (Zhilin, 1985).

Los estrategas militares norteamericanos probaron en la práctica cuán potente y conminatoria sería la nueva arma en manos de los Estados Unidos. Este bombardeo no obedeció a una necesidad militar norteamericana, puesto que después de la capitulación incondicional de la Alemania fascista y con la terminación de la guerra en Europa, la situación político-militar del Japón empeoró y el país quedó completamente aislado.1 En realidad, la acción demostró el poderío bélico alcanzado por los norteamericanos, y sobre esta base todas las naciones serían intimidadas, en especial, el gobierno soviético.

El secretario de Estado, James Byrnes, ilustró con claridad el interés manifiesto de los Estados Unidos con el bombardeo al expresar que «la bomba era necesaria tanto contra el Japón, como para hacer que la URSS resultase más fácil de manejar en Europa» (Appleman, 1961, p. 198).

Los estrategas políticos y militares norteamericanos consideraron que la bomba atómica podía usarse contra los principales centros de dirección de cinco o diez ciudades soviéticas, sin que los Estados Unidos quedaran expuestos a una represalia comparable, porque poseían las únicas armas nucleares en existencia y la experiencia histórica del uso de ese terrible armamento que demostraba que «los centros urbanos de Hiroshima y Nagasaki habían sido devastados sin efectos nocivos perceptibles para el resto del planeta» (Luttwak, 1983, p. 166).

Otra era la visión de los expertos que participaron en la creación de la bomba atómica, antes y después de la rendición de Japón. Los científicos adjuntos al proyecto Manhattan -complejo de organizaciones que trabajaron en la creación de la primera bomba atómica norteamericana- deseaban concluir sus trabajos de investigación relacionados con el arma nuclear y regresar a los trabajos afines con la física teórica y a sus respectivas vidas cotidianas. Según Schulman (2002), este proyecto contó inicialmente con la participación de 10 000 personas y una asignación de dos billones de dólares. Este mismo autor se refiere a una expresión que el destacado físico J. Robert Oppenheimer emitía con frecuencia: «cuando la guerra concluya, no hay razón para continuar trabajando en la bomba nuclear, […] ella nos llevará a la comunidad primitiva» (Schulman, 2002, p. 130). La mayoría de los físicos reflejaron su repulsión al proyecto después del uso de la bomba atómica en Japón y su optimismo de que, con el establecimiento de la paz, la investigación y el desarrollo de las armas nucleares podría ser innecesaria (Teller y Shoolery, 2002).

Con el surgimiento de la estrategia nuclear, los políticos norteamericanos reafirmaron que la fuerza militar representaría, a fin de cuentas, uno de los factores principales de la política exterior y de la estrategia político-militar estadounidense en las nuevas condiciones del escenario internacional de la posguerra. Por el concepto de «fuerza militar» comenzó a entenderse, en primer lugar, la capacidad aérea atómica y, más tarde, el potencial misilístico nuclear. La estrategia nuclear ofreció ventajas a los Estados Unidos sobre la URSS. Para Kissinger (1964) «sería un medio eficaz para debilitar el control comunista sobre los territorios dominados por los soviets […] las armas nucleares son “nuestras mejores armas”, el resultado de nuestra tecnología más adelantada. Dejar de emplearlas equivale a renunciar a las ventajas de un potencial industrial superior» (p. 171).

Al mismo tiempo, el contexto internacional favoreció que distintas escuelas de pensamiento influyeran en la elaboración de la estrategia político-militar de los Estados Unidos. Una de las más relevantes fue la escuela politológica e histórica de la llamada Realpolitik («política realista») que enfoca las relaciones exteriores de las grandes potencias, en general, a través del prisma de las relaciones de poder y, en especial, de las relaciones de poder militares (Morgenthau, 1967).

El realismo político apareció cuando el acceso de los Estados Unidos al estatus de gran potencia impuso una meditación académica profunda sobre las implicaciones de las nuevas responsabilidades que le incumbían (Roche, 1994). Las concepciones de la Realpolitik o escuela del realismo político contribuyeron a la formación teórica de quienes diseñaron la proyección internacional norteamericana durante toda la posguerra. Por su peso argumental, esta escuela ofreció a la élite del poder estadounidense las tesis conceptuales fundamentales para su política exterior y la formulación de la gran estrategia de la Guerra Fría; además de erigirse en la corriente de pensamiento predominante en los principales estudios académicos y politológicos norteamericanos.

El arma atómica -la posesión de la llamada arma absoluta- se convirtió en el núcleo de los nuevos desarrollos teóricos sobre la política exterior estadounidense. Los militaristas norteamericanos consideraron que, en principio, resultaba suficiente la sola amenaza de guerra nuclear para lograr, desde posiciones de fuerza, los objetivos y prioridades estratégicas de los Estados Unidos en el escenario internacional.

En lo adelante, esa concepción recibió prioridad en la propaganda e influencia psicológica sobre la opinión pública mundial y los líderes de los nuevos Estados nacionales independientes, pues mientras los Estados Unidos poseyeran armas atómicas en sus arsenales «sería impensable defensa alguna» y toda resistencia a los objetivos norteamericanos resultaría inútil. En tales circunstancias, los Estados debían resolver los conflictos mediante concesiones y evitar tomar decisiones contrarias a las exigencias norteamericanas.

Esta filosofía revistió alta importancia en la política estadounidense contra la URSS. Los políticos de los Estados Unidos se comprometieron en hacer retroceder (to roll back, según la expresión en inglés) el socialismo a través de la consolidación del liderazgo norteamericano y de un expansionismo global conducido bajo los fundamentos teóricos de la contención del comunismo. Esta nueva estrategia, proclamada por el presidente Truman el 12 de marzo de 1947, estableció el compromiso de frenar y derrotar a los movimientos populares, socialistas y de liberación nacional que fueran considerados partes integrantes del expansionismo soviético en cualquier región del mundo. Esta proclama de Truman ha sido tradicionalmente estimada como el punto de partida fundamental de la política exterior norteamericana de la «guerra fría». Pero en realidad, podía ser considerada la expresión final de la estrategia de «firmeza y paciencia» que había estado vigente durante un año para convertirse en la idea o consigna principal de la definición de las relaciones de los Estados Unidos con la URSS. La retórica de Truman fue coherente con el presupuesto que había respaldado durante casi un año para esta estrategia, pues ninguna política puede ser efectiva si no logra igualar los medios y los fines; y en ese sentido, las fuerzas armadas norteamericanas, que llegaron a 12 millones de efectivos al final de la guerra contra Alemania, habían disminuido a 3 millones para el mes de julio de 1946 y a 1,6 un año más tarde. El gasto de defensa, que había sido de 81,6 billones de dólares en el año fiscal de 1945, último año de la guerra, disminuyó a la cifra de 44,7 billones durante 1946, y a 13,1 durante 1947 (Gaddis, 1989).

Además, en el mes de noviembre de 1946 la situación interna de los Estados Unidos se tornaba compleja con la elección de un Congreso Republicano preocupado por la economía del país, por lo que no se veían muchas posibilidades de revertir la disminución del presupuesto de defensa. Sin embargo, la situación de los limitados medios y recursos financieros forzó una vez más, como ya había ocurrido durante la guerra, a establecer la distinción entre intereses vitales e intereses periféricos en la política exterior norteamericana, dentro de los marcos de la doctrina de la contención del comunismo.

Pero, en ese contexto, la orientación de los objetivos de la única superpotencia mundial también comprendía que las posibilidades de su política exterior, de ningún modo, podían limitarse a sus lineamientos esenciales y a esperar tiempos mejores. Para los Estados Unidos era enteramente posible influir políticamente con sus acciones en la evolución interna de la URSS y del Movimiento Comunista Internacional. Se trató de aumentar la tensión bajo la cual tenía que operar la política soviética y, en esa dirección, los norteamericanos promovieron tendencias que debían, eventualmente, encontrar su salida en la fragmentación o en el gradual deterioro del poder soviético (Kennan, 1972; Kennan, 1991).

Con la definición de las concepciones esenciales de la estrategia nuclear de los Estados Unidos, las tensiones recorrieron el sistema internacional. En el período de guerra fría, las superpotencias convirtieron las bombas nucleares y los misiles balísticos en símbolos de poder para disuadirse mutuamente, pero los Estados Unidos trataron entonces de manipular sus atributos de la manera más efectiva posible mediante la formulación de doctrinas, estrategias y políticas que expresaron su poderío militar y la probable viabilidad de una contienda nuclear en determinados escenarios. Toda una concepción de política exterior que, acompañada de los incesantes avances tecnológicos, estimuló una vasta carrera armamentista extendida a todos los ámbitos, incluido el espacio ultraterrestre.

En sus propósitos de superar en el plano militar a cualquier posible rival y dominar el planeta, a los estrategas políticos y militares norteamericanos siempre les resultó insuficiente el emplazamiento de misiles nucleares en Europa occidental, el aumento de sus bases militares alrededor de la desaparecida URSS, la modernización constante de la tecnología militar y, además, obtener el control militar del espacio para así ejercer un poder total sobre la Tierra. Y en estos postulados tienen su génesis los planes de crear una «defensa» antimisil, que coloque a los Estados Unidos por encima de Rusia y China en el aspecto militar y, a su vez, «proteja» el territorio norteamericano de posibles ataques misilísticos desde el exterior.

Distintas administraciones debatieron la creación de un sistema de «defensa» antimisil. Los proyectos más abarcadores, por sus objetivos políticos, militares o tecnológicos fueron: el Sentinel (Centinela), de Lyndon B. Johnson; el Safeguard (Salvaguarda), de Richard Nixon; y la Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE) o «Guerra de las Galaxias», de Ronald Reagan. Las contribuciones científicas, los componentes y las concepciones de la IDE perduraron en el pensamiento estratégico estadounidense para la posterior conformación de una variante que los presidentes William Clinton y George W. Bush denominaron Sistema Nacional de Defensa Antimisil.

La carrera de armamentos nucleares impulsada por los Estados Unidos intensificó el desarrollo y la producción de las tecnologías de misiles balísticos que destruirían el equilibrio estratégico y militar logrado por los soviéticos en la década de los años 70. En el escenario internacional de la posguerra fría, el interés de los líderes estadounidenses con el despliegue de una «defensa» antimisil radicó en la consolidación de la supremacía nuclear de la superpotencia, para conservar su indiscutible poder unipolar en el ámbito estratégico-militar. Este breve unipolarismo rememoró, en términos históricos, el poderío alcanzado por los Estados Unidos en los tiempos de la política del «chantaje nuclear» contra la URSS, entre los años 1945 y 1950.

En la década del 90, como prueba de la total falta de escrúpulo yanqui, es necesario recordar que el Gobierno de Estados Unidos entregó armas nucleares al régimen del apartheid,2 que los racistas estuvieron a punto de usar contra las tropas cubanas y angolanas; después de la victoria de Cuito Cuanavale avanzaban en la dirección sur, donde el mando cubano, sospechando ese peligro, adoptó las medidas y tácticas pertinentes que le daban el dominio total del aire. Si intentaban usar tales armas, no habrían obtenido la victoria. Pero es legítimo preguntarse: ¿qué habría ocurrido si los racistas sudafricanos hubiesen utilizado las armas nucleares contra fuerzas de Cuba y Angola? ¿Cuál habría sido la reacción internacional? ¿Cómo habría podido justificarse aquel acto de barbarie? ¿Cómo habría reaccionado la URSS? Son preguntas que deben hacerse (Castro, 2010).

Pero quizás lo más relevante del proyecto nuclear de Sudáfrica llegó en 1993, cuando Frederik Willem de Klerk anunció que desmantelaría las seis armas nucleares construidas por el programa y una séptima que se encontraba en construcción en el momento de cancelación del proyecto. Dos años más tarde, la Agencia Internacional de Energía Atómica declaró que estaba satisfecha con las pruebas y materiales mostrados por Sudáfrica, y notificaba a la comunidad internacional que el programa nuclear del país africano estaba oficialmente terminado y desmantelado, pero «cuando los racistas entregaron el gobierno a Nelson Mandela, no le dijeron una sola palabra, ni qué hicieron con aquellas armas» (Castro, 2010).

La finalidad del despliegue de la «defensa» antimisil de los Estados Unidos y la OTAN en distintas regiones del planeta persiguió devaluar el potencial nuclear de Rusia y China hacia 2025, lo que provocó una nueva carrera armamentista con implicaciones negativas para el continente europeo al quedar más dependiente que nunca ante los conceptos estadounidenses de guerra y destrucción; al mismo tiempo, reimpulsó el Complejo Militar-Industrial y los beneficios de los consorcios y grupos del gran capital transnacional.

En el contexto de la «guerra» contra el terrorismo, tras el 11 de septiembre de 2001, el proyecto de la «defensa» antimisil continuó -y tomó renovada fuerza- porque formó parte de una estrategia de «seguridad nacional» diseñada para evitar que otras potencias mundiales adquirieran una fuerza política, económica y militar comparable o superior al poderío actual de los Estados Unidos; todo esto en un nuevo siglo que avizora indudables avances tecnológicos, la conformación de un sistema internacional multipolar y que está signado por la inevitable conquista del espacio cósmico.

El despliegue de la «defensa» antimisil en Polonia y República Checa ha sido un asunto espinoso en las relaciones ruso-estadounidenses, pues sirvió, incluso, para que los Estados Unidos trataran de involucrar a Rusia en las presiones sobre las autoridades de Irán, al prometer que el despliegue del sistema antimisil no estaría enfilado contra Moscú. Esta «defensa» también fue utilizada por los Estados Unidos como un mecanismo de chantaje político y de presión diplomática contra otros Estados, además de presentar un nuevo esquema de rivalidades entre las principales potencias nucleares en el escenario mundial.

La inclusión de Japón y Taiwán en el despliegue de un sistema de «defensa» antimisil de teatro afectó el horizonte de las relaciones chino-norteamericanas y representó una intención de rediseño del equilibrio de poder en la región Asia-Pacífico, según los intereses estratégicos de los Estados Unidos y sus aliados en Asia Oriental. También se consideró una garantía de protección para los efectivos estadounidenses ubicados en sus bases militares en esa geoestratégica zona del planeta.

Los sectores más interesados en la construcción del SNDA, representados por los influyentes grupos de poder vinculados al Complejo Militar-Industrial, mantuvieron un desempeño protagónico en la política exterior de la administración de George W. Bush. Los políticos «neoconservadores» impusieron, como tendencia dominante, un unilateralismo que tuvo un efecto perjudicial para la imagen y la práctica de la política exterior de los Estados Unidos.

El despliegue del SNDA buscó revolucionar las tecnologías con el objetivo de modernizar los radares, satélites, rayos láser, sensores, la aviación y el arma nuclear misilística. El proyecto representó para los estrategas norteamericanos una opción de fortalecimiento de la infraestructura científica y la hegemonía tecnológica de los Estados Unidos en el siglo xxi. En la posguerra fría, la consolidación del poder hegemónico global norteamericano dependió de la creciente dependencia de las investigaciones en avanzadas tecnologías y medios militares.

Los sectores vinculados al Complejo Militar-Industrial, interesados en la construcción del sistema de «defensa» antimisil, mantuvieron un desempeño protagónico en la política exterior de la administración de W. Bush. Con sus acciones en la industria bélica y energética dictaron la agenda militarista y agresiva del ejecutivo, y prescribieron que la consolidación del poder hegemónico global estadounidense dependería de sus resultados científicos en el logro de avanzadas tecnologías al servicio de la economía y los medios militares. Aquí radicó la importancia renovada del Complejo Militar-Industrial en la protección de los intereses económicos y comerciales de los Estados Unidos en el nuevo entorno internacional.

Un segundo gobierno de W. Bush no abandonó las metas generales del primero, pero procuró establecer «un rumbo más cauteloso y mesurado» hacia los objetivos de dominación mundial. La posibilidad de un tránsito de las posiciones extremas hacia un mayor «realismo político» en el establishment permitió a la administración retomar los principales enfoques teóricos predominantes en el último medio siglo de la política exterior norteamericana, combinando la acción multilateral y el fortalecimiento de la alianza de los Estados Unidos con Europa, Japón y otros actores del sistema internacional, como la OTAN.

El discurso militarista de los ideólogos neoconservadores reapareció con la administración de Barack Obama. En la Doctrina Obama -representante del llamado progresismo estadounidense- la amenaza, sea de los comunistas, del populismo, del narcotráfico, del fundamentalismo islámico o del terrorismo, concedió las argumentaciones requeridas a la política exterior norteamericana. Esas amenazas, más imaginarias que reales, fueron un ingrediente necesario para justificar la ilimitada expansión del gasto militar y la enorme rentabilidad que ocasionó a los oligopolios vinculados al gran negocio de la guerra. Es el caso de las ganancias que obtienen por su participación en la carrera armamentista empresas como Boeing, Lockheed Martin, Northrop Grumman Innovation Systems, Raytheon y Aerojet Rocketdyne, o con la participación en el desarrollo de tecnología digital en función de los intereses bélicos por parte de las empresas de Silicon Valley.

Sin esas supuestas amenazas sería imposible justificar la permanente búsqueda de restauración del liderazgo ejercido por los Estados Unidos mediante el despliegue de la «defensa» antimisil, la expansión de la OTAN hacia el Este hasta las mismas fronteras de Rusia para acorralarla y para contener también a China con bases militares, el predominio expansivo del Complejo Militar-Industrial y los fabulosos subsidios que recibió de los contribuyentes norteamericanos. Tampoco hubiera sido posible la desorbitada militarización de la sociedad norteamericana -que se proyectó hacia el mundo con su agresiva política exterior y hacia lo interno con una abrumadora presencia de las fuerzas represivas y de inteligencia, facilitada por la legislación «antiterrorista» de W. Bush- que limitó buena parte de las libertades civiles y políticas existentes en ese país.

En realidad, la administración Obama encarnó la continuidad de la política exterior militarista del período de W. Bush, buscando un reacomodo para Estados Unidos que evitara un involucramiento directo de sus tropas en distintos conflictos internacionales y acordó una rebaja de $ 487 000 millones de dólares durante diez años, en medio de la necesidad urgente de reducir el déficit del presupuesto público norteamericano de entonces.

Sin embargo, en el proyecto de presupuesto para el año fiscal 2017-2018 elaborado por Donald Trump, se planteó un incremento de unos $ 54 000 millones y, posteriormente, el Departamento de Defensa de los Estados Unidos presentó el incremento de los gastos militares para el presupuesto de 2018 que rebasó en $ 52 mil millones los límites establecidos para estos gastos, pues, para la administración Trump, las reducciones en el presupuesto militar habían dañado la capacidad combativa de la superpotencia (Dossier Geopolítico, 2019).

Entre los gastos de mayor significación se encontraron los siguientes (Rodríguez, 2017):

  • Ciencia y tecnología militar: $ 13 200 millones de dólares.

  • 70 aviones F-35: $ 10 300 millones (cada avión costaría 147,1 millones)

  • Dos submarinos de la clase Virginia: $ 5 500 millones.

  • Un portaviones clase CVN-78: $ 4 600 millones.

También privilegiando los intereses de los grupos de poder asociados al Complejo Militar-Industrial la Fuerza Aérea de los Estados Unidos contrató a la corporación Lockheed Martin, por 2,9 billones de dólares, para construir tres satélites militares de advertencia de misiles como parte del programa del Sistema Infrarrojo Basado en el Espacio (SBIRS), el cual requiere de sensores espaciales para los sistemas antimisiles, los interceptores cinéticos o las armas de energía dirigida.

En correspondencia con el unilateralismo y la búsqueda de la superioridad militar con respecto a Rusia y China, el presidente Donald Trump ordenó la creación de un comando espacial, una nueva estructura dentro del Pentágono, cuya función será el control absoluto sobre las operaciones militares en el espacio. Con ese fin, ordenó el establecimiento, de acuerdo a la ley estadounidense, del Comando Espacial de Estados Unidos, como un comando de combate unificado operativo. A pesar del alto costo que estos proyectos militaristas tendrían para la economía estadounidense -se correspondió con un presupuesto militar ascendente a $ 716 000 millones de dólares en 2019, $ 738 000 millones de dólares en 2020 y $ 741 000 millones de dólares en 2021 (Xinhuanet, 2019)-, el nuevo comando surgió en una coyuntura de desenfrenada carrera armamentista y competencia militarista, en la que Trump se propuso crear en el ejército estadounidense la denominada Fuerza del Espacio.

Esta especie de «sexta rama» de las fuerzas armadas se propuso asegurar el dominio de los Estados Unidos en el espacio cósmico y, como los proyectos militaristas anteriormente mencionados, constituye una violación de los tratados internacionales que ha promovido las Naciones Unidas para la utilización del espacio ultraterrestre con fines pacíficos, como es el caso del Tratado sobre el Espacio Ultraterrestre que, con su entrada en vigor en 1967, prohibió el emplazamiento de armas nucleares o cualquier tipo de armas de destrucción masiva en el espacio ultraterrestre y el estacionamiento de esas armas en cuerpos celestes, el cual fue ratificado por los Estados Unidos el 10 de octubre de 1967.

Para la Administración Trump, al igual que sucedió con gobiernos que la antecedieron, el espacio cósmico es un campo de guerra en el que los Estados Unidos tienen que dominar y enfrentar a otras potencias, como es el caso de Rusia en América Latina. Con ese objetivo, el Comando Estratégico de los Estados Unidos y el Ministerio de Defensa de Brasil acordaron compartir información sobre más de 23 000 objetos en órbita, incluidos los satélites de Brasil y el uso de la base de lanzamientos espacial de Alcántara, en Maranhão, para los fines estratégicos relacionados con la militarización del espacio ultraterrestre. De este modo, el gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro se sumó al militarismo de la administración Trump (Diario Libre, 2019), aunque conocen que los sistemas antimisiles en el espacio cósmico, como hemos reiterado, no solamente violan el derecho internacional y los tratados firmados, sino que romperán, aún más, la estabilidad estratégica y la seguridad mundial.

Ya lo hemos dicho, una guerra nuclear en la tierra o en el espacio pone en serio peligro la existencia de toda la humanidad. Por eso, es muy importante que los organismos internacionales procuren acciones decisivas para que, por un lado, las potencias nucleares respeten los acuerdos que han firmado, que limitan y restringen el arsenal nuclear; y por otro lado, avancen en negociaciones para el inicio de un proceso de desarme total e irreversible de los armamentos nucleares, con el fin de que la espeluznante amenaza de una guerra nuclear desaparezca.

Sin dudas, los Estados Unidos, desde 1945, ha conducido a la sociedad global hacia esta hegemonía basada en una lógica militarista criminal con el planeta y las sociedades que lo conforman. Y, actualmente, con una administración como la de Trump que despliega una praxis política violatoria y destructora de todo marco jurídico internacional, pretende tomar por la fuerza, destruye, transforma y degrada cuanto le sirve para perpetuar una hegemonía que ya comienza a ser odiosa, incluso para sus aliados europeos, beneficiarios de segundo orden en el reparto canallesco de las riquezas periféricas.

Los hechos demuestran de forma irrebatible que en un mundo bajo la égida del Imperio estadounidense no existe garantía de seguridad para ningún otro país. En una etapa de desarrollo de las nuevas tecnologías militares, distintas potencias del sistema internacional perfilan sus armas para las guerras del futuro, las cuales portarán varios componentes clave: sistemas no tripulados e hipersónicos, tecnología de «enjambres» de drones, armas antisatélites y antimisiles, comunicación cuántica, inteligencia artificial, uso de la doctrina de «guerra centrada en redes» y procesamiento masivo de datos.

CONSIDERACIONES FINALES

Al mismo tiempo que existe una estrecha relación entre el proceso de militarización del espacio cósmico y el incremento comúnmente acelerado de la carrera armamentista, la militarización del espacio es una de las formas de manifestación del armamentismo y estuvo orientada a asegurarle a los Estados Unidos el logro de sus designios estratégicos de dominación mundial.

Después de 1945, los primeros antecedentes de la estrategia antimisil estadounidense y la militarización del espacio cósmico pueden situarse en el surgimiento de la bomba atómica y los cohetes balísticos intercontinentales, los cuales convirtieron en inservibles a los refugios atómicos diseñados para proteger, en un escenario de conflagración nuclear, el poderío económico y militar obtenido por los Estados Unidos.

Los planes para crear un sistema de «defensa» antimisil fueron asociados a las maniobras de «seguridad nacional» desarrolladas por las administraciones estadounidenses durante la Guerra Fría. Con la aparición de la estrategia nuclear y la doctrina de la contención del comunismo, el Pentágono introdujo los primeros programas para el despliegue de un sistema antimisil, pues esas concepciones ofrecieron una proyección dirigida a movilizar los tradicionales mecanismos militares, diplomáticos y económicos de los Estados Unidos contra la URSS, su más importante contendiente en el sistema internacional de la posguerra.

La confrontación bipolar provocó cuantiosos gastos militares a las superpotencias. La economía soviética quedó asfixiada por la competencia armamentista con los Estados Unidos. Su modelo económico y estructuras productivas centralizadas resultaron incapaces de soportar el reto estadounidense. Los acontecimientos acaecidos en la última década del siglo xx y la lenta recuperación económico-financiera de Rusia en la primera década del xxi corroboraron que había surtido efecto el objetivo estadounidense de erosionar en el orden económico a la potencia euroasiática.

El funcionamiento de un sistema de «defensa» antimisil superó las doctrinas estratégicas basadas en la concepción de la «disuasión nuclear» y la Destrucción Mutua Asegurada. Mediante el establecimiento de las condiciones para el uso de un primer golpe y el fortalecimiento de la capacidad de respuesta nuclear, los Estados Unidos se prepararon para la Supervivencia Asegurada frente a Rusia y China, sus principales rivales estratégicos en el siglo xxi. La estrategia clásica de potencia basada en la voluntad estadounidense de prevenir la emergencia de un competidor no constituyó un proyecto de seguridad internacional.

Con la propaganda sobre el desarrollo de una «defensa» antimisil, Estados Unidos promovió una situación de proliferación y terror nuclear que estimuló los problemas globales desestabilizadores del sistema internacional. En la política exterior norteamericana persistió la ausencia de un pensamiento renovador favorable al diseño de nuevos mecanismos de desarme que garantizaran la seguridad mundial y limitaran el desarrollo de las armas nucleares.

La unipolaridad estratégico-militar estadounidense no pudo ocultar el proceso hacia una configuración económica multipolar del sistema internacional. Sus características esenciales fueron el resultado de la interacción dinámica y la rivalidad entre sus actores principales: una Europa integrada en lo económico-comercial, un Japón con un notable poderío económico y tecnológico, una China con un potencial económico-militar cada vez más creciente y una Rusia en recuperación en el orden económico y militar; así conservaría sus atributos de potencia mundial. Sobresalen también otros estados de menor poderío que, como la India, Brasil, Sudáfrica e Irán, tienen ya una considerable responsabilidad en el balance de poder regional y global, como lo demuestra la asociación estratégica del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), sin descartar la posibilidad de que otras potencias emergentes, en los próximos años, también se sumen a esta alianza.

Estados Unidos no solo ha sido la única superpotencia mundial, sino que muy probablemente será la última, si se atiende a su declinación económica y el ascenso de otras potencias, como es el caso de China, que desde 2011 ocupa el segundo rango en la economía mundial.

En ese escenario internacional de transición o recomposición del poderío de sus actores principales, las contradictorias relaciones entre las potencias capitalistas se debatieron en el siguiente dilema: ni los Estados Unidos están dispuestos a propiciar un sistema internacional multipolar -mucho menos pluripolar-, ni sus adversarios disimulan la desaprobación del poder concentrado en una superpotencia. Los intentos de nuevas asociaciones estratégicas en los órdenes político, económico y militar entre China, Rusia, India e Irán, buscaron colocar límites a la desigual distribución de fuerzas internacionales, y así prever que los Estados Unidos logren sus objetivos con el despliegue de una «defensa» antimisil.

La creación de nuevos armamentos espaciales significa un peligro para la continuidad de la civilización humana. Una guerra con armas espaciales ocasionaría daños económicos y sociales irreparables para el sistema internacional. El aniquilamiento de los satélites de comunicación impediría la telefonía, la televisión, Internet, la transmisión de datos, la navegación aérea y marítima, la observación de la Tierra y la previsión del tiempo. El retroceso material y humano por los efectos de una guerra de carácter nuclear y espacial sería incalculable. Sin embargo, el proyecto antimisil continuó y tomó fuerza en el contexto de la «guerra contra el terrorismo», porque su contenido tiene una visión multidimensional: la conservación de la supremacía estratégico-militar y económica de los Estados Unidos en un siglo de nuevos avances tecnológicos, caracterizado por intensas rivalidades en cuanto a recursos naturales e intereses geoeconómicos en todas las regiones del planeta, incluso en el océano Ártico.

El despliegue unilateral del SNDA, la expansión de la «defensa» antimisil a otros continentes, el abandono del Tratado ABM, las guerras contra Yugoslavia, Afganistán, Iraq, Libia, Siria y Yemen; y la instalación de bases militares en América Latina, nos advierten que lo más intrascendente en las relaciones internacionales contemporáneas no podría evaluarse haciendo abstracción del singular protagonismo y la coyuntural unipolaridad estratégico-militar de los Estados Unidos.

El siglo xxi comenzó exactamente igual al anterior y no ha mostrado cambios en términos estrictamente militares, porque la política internacional siguió signada por las relaciones de poder que implican el papel preponderante del uso de la fuerza y la guerra de las relaciones internacionales. Por eso, es urgente la creación de un efectivo y poderoso movimiento mundial por la paz y la soberanía de los pueblos del Sur, de los marginados por las grandes potencias capitalistas tradicionales, donde también emerge una periferia pobre y explotada.

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Notas aclaratorias

1. Winston S. Churchill expone en sus memorias que al día siguiente del lanzamiento de la segunda bomba atómica contra la ciudad de Nagasaki, el gobierno japonés aceptó el ultimátum de rendición. Las tropas aliadas entraron por la bahía de Tokio, y en la mañana del 2 de septiembre, firmaron el documento formal de rendición a bordo del acorazado norteamericano Missouri (Churchill, 1989).

2. En 1990, Sudáfrica notificó internacionalmente la fabricación de su primera bomba atómica bajo el mandato del presidente Frederik Willem de Klerk.

Notas aclaratorias

3. Estados Unidos gasta 50 % de sus inversiones totales en defensa. Ello ha significado el abandono de su infraestructura como son las carreteras, los ferrocarriles, redes eléctricas y hospitales, entre otros, que sufren deterioro (Mota, 2019).

Recibido: 06 de Diciembre de 2019; Aprobado: 08 de Enero de 2020

*Autor para la correspondencia. leyde@isri.minrex.gob.cu

Conflicto de intereses

El autor declara que no existe conflicto de intereses.

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